Pocos lugares hay en Ceuta tan bellos como el arroyo de Calamocarro. Es un espacio lleno de la vida que le aporta el agua que discurre por su estrecho cauce. Esta agua cumple una función fundamental en el complejo ecosistema de un espacio declarado Lugares de Importancia Comunitaria (LIC) y Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA) por la Unión Europea. El arroyo de Calamocarro alberga una amplia diversidad de especies de flora y fauna, destacando algunos tipos de anfibios y reptiles. No menos importante es la variada representación de árboles, algunos de ellos centenarios, como el conjunto de castaños localizados en las inmediaciones de la torre medieval de la Huerta de Regulares. Pasear por este lugar es una experiencia sensitiva y emotiva muy gratificante. Como pueden comprobar sigo hablando en presente del arroyo de Calamocarro, pues mi corazón y mi mente se resisten a hablar de este paraje en pasado. A mí, como a muchos ceutíes, se nos partió el alma el lunes cuando nos despertamos con la triste noticia de que este paisaje había desaparecido víctima de un devastador incendio. Necesitamos un tiempo de duelo para asumir la transformación de un lugar lleno de vida en un humeante manto de cenizas.
Siempre que perdemos a alguien que queremos salen a la superficie de nuestra conciencia el recuerdo de los buenos momentos que hemos compartido con quienes nos ha dejado. Así regresaron a mi mente mis caminatas solitarias por el arroyo, mis baños en algunas pozas, las exploraciones junto a mi amigo Jotono del corazón de este cauce natural o las excursiones que organizamos desde Ceuta Dreams, acompañados por el ornitólogo José Navarrete, para conocer los árboles centenarios conservados en este privilegiado hábitat natural de Ceuta. De todas estas actividades guardo las notas tomadas en mis cuadernos y una buena colección de fotografías. Para mí es un consuelo saber que he disfrutado de este espacio y que he procurado ser un fiel amigo y compañero suyo escribiendo sobre él y contribuyendo a difundir su valor y riqueza. Este sentimiento se entremezcla con la profunda tristeza que me produce pensar que este lugar tardará mucho tiempo en recuperarse y que hay muchos árboles que han desaparecido abrasados por las llamas. Yo al menos podré reconstruir este templo natural gracias a mis recuerdos, pero muchos ceutíes del presente y del futuro no podrán hacerlo tras su dramática destrucción.
Es muy habitual que los humanos valoremos las cosas cuando las hemos perdido. Creemos que siempre nos van a acompañar las personas y lugares que amamos, pero, por desgracia, pocas cosas pueden resistirse al empuje de la entropía. Pienso que el aprecio que sentimos por los monumentos históricos o naturales, -como los castaños centenarios que se han quemado en Calamocarro-, se debe en parte a la admiración que sentimos por ellos al haber sido capaces de vencer al tiempo. Estos árboles centenarios, como escribió Walt Whitman en su diario, nos dan, sin hablar, importantes lecciones para la vida. Para ellos no existen las apariencias y gracias a su vitalidad desafían, como dijo el sabio Walt, “tanto todas las tormentas, como una pequeña bocanada tempestuosa”. Yo comparto la opinión de Whitman de que los árboles sí hablan a quienes tienen oídos para los escucharlos. También creo que las dríadas y hamadríadas que los habitan son tan reales como cualquier otra cosa. En casi todas las ocasiones que sólo o acompañado he visitado los castaños centenarios he leído el pasaje “la lección de un árbol” de Walt Whitman y he invitado a reflexionar sobre el alma de estos árboles. En estos momentos me gustaba fijarme en la mirada de las personas que rodeaban a los castaños y observar ese brillo que surge en los ojos cuando nos emocionamos. Estas profundas emociones nos hace sentir vivos y dan la razón a Marco Aurelio cuando escribió que “la virtud no es sino una viva y entusiasta armonía con la naturaleza”.
En mundo tan cosificado y desalmado como el nuestro hemos desposeído a la naturaleza de la condición sagrada de la que ha gozado durante buena parte de la historia de la humanidad. Todo se ha vuelto inerte y desanimado. El principal motivo de este cambio en nuestra percepción de la naturaleza es que nos hemos vuelto insensibles ante su sabiduría y belleza. Hemos dejado de ver porque hemos perdido el contacto regular como la luz, el aire, los animales y las plantas. Nuestro entorno cotidiano en la escuela, el trabajo y en las calles resulta poco hospitalario para la naturaleza. El arbolado es asimilado al mobiliario urbano y en muchas ocasiones maltratado. Muchos parques carecen de vegetación y las paredes de hormigón ocultan las privilegiadas vistas de Ceuta. Esto tiene fácil solución en una ciudad como Ceuta en la que a pocos minutos andando puedes llegar a lugares tan llenos de encanto como el Monte Hacho. Sin embargo, el disfrute de la naturaleza sigue siendo una actividad poco practicada en nuestra ciudad. No obstante, hay que reconocer y valorar el trabajo de las asociaciones senderistas de Ceuta que han logrado, en pocos años, animar a un número significativo de ceutíes a pasear por las numerosas sendas que invitan a adentrarse en la naturaleza ceutí.
