Opinión

Naturaleza primigenia

Paseando el otro día por el monte García Aldave encontré en mitad de una senda lo que parecía una pieza lítica prehistórica. Fue algo extraño, pues estaba a la vista de todas las personas que con frecuencia pasean por este camino. Bien es cierto que para un profano no resulta fácil distinguir un útil prehistórico de una simple piedra, por más que está ofrezca una forma sugerente. En ocasiones, para determinar si se trata de una pieza tallada por la mano del hombre o un mero capricho de la naturaleza, es necesario observarla mediante un microscópico electrónico y que lo haga un avezado especialista. En mi caso tengo la enorme ventaja de haber cursado estudios de prehistoria y arqueología y, aunque nunca me he dedicado a la prehistoria, estoy mucho acostumbrado a identificar objetos del pasado.

El hallazgo del posible útil prehistórico me animó a explorar el entorno con más detalle. He paseado en muchas ocasiones por este sendero, pero no me había fijado en el gran número de piedras visibles en la ladera procedentes de unos afloramientos rocosos situados en la parte superior de esta zona. Subí hasta allí para observar más de cerca estas rocas de aspecto pizarroso, aunque mucho más endurecidas, como el aparente bifaz con el que me había topado de manera sorprendente. Las rocas -que luego he sabido gracias a mi amigo el geólogo Paco Pereila que se trata de filitas- presentan inclusiones de cuarzo, lo que hace que las filitas sean más duras y resistentes. En uno de los grandes bloques rocosos se observa una estratificación en niveles de unos quince centímetros de potencia. Esta estratificación de la roca favorece que resulte fácil extraer núcleos para la talla de útiles líticos. No obstante, esta posibilidad no significa que podamos afirmar que este afloramiento sirviera en tiempos prehistóricos para la obtención de materia prima para la fabricación de elementos de industria lítica.

Después de un rato merodeando entre grandes bloques de roca, me senté sobre una piedra situada a escasa distancia de dos jóvenes alcornoques que han echado sus raíces entre las rocas. Me sentía como un eremita o un hombre de la prehistoria para quien la naturaleza era su hábitat. Nuestros ancestros prehistóricos no conocían lo que nosotros llamamos civilización, con sus abarrotadas y ruidosas ciudades. El ser humano debía sentirse insignificante entre la amplia diversidad de formas de vida que le rodeaba. En nuestro tiempo, por el contrario, la mayoría se ha vuelto soberbia y codiciosa al crear un hábitat artificial donde es la especie dominante y casi única. Los paisajes urbanos son estériles y monótonos, mientras que los naturales están en continua transformación.

...Los rayos solares penetran entre las ramas de los pinos cargados de aves cantoras dorando los troncos y creando constante belleza. El asombro, como escribieron C.G.Jung y Joseph Campbell, es la antesala de la espiritualidad. La ciencia nos ha traído más salud y mejores condiciones de vida, pero nos ha hurtado la capacidad de reconocer la mano divina en todo lo presente. La curiosidad del ser humano se despierta en la naturaleza. En este entorno surge la transcendental cuestión del sentido de la vida.

Mi interés por el afloramiento rocoso me empuja a subir de nuevo la ladera para ver más de cerca una curiosa pareja formada por una enorme piedra y un maduro alcornoque, acompañados a pocos metros por un centenario pino. Me ha resultado llamativa esta combinación de símbolos tan potentes como la piedra y el árbol. La piedra es una imagen arquetípica del núcleo central de nuestro ser, el sí-mismo; y el árbol representa al Axis Mundi (Eje del Mundo) que conecta la tierra y el cielo.

