Los principales periódicos españoles dedicaban sus portadas ese sábado de abril de 1986 a la enésima matanza de las criminales. En esa ocasión, cinco guardias civiles que ejercían la vigilancia en torno a la embajada de los Estados Unidos eran asesinados mediante un coche bomba.
Se informaba de que las multinacionales del petróleo habían terminado con el monopolio de las gasolineras en España, mientras que los diarios deportivos se centraban en la final de la Copa del Rey entre el Real Zaragoza y el Barcelona.
Ese día el mundo se jugaba su existencia en unas instalaciones nucleares situadas a tres kilómetros de la ciudad ucraniana de Prípiat, y a unos veinticinco kilómetros de la triste y mundialmente conocida Chernóbil.
La “Central eléctrica nuclear memorial Vladimir Ilich Lenin” sufrió un brutal accidente, solo comparable al que acaecería 25 años más tarde en la central nuclear japonesa de Fukushima.
Las causas del accidente fueron unas pruebas que las técnicas de la central llevaron a cabo bajo la batuta de unas especialistas que se encontraban en Moscú (Ucrania formaba entonces parte de la extinta URSS). Las citadas pruebas estaban destinadas a medir la capacidad de la central para trabajar en condiciones límite.
Según las especialistas consultadas, el terror a contradecir las órdenes dictadas desde la capital del imperio soviético, y una nefasta manipulación de la instrumentación, provocaron el letal sobrecalentamiento del reactor. Por si fuera poco, para poder llevar a cabo la prueba hasta el final se procedió a la desconexión de todos los sistemas de seguridad. El problema residía en que de las 170 barras que servían para absorber neutrones y terminar de inmediato con la reacción nuclear, se dejaron únicamente 8 en actividad cuando lo mínimo exigible eran 30. Estaban armando a conciencia una extraordinaria bomba de relojería de escala planetaria.
Cuando se dieron cuenta de que la temperatura registrada en el seno del reactor pulverizaba todos los límites permitidos, intentaron manualmente volver a insertar las barras de control que anteriormente habían extraído.
Ya era tarde.
La brutalidad de calorías generada había deformado inexorablemente cualquier mecanismo que hubiese podido revertir la situación.
El paso final fue que el combustible nuclear se desintegrara entrando en contacto con el agua empleada para refrigerar el núcleo del reactor.
A las 01:23 se produjo una gran explosión, haciendo volar por los aires la losa del reactor y las enormes paredes de hormigón armado que lo protegían. Se estima que esa explosión liberó un material radioactivo 200 veces superior a las bombas que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki al final de la Segunda Guerra Mundial. Una bestialidad.
Hasta el 9 de mayo siguiente no se logró apagar el incendio. Y luego, el paisaje lunar.
Cientos de miles de personas hubieron de ser desplazadas, aunque mucho más tarde de lo aconsejable porque la Unión Soviética quería minimizar los daños de cara a la opinión pública internacional.
Fuentes oficiales afirmaban que habrían fallecido unas cinco mil personas solo entre las llamadas liquidadoras (personal castrense, bomberas, personal especializado y operarias de limpieza) en distintos periodos. Sin embargo, las estimaciones apuntan a que fueron 200.000 personas las fallecidas por este motivo en Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Terrible.
Entre los años 1990 y 2000 se documentó un aumento del 40% en todos los tipos de cáncer en Bielorrusia, y de un 52% en la región altamente contaminada más cercana a la zona de riesgo.
Tan grave fue la situación que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) se vio obligado a catalogar este hecho como “accidente mayor” decretando el “Nivel 7” de la Escala Internacional de Eventos Nucleares (INES, en inglés), la más alta de las alertas. Y en esas estamos.
Las sucesivas explosiones nucleares de tipo social se han ido sucediendo sin que apenas hayamos tenido la capacidad, el arresto o el reflejo de reaccionar. Sin embargo, la situación es más que merecedora de decretar también el “I.N.E.S. 7”.
La contaminación que provoca el capitalismo salvaje ha hecho cuerpo con nuestra piel, con todo el tejido neuronal y, lo que resulta aún más penoso, con nuestra visión de abordar las cosas.
La radiación ideológica a la que estamos brutalmente expuestas es tan intensa, tan prolongada y está calándonos tan hondo que está destruyendo hasta el más mínimo atisbo de reacción frente a la barbarie.
Esta invisible explosión está anulando nuestra capacidad de pensamiento crítico y nuestra voluntad de oposición a cualquier injusticia, por muy flagrante que sea. Signo inequívoco de nuestra lobotomización y de que vamos camino de una sociedad mezcla del “1984” de Orwell y de “Un mundo feliz” de Huxley, es que, a pesar de los reiterados avisos de los contadores Geiger del autoritarismo, no presentamos ninguna oposición. Chomsky y José Luis Sampedro solo sirven para ilustrar publicaciones de Facebook.
Claro que poco enfrentamiento podemos plantear cuando contemplamos en los telediarios con castrada pasividad y sin apenas pestañear, a la hora de los macarrones y del puchero, cómo revientan millones de seres humanos en guerras y en hambrunas. La visión de seres humanos como usted o yo, como su hija o la mía, enterradas en los bombardeados escombros de unas ruinas que tenían por casa, no nos provoca ni el más mínimo escalofrío con el pretexto de que están demasiado lejos. El cinismo llega a adoptar variados argumentarios para salvaguardar la buena conciencia.
En esa misma autopista del desprecio al concepto de Fraternidad, ver en televisión los cuerpos muertos de no comer ya ni siquiera nos conmueve. El ser humano está perdiendo precisamente la condición de humano… Estamos perdiéndola, quería decir.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero a medida que todo se va irradiando, vamos alejando el librepensamiento de nuestras mentes y nos encuevamos en los dogmas que nos han diseñado ex profeso para que no nos salgamos del redil.
Parafraseando al filósofo podríamos decir que “ellas contaminan hoy porque tú lo permites”.
Quizás algún día, tras una fuerte ducha de descontaminación, se dé cuenta de que cualquier mujer de cualquier parte del mundo tiene dos pulmones, un corazón, un cerebro, dos ojos… igual que usted o yo, igual que su hija o la mía. Entonces, y sólo entonces, podrá entender a Albert Camus cuando gritaba que “cada vez que una mujer es encadenada, nosotras estamos encadenadas a ella. La Libertad debe ser para todas o para nadie”. Mientras no nos decidamos a desactivar el “I.N.E.S. 7”, nos tocará padecer irremediablemente el invierno nuclear.
Nada más que añadir, Señoría.
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