Soy de sus caminos. Las gentes de la calle me recogieron y me dieron enseñanza, y vi de cerca aquello que la vida guarda como si fuera el mayor tesoro: la generosidad en el saber. Es temprano en mi habitáculo y la pequeña ventana de este dormitorio ofrece una cortina de luz que me indica que el día ha comenzado (sin abrigo de plumas el frío se nota). Es hora de elegir un rumbo e intentar la provisión, aunque para ello tenga que recurrir al engaño que es la adivinación.
Normalmente, en la cafetería se me sirve sin porqués, y el bocadillo de tortilla hace que mi vientre se llene de alegría. Otra cosa es soplar cigarrillos y cerveza. He de idear un plan para conseguirlos.
Quizá no lo sepan, pero por las calles deambulan muchos sabios, de tal manera, que si caes en gracia, te hacen partícipe de su estirpe, y así se pasan las noches compartiendo el saber acumulado. Gentes que en su día prefirieron la libertad al dinero y a los trajes. No es extraño ver a estos eruditos del camino refugiados en las bibliotecas públicas de las grandes urbes, cobijándose de la intemperie, al calor de viejos libros.
Dicen estos sabios que la lectura de cada libro, siempre que sea buena la elección, te aporta el mismo aprendizaje que un año vivo de experiencias. Por lo que, si un hombre se aplicara en la lectura de quinientos libros, serían estos los años de su interior o pensamiento. ¿Os imagináis a aquél que leyera un libro al día durante veinte años; siete mil libros por sus manos? Tendría la edad de la Historia, y su palabra, más que prosa sería relicario.
Al anochecer, vuelvo a mi reducto, hecho de desconchones y tableros anticuados. Allí, la luz de la lámpara de aceite convierte la lectura en un acto sagrado, pues de ella conseguimos la fuerza para vivir, pero también para seguir soñando. Yace en la memoria de los pueblos la biblioteca de los libros milenarios, hechos de la misma pasta que el alma: de luces y quebrantos.
Noticia: la observación de la hoja en blanco, al menos una hora al día, me aporta un biorritmo esencial. A esa hora atravieso las fronteras hasta fundirme con las historias de los hombres que urdieron la primera humanidad. Frente a ello, las nubes amenazantes del vacío más ancestral. Al ras de las hojas, un guardián te pide el “santo y seña” antes de conocer la alquimia que convierte los sentimientos en palabras.
A veces, seguimos caminos olvidados por la gloria. Y, a veces, abrimos un libro que nos recuerda la victoria.