Sin dejar de reconocer los cambios positivos en el acercamiento a la naturaleza pienso que no son suficientes para garantizar la conservación de nuestro importante legado natural. Para lograr este objetivo necesitamos una reorientación general en nuestro modo de vida. Debemos entender a la naturaleza no como algo estático e inerte, sino como una espiral vital que crece y se desarrolla al mismo tiempo que lo hace la humanidad. Nosotros transformamos a la naturaleza y estos cambios nos afectan de manera directa a nosotros y al resto de las especies con las que compartimos este planeta llamado tierra. El motor de estas transformaciones es la economía y ésta lleva tiempo conspirando contra la naturaleza ante nuestros ojos y contando con nuestra conformidad y complicidad. Por desgracia, los ideales sociales, económicos y políticos que rigen la sociedad actual están alejados de la ética y de la defensa del principal bien común que tenemos: la tierra. Por tanto, el primer paso que tenemos que dar debe llevarnos a una formulación y realización de nuevos ideales a través de lo que Patrick Geddes denominó la “iglesia militante”. No se trata de una movimiento religioso, sino cívico. Por lo que apostaba Geddes era por el nacimiento de una ciudadanía con los sentidos despiertos y amantes de la naturaleza, así como interesados por la cultura y el arte.
Yo hace tiempo que deje de confiar en la política institucional, pero mantengo mi esperanza en la fuerza de la sinergia colectiva para lograr una vida plena y significativa para la mayoría de las personas e iniciar un proceso de restauración de nuestro patrimonio natural y cultural. No nos queda margen de tiempo para comenzar a actuar. Ahora, más que nunca, cobra sentido el lema de Geddes: “aprendemos viviendo”. O como dijo en uno de sus escritos “solo pensando las cosas a medida que se las vive, y viviendo las cosas a medida que se las piensa, puede decirse de un hombre y de una sociedad que piensan o viven de verdad”. En definitiva, lo importante en estos decisivos momentos que estamos viviendo en Ceuta y en el resto del mundo es mantener una permanente interacción entre pensamiento y acción. Cada uno de nosotros debe emprender un proceso individual de autoexamen, autoeducación y autocontrol a la vez que vamos modificando la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Los cambios no van a ser rápidos ni fáciles de lograr. No nos queda más remedio que asumir en silencio nuestra propia carga y responsabilidad, que pasa por simplificar nuestra rutina diaria y asumir las responsabilidades públicas que tenemos todos los ciudadanos.
Nos hemos acostumbrados a delegar nuestras responsabilidades como ciudadanos en unas instituciones políticas cada día más costosas, ineficientes, opacas, “tecnoburocráticas” y alejadas de su principal objetivo que debería ser velar por el bien común. Sin duda son importantes logros colectivos contar con servicios educativos, sanitarios, policiales o de bomberos, pero la orientación general de la política sigue estando dominada por lo que Lewis Mumford denominado el Pentágono del Poder, es decir, por la perpetuación del propio poder político, la propaganda, la exaltación del líder y la facilitación de la obtención de enormes beneficios en determinados sectores concretos de la economía, como la construcción o la banca. ¿Quieren un ejemplo? Observen la cantidad de dinero que se dedican a todo tipo de obras, algunas de ellas a todas luces innecesarias y caprichosas, como la remodelación de la Gran Vía, la Plaza de África y las calles adyacentes, y los presupuestos destinados a la conservación, protección y restauración de nuestro maltrecho patrimonio natural y cultural.
Ha llegado la hora de que los ciudadanos exijamos un cambio de rumbo en la política local. Hay que despegar la mirada de las losetas de granito y las pantallas de los móviles para empezar a mirar a nuestros bienes culturales y naturales. Llevan tiempo reclamando nuestra atención y las autoridades siguen dándole la espalda. ¿Cuántas hectáreas más de monte tienen que arder para poner al día los documentos de gestión y atender las necesidades de limpieza, mantenimiento y restauración de los espacios naturales de Ceuta? ¿Cuántos bienes culturales se van a derrumbar, como el castillo de San Amaro, antes de que la Ciudad Autónoma emprenda un plan global de protección y conservación del patrimonio cultural local? Los ciudadanos no podemos permitir que estas preguntas queden sin respuesta. Es hora de ser valientes, alzar la voz y luchar por nuestro patrimonio natural y cultural “a solas con el esfuerzo de todos”, como rezaba en el juramento que hacían los jóvenes atenienses al alcanzar la condición de ciudadano. Un juramento que terminaba con el siguiente compromiso colectivo: “transmitiremos esta Ciudad mejor y más hermosa de lo que nos fue transmitida a nosotros”. Nosotros, claramente, no estamos a la altura de esta obligación y es muy probable que las próximas generaciones no lo echen en cara.
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