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Nombre de calles y Ley sectaria

El espíritu de reconciliación y concordia, el respeto al pluralismo y a la defensa pacífica de todas las ideas que guió la transición, nos permitió dotarnos de la Constitución que tradujo jurídicamente la voluntad de nuestro mayores de las distintas ideologías y formas de pensar de alcanzar la meta de la definitiva reconciliación de los españoles. Así en 1978, se inició una nueva etapa con voluntad de reencuentro y de convivencia en democracia, con la decidida voluntad integradora y la firme determinación de que predominara el espíritu de paz y diálogo, que fue el que impregnó en nuestro ánimo la ilusión de vivir en libertad, sin tener que seguir estando divididos en dos España y en dos bandos, ni volver a mirarnos unos a otros de reojo, con resentimiento y rencor. Tras 1978, todo hacía esperar que en adelante ya nadie se iba a sentir moralmente legitimado en nuestro país para abanderar el odio, la demagogia o el sectarismo con vista a imponer sobre los demás sus propias convicciones políticas, religiosas o de cualquier índole. Y desde 1978 hasta 2007, en general, hemos convivido en una dilatada etapa de paz, libertad, trabajo y progreso.
Pero el año 2007 se aprobó la llamada Ley de la Memoria Histórica. Y con ello, creo que no se hizo sino volver a hurgar en las pasadas heridas con el claro propósito de algunos dirigentes políticos de reeditar la vieja "reivindicación de sus abuelos". La Ley fue presentada a la opinión pública dándole la apariencia de buscar el espíritu de concordia y la definitiva reconciliación. Se pretendía que sirviera para todos los ciudadanos por igual y hasta parecía bien orientada, en la medida en que de su espíritu teórico cabía esperar que con ella se hiciera a todos justicia para terminar de cerrar las heridas que todavía quedaban por cicatrizar. La Ley, en teoría, venía a dar satisfacción a los familiares de los muertos de uno y otro bando que tuvieron la desgracia de sufrir las funestas consecuencias de la Guerra Civil, y parecía que, profundizando en el espíritu de diálogo, reencuentro y concordia de "todos" y entre "todos", dicha Ley vendría a reconocer y honrar por igual a los fallecidos y demás víctimas de ambos bandos; porque todavía había miles de caídos de ambos lados perdidos y mal enterrados en las cunetas y en fosas comunes desconocidos, por el sólo hecho de haber luchado por una causa en la que de buena fe creyeron y por la que tan injustamente murieron. La Ley pretendía, al menos, poder encontrarlos, recoger sus restos y hacerles un entierro honroso y digno, dándoles un lugar fijo donde descansar para siempre, a fin de honrarles, conservar su memoria y tenerles un cariñoso recuerdo familiar. En ese sentido de restañar las cicatrices de todos, parecía que la Ley nacía con buena intención y que era oportuna y necesaria.
Sin embargo, en el curso de su aplicación enseguida se vio que estábamos ante una Ley sectaria, dado que sólo se aplicaba en lo favorable a los del bando perdedor, y en lo adverso a los del bando ganador. Tras su vigencia, los perdedores, que antes habían venido siendo los demonizados y represaliados por el sólo hecho de ser haber perdido, con la Ley pasaron a ser los favorecidos y puestos en mayor valor. Por el contrario, los ganadores pasaron a ser los recriminados, olvidados y preteridos, por el único motivo de haber estado en el lado que ganó la contienda, que en muchos casos no se debió el bando donde se luchó a que unos ni otros lo eligieran, sino a que la guerra les cogiera en uno u otro lugar dominado por uno y otro bando. De esa forma, se han dado varias paradojas. Una, que al comienzo de la guerra, quienes permanecieron fieles a la legalidad legítimamente constituida, los perdedores, resulta que en cuanto los otros se alzaron en armas les endosaron el sambenito de "rojos" y el calificativo de "malos", reservándose para ellos el de "nacionales" y "buenos". Dos, que tras la Ley de la Memoria Histórica, se ha dado la nueva paradoja de quedar invertidos los términos, de manera que ahora los perdedores se han arrogado la condición de "progresistas" y "buenos", mientras que los ganadores son considerados "fachas", "nazistas" y "malos". Y ninguno de los bandos admite que por ambos lados pudo haberlos "buenos" y "malos", según cometieran o no atrocidades, que fueron muchas por ambos partes y con parecido grado de inquina, odio y resentimiento, pero que unas y otras quisieron ser olvidadas con la Constitución.
