No tanto Shaquille

La historia baloncestística de Shaquille O’Neal se puede reflexionar desde muchas perspectivas. La más común, la popular, le confiere una capacidad innata casi inigualable para dominar la pintura dentro de una pista de baloncesto, lo cual le convierte, según se dice, en el más dominante de la NBA. Pero, ¿qué es ser el más dominante? ¿El que aplasta a la mayoría de sus pares o el que proyecta una gran intensidad de trabajo sobre la pista traduciéndose en numerosos títulos? Habrá quien diga que lo primero conlleva lo segundo, o que, al menos, lo segundo necesita un poco de lo primero, dándose una minuciosa relación entre ambos. Recapitulemos la odisea de Shaq para verlo más claro.
Sus inicios no fueron ni mucho menos exitosos en lo que concierne al principal objetivo: alcanzar el anillo. El inconfundible pívot de Newark se limitó a conseguir un título de conferencia con Orlando en sus primeros cuatro años pese a sus espectaculares estadísticas, recibiendo un estruendoso 4-0 en las finales de la NBA contra Houston. Ya formando parte de los Lakers en 1996 tuvo que esperar hasta la temporada 1999/2000 para hacerse con el primer campeonato norteamericano, acompañado por el casi insuperable hito de conseguir los galardones de mejor jugador de la temporada regular, de las finales y del “All-Star” de una sentada. Durante los dos años siguientes cubriría su mano con dos anillos más y apuntalaría su notable expediente con otros dos “MVPs”. El inesperado fracaso con los Lakers de los cuatro fantásticos de él mismo, Bryant, Malone y Payton en su última temporada en la ciudad angelina cerraría su etapa californiana.
Posteriormente recalaría en Miami, donde llegó su cuarto campeonato durante el segundo año de su estancia en el sur de Florida, aunque esta vez sin el protagonismo que le había acompañado en la presumida ciudad de California. En esta ocasión Dwyane Wade era la estrella que, según la prensa, había aniquilado a los Mavericks de Nowitzki. A partir de entonces la carrera de Shaq entró en un declive impresionante que ya había empezado a dar visos de su existencia durante su última campaña con los Lakers. Dos años más en Miami, otros dos en Phoenix, uno en Cleveland y otro último en Boston, sin éxito alguno, conformaron su tramo final.
Contada así, la historia de O’Neal hace poca justicia a la verdad. Shaquille no se levantó un día del año 2000 proponiéndose ganar su primer anillo; él, desde que pisó la NBA, ambicionó ese objetivo, lo veía probable. El problema principal de su carrera fue su incapacidad para conseguirlo sin otro astro que lo sustentara.
En este sentido, cuando se narra su crucial impacto en la consecución de los anillos se obvia un elemento de vital importancia: la evolución de Kobe Bryant. Como hemos comentado anteriormente Shaq no solo no ganó el anillo con los Magic sino que tampoco lo hizo con la franquicia angelina hasta que Bryant, un “rookie” en el año de su llegada, se impuso como jugador importante. Fue entonces, y no antes, cuando el rendimiento del mastodóntico pívot obtuvo su recompensa. De la misma manera es de merecido reconocimiento su relevancia en el anillo de Miami, inimaginable sin su presencia, por más que el destino se haya congraciado con Wade para elevarlo a los altares divinos como ya lo hiciera con el propio Shaquille de los tres anillos en Los Ángeles. Nada más lejos de la realidad. Ni Lakers triunfó exclusivamente gracias a la incontestable dominación de Shaq, ni Miami lo hizo solo por la magia de Wade.
O’Neal no podía contra todos, ni dominaba la liga en la práctica antes de coincidir con un desarrollado Kobe Bryant; jamás llegó a ese nivel. Sus estadísticas eran impresionantes, al alcance de muy pocos, pero únicamente le servían como un enaltecido recuerdo personal ya que el verdadero fin, el de ganar campeonatos, no desembarcó hasta que fue respaldado por una gran figura.