Un sendero pedregoso me lleva hasta una pared rocosa que parece un cuadro abstracto. Es curioso que este camino me haya insistido tanto en que lo siga y me ha devuelto al mismo punto en el que he pasado un buen rato escribiendo. Tengo la sensación de que me ha hecho volver porque todavía tenía que contarme algunas cosas. En este momento entiendo que la pieza lítica era sólo un señuelo para que subiera a este lugar. Los alcornoques me cuentan que los pinos que pueblan la ladera son más elevados, sin embargo, me aclaran que ellos son descendientes directos del bosque primigenio de Ceuta. Sus antepasados le hablaron de los primeros humanos que merodearon por este bosque. Estos iban en grupos pequeños observándolo todo. Las mujeres prestaban más atención a las plantas y los arbustos. Aprendieron a reconocer los vegetales comestibles y saber cuándo era el momento de recolectar los piñones y las bellotas que ofrecemos en otoño los alcornoques. Los niños y niñas se entretenían corriendo de un lado a otro bajo la atenta mirada de los padres y del grupo. Les encantaba subirse por las ramas de nuestros parientes y explorar nuevos caminos. También dedicaban parte de su tiempo a partir los piñones con piedras para extraer los frutos. Fueron los padres quieren se dieron cuenta de este afloramiento de rocas y subieron, como lo has hecho tú esta mañana, para reconocerlo de cerca. Comprobaron que era fácil de extraer núcleos de piedra y tallarlo, así como resultaban suficientemente resistentes para fabricar con estas rocas útiles con los que proceder al despiece de los animales que cazaban. El hueso que he visto junto a la piedra era otra señal para que me sentará a escucharles hablar de nuestros ancestros.

Estoy seguro de que nuestros antepasados prehistóricos vivían muy bien aquí. La temperatura es suave desde el holoceno (12.000 a.C. aprox.), lo que les permitió vivir a la intemperie en primavera y verano. Los arroyos llevaban agua varios meses al año y tenían localizados suficientes manantiales que daban agua todo el año. La comida tampoco era un problema. La caza era abundante y los bosques generosos en tubérculos comestibles y frutos silvestres. El mar también era una fuente de alimentos fundamentales para la supervivencia del grupo. Les encantaba portar collares de conchas marinas y los jefes colgaban de sus cuellos dientes de cachalotes y colmillos de jabalíes. Los cetáceos que varaban en el litoral sorprendían a estos humanos y reforzaba su concepción sagrada de la naturaleza. Observaban con expectación los resoplidos de los grandes cetáceos y disfrutaban de las cabriolas de los delfines que no temían acercarse a la costa. El paso de las rapaces también les fascinaba. Casi podían tocarlas con las manos en determinadas ocasiones.

Cuando llegaba la noche recogían las ramas que se nos caían, siguieron contándome los alcornoques, y encendían sus hogares. En torno al fuego los mayores contaban mitos y leyendas sobre las figuras que en el cielo nocturno dibujaban las estrellas. En las noches de luna llena emprendían caminatas nocturnas y se asomaban desde los acantilados para contemplar el mar plateado. Esos días se acercaban hasta lo que hoy llamamos el monte Hacho y desde este promontorio disfrutaban del ocaso del sol y del amanecer de la luna. El entusiasmo era increíble: cantaban y bailaban con una sonrisa en la boca y una alegría compartida que compensaba las habituales tristes ocasiones en las que moría alguien del grupo. Los enterraban en pequeñas cuevas como las de Benzú y cuando el grupo decidió cambiar de residencia desenterraron a sus antepasados y se llevaron sus restos con ellos. En la referida cueva de Benzú se dejaron la falange de un dedo y un diminuto aro esculpido en la piedra negra del Sarchal.

Mi atenta escucha a lo que me contaron los alcornoques tuve que interrumpirla para regresar a la “civilización”. Mientras regresa al centro de Ceuta pensaba que había experimentado una sincronía muy significativa, ya que el hallazgo casual del útil lítico coincidió con el octavo aniversario del descubrimiento del talismán con la representación de la Gran Diosa en la calle Galea. Pienso que el mensaje que he recibido gracias a esta sincronía es que debo retrotraerme aún más en el pasado para entender el espíritu de Ceuta. Las fuerzas profundas fueron muy insistentes para que me sentara a escuchar lo que lo que los árboles querían contarme sobre los grupos humanos que habitaron Ceuta durante la prehistoria.  Sentí que ellos conocieron y disfrutaron de manera íntegra y plena de toda la belleza, la sacralidad y la belleza de Ceuta.

Al igual que Henry David Thoreau y mi querido amigo Óscar, me interesa mucho reconstruir, gracias al conocimiento científico y a la imaginación, la naturaleza primigenia de Ceuta. La historia de los primeros pobladores de Ceuta se ha transmitido de generación en generación de árboles y de otras criaturas de bosque. Cuento los días para volver a sentarme a escucharles. Presiento que los que tienen que contarme será de gran ayuda e inspiración para superar los grandes retos ambientales a los que nos enfrentamos en la actualidad.

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