Es decir, allí donde a partir de 1978 comenzó a reinar la paz, la piedad y el perdón que quienes estuvieron enfrentados en la guerra quisieron darse, la Ley sus nietos vinieron a enturbiar la relación, pese a que ya estábamos en plena democracia consolidada y en la fase de total olvido. Un ejemplo se tiene en los cambios de nombre de las calles que la Ley propició, que en realidad empezaron en 1978, cuando ya en democracia los Ayuntamientos comenzaron a cambiarlos poco a poco, de forma paulatina y mesurada, sin herir demasiadas susceptibilidades y sin que se vieran demasiado sectarismo ni represalias. Se fueron sustituyendo los nombres más desfasados u obsoletos por otros que más bien obedecían a criterios históricos, científicos, intelectuales, personalidades distinguidas o relevantes que hubieran contraído méritos para merecerlo. De esa forma, los cambios, gustaran más o menos, empezaron a verse como inevitables y en buena parte justificados, dado que en todos los pueblos y ciudades por los que durante la guerra pasaron las tropas, las de uno y otro bando fueron sembrando nombres de calles con los de los mandos de cada uno, que en algunos casos podían ser merecidos, pero en la mayoría fue sin haber hecho mérito alguno, ni realizado ninguna proeza o heroicidad, sino simplemente porque los habían impuesto con carácter forzoso y por motivos políticos, a espaldas del pueblo que en muchos casos hasta desconocía el papel que el titular del nombre había desempeñado; habían pasado por allí, o ni siquiera eso, y se habían rotulado las calles con nombres en virtud del reglamento de ordeno y mando. Y los nombres de calles ni son perennes ni para siempre. Eso es comprensible en la medida en que también lo sea razonable y justo.
Pero, con la Ley, ahí comenzaron ya el politiqueo, el sectarismo, el revanchismo, las trifulcas y polémicas. Se reavivó la memoria de las dos Españas, se reabrieron las heridas no del todo cicatrizadas, en tanto que se veía que era una ley discriminatoria, creada sólo a la medida de uno de los dos bandos, y que no se quitaban o ponían nombres por igual para ambas partes allí donde se daban las mismas razones, o que unos nombres se quitaban y los otros no. De todas formas, aunque ya se empezaron a dar excesos y abusos, la situación fue haciéndose pasable, hasta el aterrizaje en las últimas elecciones locales y autonómicas de grupos radicalizados de nietos; ahí fue donde ya el problema empezó a salirse de madre y a darse clamorosas alcaldadas. Algunos nuevos munícipes entraron en los Consistorios a modo de como lo hace un elefante en una cacharrería, poniéndolo todo patas arriba, con publicidad incluida y de forma hiriente para la dignidad y la memoria de personas, credos e instituciones, además de cometer errores garrafales y escandalosos, hasta el punto de que en Madrid y en otros lugares en algunos casos se ha tenido que dar marcha atrás por el espectáculo dado, habiendo dimitido la llamada Cátedra de la Memoria Histórica. Cito sólo dos ejemplos: el atentado a la capilla de la Universidad de Madrid y los soeces hechos de Barcelona, en ambos con notorias connotaciones anticlericales y antirreligiosas que rezuman un fanatismo atroz y destilan un encono sangrante, a modo de como se sucedieron los fatídicos hechos que precedieron, y en buena parte motivaron, la guerra en 1936.
