Opinión

Naufragio francés en aguas de Ceuta hace 328 años

El 21-03-1692, una escuadra francesa de 16 navíos de guerra zarpó del puerto de Tulón hacia Brest, para apoyar la invasión de Inglaterra por tierra con la que Francia pretendía reponer en el trono inglés al derrocado Jacobo II. Al pasar por el Estrecho de Gibraltar un fuerte temporal desvió sus buques hasta los isleros (rocas en el mar frente al cementerio de Santa Catalina de Ceuta), donde encallaron varias naves, entre ellas, L´Assuré y Le Lage. En el naufragio murieron ahogados 317 franceses, salvando la población de Ceuta a otros tanto, pese a que España se hallaba en guerra contra Francia. Uno de los supervivientes escribía una amorosa carta a su mujer que, tanto por los 328 años que desde entonces han transcurrido como por el relato de cómo sucedió el naufragio, creo que es un documento histórico de primera magnitud, que hace años encontré en una revista divulgativa de historia naval. Además, honra la hidalguía del pueblo español, junto con la magnanimidad y hospitalidad de Ceuta y su población, que ayudaron a salvar muchas vidas, pese a que Francia fuera entonces nuestra enemiga. El texto íntegro de la carta es el siguiente:

“En Ceuta, el 4 de junio de 1692. En la Casa del Gobernador. Amor mío: Como puedes ver estoy vivo. No puedo imaginar tu sufrimiento durante tantos y tantos días al no conocer mi destino. Te pido disculpas con toda la fuerza de mi corazón, pero sólo quiero que sepas que tu pesar no habrá estado demasiado lejos del mío propio por no haber podido escribirte antes y paliar así tu pena. No sé qué información exacta tendrás allá en nuestra queridísima Colliure sobre el paradero de los navíos perdidos en el Estrecho de Gibraltar, pero como he sido testigo directo de tales acontecimientos, permite que sea yo el que te informe de lo que ocurrió en la horrible noche del 18 de abril cuando me encontraba a bordo del Assuré.

Como bien sabes, pues me honraste con tu bendita presencia en nuestra despedida en el puerto de Toulon (cuando cierro los ojos aún puedo verte agitando el pañuelo entre la multitud, una rosa en el centro de un interminable prado de hojas secas), nuestra flota, formada por 16 navíos al mando del duque d’Estrées (¡que el Señor no lo haya llamado aún a su lado!), ponía proa a Brest. Nuestro glorioso cometido no era otro que el apoyar el desembarco de treinta mil franceses en Torbay y así comenzar con la conquista de la isla del pérfido inglés, por lo que con todo el trapo en la jarcia y nuestros mejores deseos, comenzamos a soñar con que nos convertiríamos en la punta de lanza de Su Majestad, Luis XIV, al que el Todopoderoso bendiga durante muchos años.

Después de días de travesía, en perfecta formación, con multitud de fiestas a bordo y brindando una y otra vez en nuestras cabinas y camaretas por la victoria, el 14 de abril, con la costa española a estribor, el Ardent avistó velas en el horizonte, y los gritos de entusiasmo se sucedieron a lo largo de toda nuestra línea al reconocer el pabellón inglés. El conde, desde su insignia, el Sceptre, ordenó caza general, y nuestros navíos más veloces, el Precieux y el Fortune, dieron alcance a las dos embarcaciones enemigas apenas finalizada la noche, dando tiempo al resto de la escuadra a batirlos muy dignamente. Una de las presas quedó tan dañada que nos vimos obligados a quemarla, pero nuestro líder, d’Estrées, envió un mensaje a todos los navíos con la frase “ya habéis probado la sangre inglesa. Paladeadla y sabed que nos espera más en las aguas del Canal”. Nuestros gritos de júbilo fueron la respuesta. Pero conforme llegábamos a las aguas del Estrecho de Gibraltar, el fuerte viento del oeste y una bajada considerable de la presión en el barómetro, hizo que el conde mandara a los capitanes a bordo del buque insignia para tomar una decisión sobre el peligro que podía suponer el pasar al Atlántico en tales condiciones.

