Categorías: Opinión

No a garrotazos

La democracia descansa sobre el más escrupuloso respeto a un conjunto de derechos individuales y colectivos que garantizan el ejercicio responsable de la libertad como valor supremo del ser humano. Esta irrebatible grandeza es la causa de que haya sido considerado unánimemente como el sistema político más avanzado, el qué más y mejor impulsa el progreso y el desarrollo de la humanidad. Por ello, la democracia trasciende a su propia dimensión política adquiriendo la condición de cultura. Podemos hablar, con rigor, de la existencia de una cultura democrática. Pero no es instintiva.  Es preciso inculcarla y practicarla como pauta de comportamiento cotidiano para hacerla irreversible. Toda involución en este proceso es un riesgo de regreso a las tinieblas.
En este sentido, no conviene olvidar que una de las claves de bóveda del sistema democrático, la constituye la acotada excepcionalidad en el empleo de los medios coercitivos instituidos para garantizar la ordenada compatibilidad de los derechos de todos los ciudadanos. Aquí radica una de las diferencias fundamentales entre un sistema democrático y un régimen autoritario. En éstos, el ejercicio de la violencia institucional no está sometido a los requisitos políticos y judiciales que la adecuan a la legitimidad emanada de una voluntad colectiva. En democracia, por el contrario, las medidas que suponen limitación de derechos y libertades son restrictivas por naturaleza y están sujetas a controles muy exhaustivos. Sólo en situaciones extremas y casos muy justificados está prevista la utilización de la violencia, que en cualquier caso debe reducirse al mínimo imprescindible.
Este hecho es (debería ser) una obviedad que, sin embargo, diversos sectores de la ciudadanía y algunas corrientes de opinión, se empeñan en cuestionar peligrosamente. Son los profetas de “la mano dura”. Intransigentes defensores de la ley del embudo, que exigen el empleo de métodos violentos para solucionar problemas sociales, mientras que se muestran enfervorizadamente indulgentes con los delincuentes de cuello blanco que causan infinitamente más daño a la sociedad. Son aquellos a los que toda represión les parece poca. Nostálgicos de la porra.
El Gobierno de la Ciudad, bastante desorientado, está flirteando con este tipo planteamientos para satisfacer a su electorado más reaccionario. Está incurso en una preocupante deriva autoritaria. Una demostración palpable, es la reciente aprobación de una ordenanza “antibotellón”, llamada eufemísticamente del “buen uso del espacio público”.
En principio, parece razonable que exista una norma que regule unas condiciones básicas de comportamiento urbano, y que incluya tanto la definición de los incumplimientos como la sanción de los mismos. Nada que objetar. El problema surge cuando la ordenanza ampara la posibilidad de disolver por la fuerza  todas aquellas reuniones de personas que cualquier ciudadano denuncie por considerar molestas. Extremadamente subjetivo e inquietante. Según esta regla de nuevo cuño, la policía local, a requerimiento de los vecinos que se sientan molestos,  podrá “restablecer, utilizando los medios que entienda proporcionados, la tranquilidad alterada que haya motivado su intervención” Por un momento, hagamos un ejercicio de recreación mental de lo que puede suponer la aplicación de este artículo en una madrugada cualquiera, en un lugar cualquiera, de nuestra ciudad. Pelos de punta. Consecuencias imprevisibles. Una autorización para ejercer violencia institucional (en nombre de todos) no puede fundamentarse en conceptos abstractos e imprecisos, tales como “molestar”, “tranquilidad”, o “medios proporcionados”, dejados a meced de la confusa subjetividad de los afectados. La policía debe intervenir y denunciar todas aquellas conductas que, presuntamente, alteren gravemente las normas de convivencia; y aquellos casos que queden probados deben ser sancionados conforme a derecho. Pero el uso de la fuerza, en democracia, requiere mucho más. Sólo debe hacerse en casos muy tasados de delito flagrante, y observando un riguroso respeto a los derechos de todos los ciudadanos, incluso de aquellos que presuntamente estén contraviniendo una ordenanza.
Esta decisión del Gobierno de la Ciudad, además de suponer una concesión gratuita a quienes quieren devaluar el sistema democrático, es absolutamente innecesaria y no obedece a una auténtica demanda social.
En Ceuta la juventud mantiene un comportamiento más que correcto. Son jóvenes y se divierten, afortunadamente, y esporádicamente pueden ocasionar alguna molestia perfectamente asumible, como tantas otras. Vivir en comunidad nos obliga a saber aceptar a los demás.
Todos molestamos un poco. Todos nos molestan un poco. La solución nunca está en el garrotazo.

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