Ahora son los nietos radicalizados y "antisistema" de aquellos sufridos abuelos, que pretenden hacer tabla rasa de toda simbología que visceralmente odian, sin reparar en si la medida es razonable, sensata o incluso legal, sino que entienden que todo vestigio franquista debe ser erradicado por sistema. Y es seguro que el franquismo cometería muchos errores y haría muchas cosas mal, al tratarse de un Régimen autoritario salido de una guerra que por ambos lados cercenó derechos y libertades; pero no es menos cierto que también hizo muchas cosas buenas. Citaré sólo algunas: creó la Seguridad Social de los trabajadores que entonces no existía, se tenía la seguridad de poder dejar las puertas abiertas de par en par y nadie se atrevería a robar en las viviendas ni a "okuparlas" como se hace ahora, a veces incluso utilizando violencia extrema contra sus propietarios; ni había robos ni atracos por la calle y en pleno día navaja en mano, ni existía la ola de delincuencia tan alarmante que homos padecemos, que ni respeta la propiedad ni la vida de las personas; había mucha menos corrupción que ahora y muchos menos parados, también mucha educación y respeto entre todos, y quien se comportaba normal, nata tenía que temer; y al final se salió de la ruina y enorme pobreza que la guerra dejó, y Europa y el mundo volvieron la mirada a una España en progreso y desarrollo. Y, quiérase hoy o no, aquellos 40 años son historia de España que no hay que esconder ni borrar, sino escribirla y conservarla tal como fue, incluso para que lo que tuviera de malo sirva de ejemplo de lo que no debe volver a suceder; porque los jóvenes hoy ya no saben que excesos, violencia y crímenes execrables los hubo, y muchos, antes de la guerra por un solo bando, y durante ella por ambas partes.
Por eso el flagrante sectarismo de la Ley, se ve también hoy reflejado en hechos y actos sacrílegos y de profanación religiosa que cuando escribo se están juzgando en Madrid, cometidos contra la capilla de la Universidad, cuyos autores tienen admitido en sede judicial que sí, que estuvieron en el lugar sagrado con el torso desnudo, con sus prendas menores olvidadas en casa, pronunciando frases amenazantes y soeces como: "Arderéis como en el 36", "arderéis, y va en serio", "vamos a quemar la Conferencia Episcopal", "soy p... y libre, violenta y bollera", "contra El Vaticano, poder clitoriano", "el Papa no nos deja de comernos las almejas", "sacad vuestros rosarios de nuestros ovarios", y otras vergonzosas barbaridades, ordinarias, vejatorias e inconcebibles, además de hacer escarnio contra las imágenes y la religión cristiana. Y como protagonista principal de todas esa serie de groserías e insolencias, que tanta ignorancia, falta de respeto y de educación denotan, pues figuraba nada menos que la Concejala Portavoz del Ayuntamiento de Madrid, con la que luego se solidarizó su propia Alcaldesa. Y, si es en Barcelona, una llamada Dolors Miquel, pagada con dinero público por la Alcaldesa de Barcelona para la entrega de los Premios de la ciudad, pues no tuvo otra ocurrencia más culta e inteligente para lucirse que recitar un Padrenuestro sexual, una Mare nostra blasfema y un poema soez refiriéndose a los órganos genitales de la mujer, cuyo texto recitado, no he querido reproducir aquí por el respeto más elemental que de cualquier persona las mujeres se merecen, pero que la protagonista no ha tenido ni con ella misma, atentando deliberadamente contra su propia decencia y recato. Y en ambos casos, esos repugnantes actos han sido luego justificados y apoyados por las Alcaldesas de Madrid y Barcelona.
Y bien, se nos anuncia ahora que también en Ceuta hasta 600 nombres de calles van a ser cambiados. Y, aparte de dudar si el callejero ceutí da para tanto, uno piensa que nada ni nadie es perenne ni figura para siempre en los callejeros; pero si alguna modesta sugerencia se admite, pienso que el cambio debería hacerse sin sectarismo, con seriedad y rigor, de forma objetiva, razonada y, sobre todo, despolitizada - como creo que en Ceuta se hará - para que con los nuevos nombres dados puedan ser por mucho tiempo honrados la democracia, los mismos nombres con los que las calles se rotulen, las mismas calles a las que los nombres se den, las autoridades, instituciones o personas que decidan los nombres. Y, también, Ceuta y los ceutíes.

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