Corín Tellado, asturiana de 1927, tiene también una bibliografía kilométrica. La autora más vendida en español según el Libro Guinnes de los Récords en 1994. Y, según la UNESCO, en 1962, era la autora más leída en nuestro idioma después de la Biblia y Cervantes. Su producción alcanza los cinco mil títulos, ha sido traducida a veintisiete idiomas y vendido más de cuatrocientos millones de ejemplares.
Durante una visita que hizo a Chile -recibida como una estrella hollywoodiense- pudo comprobar lo extraordinariamente popular que era en aquel país.
Su ritmo de producción, como el de Lafuente Estefanía, era el de una novela a la semana; según Vargas Llosa, un “fenómeno sociocultural”.
Aparte de novelas rosa o románticas también escribió literatura juvenil, fotonovelas, seriales radiofónicos y, con el seudónimo de Ada Miller Leswy y Ada Miller, veintiséis novelas eróticas simuladamente traducidas del inglés. En estas, sobre todo, tanto por motivos morales como políticos, la censura -mucho más que a Lafuente Estefanía- la flageló inmisericorde, cosa que, a la larga, dijo, literariamente favoreció a su producción; como a tantos otros autores le hizo aprender mucho: “Me enseñó a sugerir a insinuar más que a mostrar”.
Colaboró también en la revista Variedades -de gran difusión en Hispanoamérica-, en la que trabajaba como corrector de pruebas el cubano Guillermo Cabrera Infante, que la estudió en su obra O (1985), donde la llamaba “inocente pornógrafa” y dijo haber aprendido también mucho de ella. Igualmente la trató Andrés Amorós en su Sociología de la novela (1968) y en otros escritos dedicados a la para-, infra- o subliteratura.
Como en Estefanía, las descripciones de todo tipo y las complicaciones sicológicas eran mínimas o brillaban por su ausencia.
"Para elaborar sus tramas utilizaba frecuentemente como falsilla los argumentos de algunas obras teatrales de nuestro Siglo de Oro"
Aparte de esta literatura para adultos, dirigidas al sector infantil y juvenil, también había otro floreciente tipo de publicaciones que, tal vez saboreando esas dulzonas pastillas de leche de burra que sueltas nos vendían en las farmacias, devorábamos con fruición: los tebeos y las series El capitán Trueno, Audaces legionarios, El Jabato, El Guerrero del antifaz y Roberto Alcázar y Pedrín… Las niñas tenían otras específicas. En Villanueva de Córdoba a todas estas publicaciones las llamábamos “cuentos”; lo de cómic vino después. Las historietas de doña Urraca, Carpanta, Zipi y Zape, don Pío, las hermanas Gilda, Mortadelo y Filemón, Anacleto, los descabellados grandes inventos del doctor Franz de Copenhague, eran leídos masivamente y en verdad nos alegraron aquellos autárquicos, pirenaicos y mandibularios años de leche en polvo y queso americanos.
Entre estos estrafalarios inventos es imposible no recordar: el dispositivo para hacer vino con zapatos viejos, los procedimientos para descargar mercancías con jirafa, para ordeñar leche hervida, para forzar la puesta de las gallinas, la máquina para hacer cosquillas, el sillón contra las visitas, los huevos con cáscara de cristal, los melones cuadrados, el aparato limpianarices, el somier antiladrones, los dispositivos anticanto del gallo, contra las criadas comilonas, contra el ronquido, el aparato para hacer crecer, la cola postiza para perros rabones, el anticabello en la sopa…
Esta clase de publicaciones, contra los reproches que sobre todo solían hacer los padres, incitaban a que, pasados los años, se buscaran lecturas de mayor enjundia: “Donde hoy hay un tebeo -decía, creo recordar, algún eslogan- mañana puede haber un libro”.
En fin, todo menos que, como se temía el Herbert Qain del cuento de Borges, el lector no sea pronto una especie en extinción.
El diario El Mundo recuperó felizmente estas joyas, en formato de libro, hace unos años, en su serie Las mejores historietas del cómic español. Antología de nuestros grandes personajes.
Y, finalmente, volviendo a Marcial Lafuente Estefanía, relataré la anécdota que, aunque no acostumbraba a hablar sobre el asunto, le contó un día a González Ledesma, abogado y asesor jurídico de Bruguera, donde ambos generalmente publicaban: durante la Guerra Civil se afilió a la CNT, fue concejal en Chamartín de la Rosa y comisario político; jugándose la vida, sacó o evitó que fueran enviadas a las terribles checas o asesinadas muchas personas de derechas, como por otra parte también hicieron, entre otros, Edgar Neville, el escritor Alfonso Vidal y Planas, también cenetista -autor de Santa Isabel de Ceres-, que había asesinado en 1923, al parecer por un lío de faldas, a su colega Luis Antón del Olmet, y, sobre todo, Melchor Rodríguez, el último alcalde republicano de Madrid, conocido como “El ángel rojo”, igualmente cenetista. Aunque escasamente conocido fuera de la Raya, pese a tener un monumento en Oliva de la Frontera y dedicada una calle en el lusitano Barrancos, al tratar sobre este asunto se debería recordar también, como exemplo de humanidade e solidariedade durante a Guerra Civil de Espanha, al “Schindler portugués”: el teniente Antonio Augusto de Seixas.
Hace unos años, entre sus compañeros, un concejal e historiador local divulgó esta noticia sobre Lafuente, por lo que la corporación municipal, en un pleno -apoyado por todos los grupos políticos- propuso colocar una placa en recuerdo del novelista en la casa de Chamartín donde vivió. Desconozco si se ha llegado a poner.
Pero esta actitud humanitaria, a Lafuente de nada le hubiera valido: después de entregarse en Ciudad Real, acabada la guerra, un día un oficial decidió pasar por las armas, uno tras otro, a un grupo de prisioneros republicanos entre los que se encontraba el novelista, pero, cuando le iba a tocar a él, milagrosamente, una prostituta que por allí merodeaba se acercó al militar y le dijo: “Hala, vámonos a hacer una dormida. A esos déjalos para mañana”, a lo que este accedió. Al día siguiente, la llegada de un oficial de mayor graduación, que no prosiguió con la matanza, los libró a todos de la muerte.
Estefanía siempre lamentó no haber podido dar las gracias a aquella mujer que le salvó la vida.