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Necesitados del Espíritu

aCincuenta días después de la Pascua florida, la Resurrección de Jesucristo, los cristianos celebramos Pentecostés, la Pascua del fuego, la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia.

El Espíritu es ese protagonista oculto de toda celebración auténtica: si falta Él no hay fiesta. De ahí que agradezcamos su presencia y pidamos su permanente asistencia. Pero por ser “protagonista oculto” también es el gran desconocido de muchos cristianos, aunque necesitamos de Él para poder serlo. La liturgia dice de Él que es “calor de vida en el hielo” (secuencia) y que apareció sobre los Apóstoles en forma de “lenguas como llamaradas”.
Fue una situación que viví en mi primera parroquia, hace años, la que me hizo comprender la necesidad que tenemos los cristianos de su presencia en nuestras vidas. En ese pueblo de Castilla del que yo era párroco, después de cuatro años de sequía llegaron las primeras lluvias muy oportunas para la siembra que se acababa de realizar (cereales, patatas, remolacha,...). Al poco tiempo, vinieron dos o tres días de helada que quemaron los primeros brotes de los árboles frutales y de las viñas. La helada es precisamente lo contrario del calor, es decir, lo contrario de ese término que utilizamos para describir la acción del Espíritu en nosotros.
Algunos pensaron que ya habían vendimiado ese año, que todo se había echado a perder. Pero volvieron de nuevo las lluvias, y con ellas la esperanza: desapareció el temor de las heladas. Pero esta tranquilidad no duró tampoco mucho tiempo, pues, día a día, íbamos comprobando que no dejaba de llover. Y tanto exceso de agua les inquietó de nuevo y comenzaron a preocuparse por la cosecha: "Padre -me decían- rece a Dios para que deje de llover, que si no se nos va a aguachinar todo" (algunos definen al labrador como aquella persona que se pasa la vida mirando al cielo: unas veces para ver si llueve, y otras para pedirle a Dios). Efectivamente, el exceso de agua pudre la semilla. De nuevo estaban inquietos, preocupados, temerosos de perder la cosecha. Porque la tierra, el campo, no sólo necesita agua; ¡necesita algo más!
Miedo, temor, inquietud... así también estaban los discípulos después de la muerte de Jesús. Ellos, como el campo castellano aquel año, estaban plenamente "empapados" de Jesús, eran los que más sabían acerca de él: durante tres años le habían acompañado; sabían todo lo que había dicho y lo que había hecho; habían sido sus mejores amigos. Como muchos de nosotros, que también sabemos casi todo lo que se puede saber sobre Jesús, pues de él estamos oyendo hablar desde que éramos pequeños. Sin embargo, después de la muerte de Jesús, los discípulos perdieron la paz y la alegría: "estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos", leemos en el Evangelio. A pesar de nuestros conocimientos sobre Jesús no es raro que nuestras vidas también caigan en el desánimo, la preocupación, el temor, la depresión, el vacío, la falta de sentido…
El conocimiento sobre Jesús -por abundante que sea- no basta, no es suficiente, como tampoco es suficiente el agua sola para el campo. La semilla, para crecer y germinar y desarrollarse, además de humedad necesita calor. Lo demás es tiempo perdido. Los discípulos también necesitaban ese "calor" que hiciera germinar en sus vidas todos aquellos conocimientos que tenían sobre Jesús. Necesitaban ese "calor de vida en el hielo"; y en Pentecostés sobre cada uno de ellos se posaron unas "lenguas, como llamaradas". ¡Recibieron el Espíritu Santo!
A partir de entonces todo cambia. Con la llegada del calor, el campo se llena de flores, la cosecha da un paso adelante muy notable. El temor deja paso a la tranquilidad, la preocupación a la paz; donde había tristeza, hay alegría; donde el miedo cerraba las puertas, la esperanza las abre. Y esto fue lo que sucedió con los discípulos: cuando el Espíritu se manifestó, unos hombres asustados y llenos de miedo, abandonan su situación y salen a la calle a decir su verdad a pleno pulmón y ante multitudes de personas: les hablan de ese Jesús de quien están tan "empapados". Y es que el Espíritu, como el calor para la cosecha, da la vuelta a nuestra vida. Y su ausencia nos hace exclamar: "mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro".
Por eso sentimos la necesidad de decirle: ¡Ven, Oh Santo Espíritu!, “entra hasta el fondo del alma”. Sabemos que eso no es tan fácil realizarlo, porque nos exige sacrificio: sólo puede entrar hacia nuestro interior en la medida en que nos vamos despojando de cosas y liberando de apegos. Es decir, en la medida en que nos vamos haciendo pobres y pequeños, en la medida en que nos vamos vaciando de nuestro propio ego. Necesitamos de él para que nuestra vida dé buenos frutos: los tocados por el Espíritu son hombres pacificadores, irradian paz, tienden puentes, facilitan la solución de los conflictos con el diálogo y la comprensión o el perdón. Su presencia es una gracia grande, pues Él viene siempre acompañado de paz y alegría, de luz y fortaleza.
El hombre de hoy, sumido en un mundo de hormigón, de técnica y de competencia feroz, siente la necesidad de tener una interioridad y, a la vez, de estar en comunión con los demás. Esa necesidad sólo puede ser satisfecha por el Santo Espíritu, en quien creemos y confiamos. Él también confía en nosotros: se quiere valer de nosotros para su acción santificadora y evangelizadora. El Espíritu es como la respiración: primero inspira aire, “recoge” a la gente, la une; después, “la espira”, la envía al exterior con la fuerza del viento, para que extienda la Verdad y la vida, propague la santidad y la gracia, desarrolle la justicia, el amor y la paz. Pero sin olvidarnos nunca de Él. Por eso… ¡Ven, Oh Santo Espíritu a cada uno de nosotros!

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