Nuestro capitán, Chaurenaute, a la vuelta al Assuré, nos informó que finalmente la decisión había sido la de seguir adelante, a pesar de que los capitanes Misand, del Invencible, y Pallieres, del Bon, marinos de reconocido prestigio, se habían opuesto con educación pero firmeza, avisando de la peligrosa acción del viento en estas aguas. La lluvia y un imponente oleaje nos recibió en la mañana del 18, y los navíos más adelantados se perdían tras montañas azules rotas por la espuma, lo que provocaba miradas poco reconfortantes entre los más veteranos a bordo. Además, el viento, que llegaba del noroeste, nos empujaba hacia la costa africana, y por mucho que lo intentábamos no podíamos evitar que la amenazadora tierra, por sotavento, fuera cada vez más visible. Para colmo llegó la noche, y con ella, una poderosa granizada que dificultaba aún más nuestras maniobras.


Nuestra preocupación se multiplicaba, ya que, además de evitar que nuestra nave encallara, teníamos que estar pendientes de no chocar con alguno de nuestros propios navíos. De hecho, pasada las nueve de la noche, y cuando me encontraba con mi guardia del trinquete recogiendo vela para que el palo no se rompiera por la fuerza del viento, surgió entre la oscuridad y las olas que inundaban buena parte del castillo la figura del espejo de popa del Superbe. Aún no sé cómo pudieron oírnos desde el alcázar, ya que el silbar del viento con la jarcia nos convertía en sordos por una noche, pero aún así el segundo teniente De Vincelles, que en ese momento gobernaba el timón con la ayuda de dos fuertes marineros, reaccionó para que nuestro buque evitara la colisión. Pero fue peor el remedio que la enfermedad, ya que perdimos la posición y nuestro bauprés señalaba hacia tierra firme mientras oíamos a popa el estampido de los cañones de nuestros buques para señalar su posición.

Pudimos distinguir las murallas de una ciudad, y bien definidas la figura de los cañones que la protegían. Pero en vez de recibir sus balas sobre nosotros, parecía que los habitantes hacían todo lo posible para evitar que nos estrelláramos, con numerosas luminarias para guiarnos en la medida de lo posible e impedir el desastre. Pero era imposible. No había nada que hacer, el viento seguía acercándonos a nuestro macabro destino, y pude ver a nuestro capitán, paralizado mientras se agarraba a un obenque, con la mirada perdida hacia la muerte que nos aguardaba. Un horrible crujir de madera, como si cientos de troncos de un bosque entero se partieran a la vez, se oyó sólo unos segundos antes de que todos a bordo rodáramos por cubierta al detenerse en seco el Assuré.

Habíamos encallado. Nuestro navío se escoró peligrosamente, y reaccioné justo a tiempo para evitar que un cañón de hierro de 18 libras, que se había soltado de su atadura en la cureña, terminara enviándome a las profundidades del mar. Una vez logré ponerme a gatas, pues era casi imposible mantenerse en pie, estudié la situación y era dramática, ya que la fuerza del choque había hecho caer sobre nosotros el palo mayor y el trinquete (el mesana, milagrosamente, continuaba en su sitio), y nuestro navío estaba a merced de las olas, a la deriva tras liberarse de las rocas que habían destrozado a buen seguro la quilla. Como pude bajé a la entrecubierta, y allí el espectáculo era sencillamente horrible. Los cañones de bronce de 24 libras estaban sueltos y rodaban con estruendosos quejidos, como demonios, destrozando todo lo que encontraban en su camino. Prefiero no darte detalles sobre lo que pude ver ahí abajo, mi amor, pero nadie había quedado con vida después de que toneladas de metal hubieran arrasado madera y carne sin distinción.

Di gracias a Dios porque buena parte de los marineros se encontraran en ese momento en cubierta para tratar de gobernar el buque, pero aún así el destrozo había sido considerable, y alguno de esos monstruos de bronce había destrozado una porta por la que entraba cantidades enormes de agua, lo que terminaba de sentenciar al Assuré. Había que pensar en la evacuación. Al menos tres cuartas partes de los hombres no sabían nadar. Pero cuando volví de nuevo al exterior, con el granizo azotándome la cara y tratando de mantener la estabilidad comprobé, con horror, que la proa estaba prácticamente hundida, y que muchos de nuestros marineros, a la desesperada, se lanzaban al agua como si Dios fuera a salvarles milagrosamente de una muerte segura. Con la vista traté de buscar a otro oficial, pero sólo pude ver a De Guidy, alférez de navío, improvisando un ventaje para un soldado al que le sangraba la cabeza. Sin apartar las manos de la cabeza de aquel desdichado, De Guidy, que evitaba mirarme a los ojos, me dijo que tanto el capitán como casi todos los oficiales habían embarcado en un bote y puesto rumbo a alta mar en busca de un navío de nuestra escuadra, dejándonos por tanto al resto definitivamente condenados.

