Opinión

No todo está perdido

El pasado lunes me montaba en el autobús que va desde Granada a Algeciras. Aunque el billete lo obtuve por internet con suficiente antelación, el sistema no permitía escoger plaza, por lo que cada uno se sentaba en donde podía. En uno de los primeros asientos había una joven, que llevaba puesta una mascarilla casi de diseño. No de las de usar y tirar, sino de esas que tienen una especie de orificios a los lados, protegidos por tapones enroscados. La máscara en cuestión imponía mucho respeto. En el asiento del pasillo, la muchacha había colocado estratégicamente una mochila de mediano tamaño. Evidentemente, más por el miedo que causaba la mascarilla que por la mochila, a nadie se le ocurría intentar sentarse a su lado. Mucho menos, las personas mayores, incluso las que andaban con dificultad. Tampoco a ellos les importaba recorrer todo el autobús, aunque tuvieran que sentarse en la última fila.

Yo me resistía, pues pensaba que, si la joven hubiera estado en algún lugar de riesgo, no la habrían dejado viajar. Y si lo hacía por seguridad, todos lo estaríamos con su especial protección. Pero, tampoco quise arriesgarme innecesariamente. Aunque, me coloqué junto a una señora algo mayor que ella, que había justamente en el asiento posterior. ¡Craso error! La buena mujer no paró de hablar por el móvil hasta que llegó a Málaga. Antes se había quedado sin batería. Fue cuando me preguntó si yo había podido recargar el mío. Le respondí, algo malhumorado, que no lo había necesitado, pero que ese autobús (afortunadamente) no disponía de puntos de carga.

No obstante, ese lugar “privilegiado” me había permitido observar cómo la joven de la mascarilla se la quitaba, nada más comenzar el viaje, una vez que todos los usuarios se habían colocado en otros asientos. No se cortó un pelo. Se colocó sus auriculares, también de diseño, y comenzó a comer una especie de gusanitos gigantes de colores (a tono con su camiseta y con el color de sus carnosos labios). Lo más sorprendente ocurrió en Málaga. Cuando algunos viajeros se bajaban del bus y otros nuevos se subían, rápidamente se volvió a colocar la mascarilla, hasta que pasó la avalancha. Acto seguido se la quitó y ya no volvió a colocársela. En Marbella se bajó del autobús con una enorme sonrisa, mostrando sus protuberantes labios, no sé si naturales o también de diseño. Elegante forma de aprovecharse de la situación a cuenta del coronavirus.

Fue el genial científico y humanista Albert Einstein quien afirmó que había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Aunque, de la primera confesó no estar seguro. Hubiera sido interesante escuchar su reacción ante la “alarma” internacional que está causando un virus, muy contagioso, pero con menos incidencia mortal que una gripe. Lo explica perfectamente el profesor, investigador y salubrista Joan Benach en un artículo reciente en la revista independiente CTXT: “Sin lugar a duda, es un problema de salud serio, pero no el más importante, tal vez ni siquiera el más urgente. Un ejemplo de ello es la tasa de letalidad, estimada en un 3,4%, lo que se puede comparar con el 11% en el caso del SARS (síndrome respiratorio agudo grave) o el 34% del MERS (síndrome respiratorio del Oriente Medio). Pensemos además que cada día mueren en promedio en España más de 1.100 personas de causas muy diversas, y que la gripe común causa anualmente en nuestro país entre 6.000 y 15.000 muertes... El COVID-19 no es sólo un problema de salud global, sino también un problema con otras caras interconectadas de tipo económico, ecológico y social. Estas lo convierten, de hecho, en un problema sistémico y político sobre el que conviene reflexionar.”.

En esta misma semana me llamaba una periodista de la televisión pública con cierta urgencia. Preparaban un programa sobre las consecuencias económicas que para las ciudades españolas de Ceuta y Melilla estaba teniendo la decisión unilateral del reino marroquí del cierre de sus fronteras comerciales con ambas ciudades (cuando estoy terminando este artículo, recibo la información de las fronteras con Ceuta y Melilla han sido cerradas “a cal y canto”, sin duda, aprovechando la situación). El reportaje tenía que estar listo para ser emitido en los informativos de La 2 de esta semana. Ellos eran conocedores de que un grupo de profesores e investigadores de la Universidad de Granada en el Campus de Ceuta llevamos algunos años estudiando los efectos de una reducción del comercio transfronterizo, para ofrecer datos y alternativas a las autoridades económicas y políticas. Cuando la entrevista finalizó, un equipo de técnicos la enviaba desde el mismo Campus para que estuviera disponible en los informativos de Madrid inmediatamente. Cuando pregunté a la periodista por el día de emisión, me respondió que, en teoría, sería esa misma semana, pero que todo estaba condicionado por la evolución informativa del COVID-19. Este es el problema. Que algo que, en breves fechas, en cuando las temperaturas suban hasta niveles insoportables para el virus, dejará de ser tan peligroso (según nos dicen los especialistas), esté condicionando y ocultando problemas graves. Unos que se avecinan y otros que ya tenemos aquí y empeoran día a día.

Es el caso de la crisis financiera que pronostican los organismos internacionales y que, según los expertos, será más letal que la de 2008, y obligará a detraer grandes cantidades de recursos públicos, nuevamente, para atender los intereses egoístas y casi criminales de las grandes corporaciones financieras del neoliberalismo capitalista. En esta ocasión los ciudadanos no deberíamos permitirlo. También ocurre algo similar con la crisis climática. Recientemente la ONU nos ha vuelto a recordar que los daños al planeta se están incrementando de forma alarmante, pese al respiro que, paradójicamente, nos está dando el coronavirus con el parón de la actividad económica y, por tanto, de la emisión de gases de efecto invernadero. Nuestra actitud personal y el cambio de costumbres, será fundamental para combatirlo.

Y desde el punto de vista social, estamos ante una epidemia, más de pánico que sanitaria, que puede provocar situaciones muy difíciles de controlar. Como nos recuerda el profesor Benach: “...Desde el punto de vista social, estamos ante una epidemia de pánico, cuyo origen podemos rastrear en algunas de sus características esenciales: no es una epidemia altamente letal pero es nueva y de un origen aún no del todo esclarecido; no podemos predecir su evolución, lo que crea una gran incertidumbre; no existe un tratamiento ni vacuna efectivos; se ha extendido con rapidez en los países mas ricos del planeta y, seguramente, en todo tipo de clases sociales; los medios de comunicación y las redes sociales han magnificado su impacto entre una población que mayoritariamente siente fobia al riesgo; la epidemia es una oportunidad para degradar y aislar a China (y de paso a la Europa humanista que tanto odian Trump y Boris Johnson), al tiempo que localmente se generan respuestas racistas y xenófobas....”.

El problema es qué hacer ante la probabilidad de que la cosa empeore. Evidentemente, lo más urgente es organizarse y concienciarse de que ya nada va a ser como antes. El actual virus, así como otros parecidos, ha venido para quedarse. En definitiva, son producto de nuestro irracional e insostenible sistema económico. Igual que la crisis climática y la financiera. O nos damos cuenta de que hay que comenzar ya una transición hacia un sistema nuevo, o a la raza humana le quedarán poco tiempo para desaparecer del planeta. Quizás este aislamiento masivo al que nos están sometiendo a nivel internacional sea una oportunidad para aprender que se puede vivir de otra manera más local y sostenible. Aun podemos elegir.

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