Las niñas del patio saltaban la curva de la “comba” una, dos, tres… hasta treinta y siete veces saltó Dory, la hermana de Juan Antonio. Primero saltaba la más pequeña; luego tras varias vueltas de comba, se añadía otra; para más tarde sumarse otra más, y otra más… así hasta que todas al unísono saltaban y saltaban, al ritmo cada vez más rápido que imprimían las cabeceras de la comba. Por fin, agotadas por el esfuerzo y entre gritos, risas y jadeos, unas, las más pequeñas, se dejaban caer en el suelo; y las otras, las mayores, apoyándose en la pared no dejaban de hacer aspavientos con las manos y soltar unas risotadas que contagiaban con inocente alegría todas las esquinas del patio. Diríase que sus risas traducían la vida en su esplendor, en su exuberancia…En definitiva, sus risas tan cercanas, tan alegres, eran la mejor definición del milagro de la vida, casi como la desnudez de unos jazmines blancos…
No obstante, las niñas no tenían carácter; nunca jugaban a la guerra; no buscaban entre las cajas del mercado alguna tabla noble con la que luego construirse una espada de madera; ni sabían fabricar barcos de corchos para más tarde botarlos en el Muelle Comercio; ni tampoco soñaban con ser héroes legendarios y dejarse morir por la patria. Cuando iban a la playa, no sabían arrojar piedras desde la orilla y hacer que saltaran dos, tres, cuatro veces…hasta que se hundían agotadas en el mar. En verdad, las niñas no entendían nada; estaban llenas de ternura, y siempre lloraban por cualquier cosa. Yo, no podía entender porque siempre se empeñaban en jugar a ser madres, y hacer de sus muñecos sus propios hijos. Ellas, los peinaban, los lavaban, y les hacían ropitas e incluso les ponían lacitos azules y rojos… ¡Qué extrañas me parecieron siempre las niñas…!
Algunas veces, pintaban unas líneas en el suelo, y luego le añadían unos números; a continuación, colocaban una piedra plana en la primera casilla, y a la pata coja, se dedicaban a empujarlas con el otro pie hasta hacerla llegar a la casilla superior. Si alguna vez intente imitarles, fue tan solo por curiosidad, pero os aseguro, que en ningún momento me sentí identificado con sus juegos. Faltaría más… Sólo las niñas, podían tener la paciencia de subir y bajar por las cuadriculas del piso, empujando una piedra a la pata coja…
Las niñas, siempre andaban alrededor de sus madres. Parecían parte de ellas, como su continuación. Tenían un instinto innato para imitarlas, para aprender de ellas constantemente. Bien, pegaban un botón, cosían un dobladillo o le enhebraban una aguja. Ora, barrían, fregaban, hacían las camas…; ora, ayudaban en la cocina en preparar las comidas. Las madres y las hijas estaban en permanente comunión. Enseñar y aprender, esa era la relación en un aprendizaje mágico y lleno de sutilezas. Amor y entrega para más señas…Los niños, en cambio, nos educaban para otros menesteres más elevados. No podía ser de otro modo. Nosotros, los niños, nos preparaban para la calle. Para la guerra. Para ser duros e insensibles. Para no tener compasión. Para no llorar… ¡Señor! ¿Para qué nos educaban a los niños de entonces…?
En otras ocasiones, mientras dormían a sus muñecos-hijos, cantaban canciones que repetían incansablemente todas las tardes del año. Unas hablaban de una «muñeca vestida de azul y de un patio particular que cuando llovía solo se mojaba la mitad»; otras de «un militar llamado Mambrú, que se fue a la guerra y quedaba en el aire la duda de su regreso»:
«Mambrú se fue a la guerra,
que dolor que dolor que pena,
Mambrú se fue a la guerra,
no se cuándo volverá,
do re mi, do re, fa,
no sé cuándo volverá.
……………………………»
También le cantaban: «al trébol, a la noche de San Juan, a los enamorados…» Y las niñas, las delicadas niñas del patio, llenas de nostalgia de otras voces y de otras tardes, continuaban absortas, ausentes, cantándoles: a los soldados que regresaban de Cataluña de servir al Rey; a la luna, lunera cascabelera… A san Pedro y a san Pablo y a todos los Santos…Y a la “Virgen de las cuevas…que llueva, que llueva” …»
Es cierto, que nunca comprendí a aquellas niñas, y que quizás ya nunca las comprenda; pero en ocasiones, cuando en la paz honda de la tarde mis pasos se encaminan junto al mar, en el aire del ocaso, aún me parece oír, como un murmullo, el sonido imborrable de sus canciones…
A vosotras, a las niñas, a las delicadas niñas del patio, yo, os escribo cuatro poemas de amor, a saber: Primavera, Verano, Otoño e Invierno… Leedlo, encontradlos a continuación, pues, sabed, que ya no son míos, sino vuestros…
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