Tan absorto me quedé que no fui consciente de que el Assuré escoraba a estribor tan rápido que antes de que nos diéramos cuenta los pocos que quedábamos en cubierta nos sumergimos en las frías aguas para compartir destino con nuestros compañeros ya ahogados. Amor, me sentí morir. Mis ropajes y pesadas botas me impedían nadar con comodidad, y me encontré rodeado por la muerte, una muerte fría, negra, infinita, que me acogía en mi desesperado intento por alcanzar la superficie. Querrás saber mi vida que cuando ya me faltaba el aire, cuando ya sabía que jamás volvería a ver la luz, no pensé en que ya no volvería abrazar a nuestro hijo, a pisar la hierba, a cabalgar a lomos de mi yegua Circe o a sentir el dulce viento salado sobre una embarcación a muchos nudos de velocidad.

No. Con las pocas fuerzas que me quedaban me esforcé, ¡me obligué!, a pensar en ti, para que cuando la eternidad me atrapara me encontrase pensando en ti, mi amor, feliz por haberte amado hasta el último momento. Pero a veces la fortuna es la mejor aliada de la desesperación, y cuando ya perdía el sentido noté cómo una mano me agarraba por el pelo y me alejaba de las profundidades antes de sumirme en un profundo sueño. Para cuando desperté, y después de llegar a la conclusión tras reflexionar profundamente de que no estaba muerto y que aquel sacerdote que me observaba no era San Pedro y el caballero rubio que se encontraba a su lado no era un ángel, oí a éste relatarme que me habían salvado del naufragio de mi navío, que su nombre era Abel Mesi, de profesión traductor, y que me encontraba en la ciudad española de Ceuta.

Una vez recuperado, te alegrará saber que pese a que Francia y España se encuentran en guerra, el Gobernador de la Ciudad, el señor don Francisco Bernardo, un veterano de los tercios y que pese a estar lisiado de un brazo (un mosquetazo) ofrece un aspecto imponente, nos ha recibido en su casa a mí y a los oficiales supervivientes del Sague, que también encalló, pero con más suerte que nosotros, puesto que no se fue al fondo del mar y se rescató a oficiales, marineros y buena parte de la artillería. El Assuré no tuvo tanta fortuna, y se calculan que al menos unos trescientos hombres han podido perecer ahogados en el desastre (unos cincuenta nos hemos salvado gracias al socorro llegado desde la propia ciudad). Una desgracia que espero que acompañe al cobarde del capitán Charenaute el resto de sus días. Por mi parte, y mientras espero que se aceleren los trámites que nos devuelvan a Francia, aprovecho, con un permiso del Gobernador, para pasear por la ciudad mientras aguardo el día que pueda volver a tus brazos.

Mato el paso del tiempo con mi misa diaria en la ermita de Santa María de África, y todos los días visito en la Casa de la Misericordia al que se ha convertido en mi amigo De Guidy (la desgracia crea los lazos más poderosos), que logró sobrevivir a costa de una pierna que aplastó uno de los cañones de bronce de nuestro barco. Cuando puedo, camino más allá de la puerta que conduce hacia el barrio que aquí llaman Almina, y ando entre sus viñas y huertos para observar la que he podido saber es la tumba de tantos y tantos compañeros: los Isleos de Santa Catalina. Y aquí querida mía, en tierra enemiga, tan lejos de ti y de tus labios, quiero decirte que mi corazón, tras sobrevivir a la muerte, jamás se ha sentido más cerca de ti. Y no hay tiempo para más, querida mía. Con amor se despide, siempre tuyo: Guillaume Roland Deugeudon, teniente de navío del Assuré. Naufragado en Ceuta”.

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