Categorías: Opinión

Negro y Blanco

En varias ocasiones  me han preguntado sobre el significado de los colores blanco y negro de la bandera de Ceuta. En realidad, nada tienen que ver con alguna característica propia de nuestra tierra. Sucede que cuando, en el año 1415, el Rey  D. Juan I de Portugal reconquistó  Ceuta, la bandera  que enarbolaban sus tropas era la blanquinegra, inicialmente de la orden religiosa dominica, y que por aquel entonces se consideraba la portuguesa, aunque haya quedado, al final, solamente como la de Lisboa. Los ceutíes se limitaron a hacerla suya.
Pero si quisieramos buscarle una significación concreta, podríamos atribuir a lo negro todo aquello que, para nuestra desgracia, nos perjudica y preocupa, y a lo blanco cuánto nos beneficia y anima. Entre lo de color negro está ese periodista de Galicia, de cuyo nombre no quiero acordarme, que no ha encontrado otra solución mejor para salir de la crisis que vender Ceuta y Melilla  al país vecino, supongo que por 85.000 millones de euros,  montante del déficit dejado  por ZP. El autor de tamaño desafuero  no tiene ni idea de lo que somos, e ignora además que uno de los valores esenciales consagrados en la Constitución española es el de la integridad territorial de la Nación, única e indivisible. Allá él, a  quien -como no podía ser menos- están poniendo como chupa de dómine muchísimos internautas a través de sus comentarios en la red. Su descabellada propuesta se integra en la parte negra de la bandera, mientras que los incontables apoyos que estamos recibiendo lo hacen en la blanca.
Otra noticia desafortunada se relaciona con las ponencias defendidas en el “V Congreso Internacional del Árabe Marroquí” celebrado en Madrid (precisamente en la “Casa Ärabe”, qué casualidad), donde dos “expertos lingüistas”, de cuyos nombres tampoco quiero acordarme, con un absoluto desconocimiento de lo que es -y tiene que seguir siendo- Ceuta, plantearon argumentos que, a su juicio, abogan en favor de una pretendida “cooficilidad” del mal denominado “árabe ceutí”, que no es más que el dariya, es decir, el dialecto hablado por millones de personas en el norte de Marruecos. Dicen, basándose en no se qué, que ese “árabe ceutí” viene hablándose desde la segunda mitad del siglo XIX. Supongo que para hacer tal afirmación se basarán en la ampliación de límites que se fijó en el Tratado de Uad-Ras, tras la victoria española en la  llamada “Guerra de África” o del 60.
Si consultamos una obra tan completa como es la “Geografía Urbana de Ceuta”, del Profesor Gordillo Osuna, podremos comprobar cómo, en los comienzos del siglo XX, y sobre un censo de algo más de 10.000 personas, solamente residían en nuestra ciudad doscientas con nombre árabe, es decir, menos de un 2% de la población. Y si a ello añadimos que el origen de esta minoría se encuentra en los moros mogataces de Orán, los cuales, al perderse aquella posesión y teniendo en cuenta su fidelidad a España, fueron trasladados a Ceuta  en los últimos años del siglo XVIII.  Se da la circunstancia añadida  -muy reveladora, además- de que estos mogataces hablaban el “amazigth” o “tamazigth”, que nada tiene que ver con el dariya, Es de suponer que, a lo largo de los años, los mogataces y sus descendientes fueran contrayendo matrimonio con mujeres marroquíes de las cercanías, y que éstas enseñaran ese dialecto a sua hijos. Pero, por ejemplo, hace tan solo cuatro o cinco años, mi buen amigo Chaib me comentaba cómo su centenaria abuela -descendiente de mogataces- seguía hablando el “amazight”.
Ceuta, por si no lo saben esos “expertos”, es una ciudad española sometida a las reclamaciones anexionistas de Marruecos. Está, por lo tanto, obligada a mantener y defender, por encima de todo, una serie de señas de identidad que la caracterizan como netamente española. Entre ellas, y de modo fundamental, el idioma castellano, el español. Tratar de confundir introduciendo como lerngua cooficial ese supuesto “árabe ceutí”, es decir, el dialecto dariya que se habla en el norte de Marruecos, sería como agrandar la ceremonia de la confusión, en beneficio de las ansias expansionistas de los vecinos. Además, la cuestión ya ha quedado resuelta por el Consejo de Europa, el cual, a la vista de los fundamentados informes remitidos por el Gobierno  de España (el anterior, de signo socialista, al que supongo que nadie osará tachar de ultra ni de facha), dictaminó que el “árabe ceutí” no existe, ya que lo que hablan los musulmanes aquí residentes no es ni más ni menos que el tan mencionado dariya. Volver sobre el tema no es más que ganas de fastidiar mareando la perdiz, máxime cuando, según la Constitución, solamente pueden ser cooficiales, en sus respectivas comunidades, las “restantes lenguas españolas”. ¿Desde cuándo el dariya es una lengua española?
En definitiva, esta descabellada propuesta pasa a formar parte del negro de nuestra bandera, máxime si se tiene en cuenta que, a mediados de los años 80 del pasado siglo, se siguió una política de otorgamiento de la nacionalidad española a los musulmanes aquí establecidos -dicen quienes lo saben que la mayoría de los beneficiarios de tal medida eran nacidos en Marruecos y producto de la mal controlada inmigración iniciada tras la independencia de dicho país- con lo cual, y de conformidad con el precepto constitucional, ellos y sus descendientes están obligados a conocer el idioma oficial de la Nación, es decir, el español.
Pese a las negruras de las dos noticias anteriores, ha habido otra que de modo indirecto, pero bien significativo, resulta reconfortante. Por fin ha ganado la liga de fútbol un club cuyos seguidores y cuyos jugadores no solo no se recatan en exhibir la bandera nacional, sino que lo hacen con orgullo. Cuando antes de ayer vi en televisión las imágenes del simbólico y multitudinario acto de Cibeles, en las cuales ondeaban numerosas banderas de España -entre ellas la que portaba Sergio Ramos en el autobús del equipo-, y que esa misma bandera figuraba también en las cazadoras que portaban los jugadores y en las bufandas que agitaban los hinchas, una de las cuales fue colocada por Casillas en la estatua de la mitológica diosa, me sentí feliz, como ceutí y, por tanto, como español.  En los tres años anteriores, el triunfo en la liga se había celebrado sin exhibirse  ni una sola bandera nacional, y no sería por falta de banderas blandidas, pero éstas eran distintas y distantes, como diría Calvo Sotelo.  Que se sienta la Patria de todos, aunque sea en la celebración de un título deportivo, es algo que favorece a Ceuta y que, en consecuencia, debe pasar a formar parte del blanco de nuestra bandera  
Siquiera sea por ese detalle, me permito terminar  esta colaboración con un “¡Hala Madrid!” que me sale del alma.

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