El discurso pronunciado por el Presidente de la Ciudad en el Día de Ceuta, sepultando definitivamente la Transitoria Quinta de la Constitución (que reconoce el derecho de Ceuta a constituirse en Comunidad Autónoma), sólo puede calificarse como una desvergüenza. No porque no lleve razón en su conclusión (efectivamente son muy pocas las personas que continúan reclamando la Transitoria Quinta), sino porque los argumentos expuestos para justificar la claudicación del pueblo de Ceuta en esta lucha son radicalmente falsos, Y él lo sabe perfectamente.
Ceuta es una Ciudad derrotada. Hemos perdido (o estamos perdiendo) todas las batallas que hemos librado. Y este hecho, incontrovertible, ha diluido el imprescindible vínculo de pertenencia al grupo hasta su práctica desaparición. Hoy somos una comunidad disgregada y pusilánime, sin más horizonte que esperar un desenlace aún desconocido, pero que todos intuimos trágico.
Las coordenadas históricas nos situaron en el siglo veintiuno ante la imperiosa necesidad de superar tres retos de una magnitud colosal para reinventar la Ceuta del futuro. Una trilogía diabólica. Uno. Lograr una estabilidad política que reforzara (nacional e internacionalmente) nuestra españolidad, y zanjara definitivamente la estrategia anexionista de Marruecos (el reconocimiento del rango de Comunidad Autónoma en pié de igualdad con el resto de territorios que integran el estado español). Dos. Un modelo económico alternativo a la reliquia del “territorio franco”, que fuera capaz de generar empleo y riqueza suficientes para garantizar un desarrollo sostenible e independiente. Tres. La reconfiguración de nuestra sociedad desde una perspectiva intercultural.
De estos tres objetivos estratégicos, con vitola de constituyentes, sólo este último permanece aún vigente. No es que avancemos al ritmo deseado, ni siquiera en la dirección correcta, pero se puede afirmar que aún existe una leve esperanza que nos mantiene en la lucha. Los otros dos han desaparecido de la escena política.
La batalla por un modelo económico alternativo está perdida. Nos hemos convertido en un pequeño boquete que vive, muy provisionalmente, de los presupuestos del estado y de las relaciones económicas irregulares toleradas por Marruecos. La debilidad del tejido productivo es extrema. Una sola decisión de un estado soberano (que además es enemigo de Ceuta) basta para finiquitar nuestro sistema económico. Hemos interiorizado el fracaso (no planteamos, por miedo, la inclusión en la unión aduanera, del transporte marítimo mejor ni hablar, no existe ningún plan de inversiones productivas, y por no existir no existen ni empresarios, más allá de los que vienen a aprovechar temporalmente y con escasa inversión los flujos procedentes de Marruecos). Aguantamos con resignación, viviendo de un modelo insostenible en el tiempo, conscientes de que no hay nada que hacer.
La batalla autonómica (tan ilusionante como extenuante) se ha perdido definitivamente. Marruecos ha ganado por aplastamiento. Su exigencia de “no modificar el status de Ceuta y Melilla, como gesto de buena voluntad para encarar, en el momento oportuno, las negociaciones sobre la devolución”, fue asumida originalmente por el PSOE y posteriormente por el PP, convirtiéndola en una “cuestión de estado” frente a la que la reivindicación de dos modestas poblaciones, por justa y legítima que fuera, se antojaba imposible. La complicidad de los ceutíes enrolados en estos partidos, traidores a Ceuta, terminó por aniquilar toda posibilidad de éxito. En este país, entre mil novecientos noventa y cinco y dos mil diez, contra el PP y el PSOE unidos, protegidos por todos los medios de comunicación (sin excepción) y contra todos los lobbies y aliados promarroquíes (desde la Unión Europea hasta EEUU, pasando por innumerables instituciones y entidades internacionales), muy poco se podía hacer. La persistente y tenaz campaña desplegada por los sucesivos gobiernos de PP y PSOE para aliviar sus conciencias, y convencer a la población de las “bondades” del Estatuto de Ciudad vigente, aunque sea inconstitucional (basta con leer el artículo ciento treinta y siete, en el que se dice con claridad que “El estado se articula territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan”, ni rastro de las “Ciudades Autónomas), fue haciendo su efecto hasta disuadir a la ciudadanía de seguir en la lucha. El nuevo mapa político nacional no parece que vaya a cambiar esta realidad. Ninguno de los nuevos partidos se ha tomado en serio Ceuta. No tienen opinión. O mejor dicho, se han subido en la ola cómoda de dejar todo inalterado (Ceuta se ve, ahora, como un pequeño y extravagante recinto, en el que confluyen los problemas de inmigración y terrorismo que asustan a todos los españoles). No se atisba ningún síntoma de que vaya a cambiar mucho esta idea, a pesar del obligado esfuerzo que deben hacer sus militantes locales para conseguirlo.
Todo esto es perfectamente conocido por cualquier persona que tenga el más mínimo interés en analizar la realidad política de Ceuta. Con más motivo por quien lleva más de tres lustros gobernando la Ciudad. Por ello resulta insoportablemente irritante que siga burlándose de una ciudadanía ya abatida, haciéndole creer lo maravilloso que es un Estatuto que, después de veinte años, ni él mismo sabe interpretar (y que es en sí mismo, un indescifrable galimatías político y jurídico). Y como colofón, imputar a las cualidades del Estatuto la inversión de los últimos veinte años (cuyo origen está en la llegada masiva de fondos europeos, como ha sucedido en toda España), es un abuso incalificable.
Señor Presidente, nos han derrotado. Usted forma parte de la indecente amalgama que ha traicionado al pueblo de Ceuta, arruinando el futuro de nuestra Ciudad. Lo asumimos. Somos conscientes de que era una batalla excesivamente desequilibrada (nadie quiere hacer prevalecer los intereses de ciento setenta mil personas frente a las relaciones con un aliado estratégico como Marruecos, máxime en la actual coyuntura). Y la hemos perdido. Pero déjenos, al menos, vivir en la derrota con dignidad. No se ría más de nosotros.