Música de FONDO

El niño miraba por el alto ventanal que le permitía extasiarse con el Mediterráneo que se le metía en los ojos, a pesar de los tupidos cortinajes. Le rodeaban varios objetos conocidos y que le hacían volar al pentagrama, a la melodía al ritmo: dos pianos (uno de ellos muy maltrecho), un podio desvencijado, atriles medio inutilizados, unos timbales…Parecía un paisaje después de la batalla.
Sobre esta plataforma o escenario de madera  accede a un aula o clase donde casi todos los días la música impera. Unas veces audible, otras silenciosa. Es sábado y toca la asignatura de Armonía que imparte en esta ocasión doña María Luisa Aranda, aunque  la mayoría de las veces es don Ángel García Ruíz el que intenta meterle en la cabeza a los alumnos los secretos de tan compleja materia.
Esta observación del medio que rodea al niño no es silente, se oyen muy cerca los instrumentos de madera y metal de lo que identifica como una agrupación militar, tan normal en Ceuta, más que con una orquesta. Sin duda se trata del ensayo semanal de la Banda de la Legión (La Música), bajo la dirección de su titular, también don Ángel, el profesor al que se refería antes. Al principio suena descoordinado, incluso desafinado, pero al poco todo se transforma y un popular preludio de zarzuela interrumpe el graznido de las gaviotas y las acompasadas olas de la cercana Fuente Caballos. El otro día oyó al director decir que la semana próxima tiene concierto con la Sinfónica y que ha ir a Tánger para contratar instrumentistas porque lo que hay  aquí no  es suficiente. Además será una cita muy especial puesto que deben acompañar a una ejecutante de piano de mucha fama, se llama Pilar Bayona en un programa complejo de música de este siglo. Estaba preocupado con su semblante más sombrío, que espanta a cualquiera que se le acerque.
Desde el frente del escenario el niño contempla el Salón, de unas cien butacas, sobre el piso de corcho que de vez en cuando se ve iluminado por los rayos de la tarde lo que hace ascender unas motas de polvo como a un metro de altura. La semana pasada estuvo jugando con la hija de doña Lolita, la profesora de Solfeo, y con su amiga Montsy, a sortear las filas de sillas a la carrera porque les perseguía la mole del Sr. Talavera, subalterno del Conservatorio, que  les decía que allí no se jugaba. Ahora observa a este señor, al fondo de la sala, leyendo el periódico, mientras canturrea con su voz de bajo no sabe que romanza de zarzuela. En días señalados el silencio de este espacio se transforma en música por arte de magia, merced al movimiento de la batuta de don Ángel y la respuesta inmediata de violines, cellos, fagots, trompetas, saxofones y otros objetos capaces de hacer música. Ésta se hace imagen en las fotos de todo el perímetro de la sala: Bizet, Mozart, Rossini, Pedrell, Verdi.
Le viene a la memoria inmediata como en este escenario se hacen las exhibiciones de los alumnos el día de Santa Cecilia. Recuerda su miedo ante el piano, el temblor de sus manos al comienzo de la pieza de Mozart, aunque a su lado respire tranquilidad su compañera Gloria. Se compara, y se desazona, después de haber visto y oído a Covadonga y a Guadalupe, que dieron una lección de maestría ante la sorpresa del público de madres, padres y hermanos, que suelen ser los habituales de esa sesión. Lo recuerda con afecto, aunque casi todo el día se lo pasase en el Conservatorio.
Trasponiendo las batientes que dan paso al Salón se encuentra en el espacio reservado a las otras clases, piano-violín y solfeo. A su izquierda está la habitación que da cobijo a la enseñanza del instrumento rey. Los profesores son doña Adelina Pérez, de un carácter fuerte, que pocas veces habla con los alumnos; la semana pasada le dijo al niño si iba a ser ATS, como su padre, a lo cual éste no supo que contestar: le parecía que esa pregunta encerraba una inhabilitación de hecho a sus sueños de pianista. Otro día de la semana es don Enrique Cobos, más en las nubes que en la tierra, el que enseña. Por cierto, Pedro Alemany, alumno aventajado, contaba el otro día como don Enrique va mostrando una foto suya al lado del monumento a Chopin en el cementerio parisino de Pere Lachaise, que se hizo el pasado verano, signo de su reverencia por el compositor polaco.
El aula de piano se comparte un par de días con el aprendizaje del violín, que realizan los profesores don Ramón Bellas, de exquisita educación  y sensibilidad musical, primer violín de la Sinfónica de Ceuta, y don Salvador Prado, un personaje muy especial, con su sordera y mal genio, que es de la opinión de que el que no tiene  oído no debe estudiar el instrumento de Paganini.
Frente al Salón se halla en la clase de Solfeo, con don Francisco Servat, sacerdote bondadoso y gran fumador de picadura. El canta la lección con los que solfean: su voz con acento catalán se levanta por encima de los niños. En ratos pedidos compone, a él se debe el himno de la Virgen de África, que suele cantarse en la novena en su honor. Doña Paquita Fernández, doña Remedios Aguilar y don Andrés del Rio, acompañan a don Francisco en las funciones pedagógicas de esa introducción musical.
El niño observa algo que no se explica: los servicios están cerrados a cal y canto. No se entiende qué puede hacerse cuando la necesidad achuche. Le pregunta al conserje que le responde  muy serio que no se pueden utilizar porque no hay agua, no hay dinero para eso.
En la parte derecha de la gran Sala reside el núcleo administrativo del Conservatorio: la Secretaría y la Dirección, que se comunican por una puerta medianera. La dirección tiene todo su pequeño espacio ocupado por una sesión del claustro de profesores. En la  mesa central se instala don Ángel que dirige la palabra a sus colegas convocados alertándoles de que la próxima semana llegará a Ceuta el padre Otaño, Comisario de la Música, para realizar una inspección al Centro. Se dispone la comisión que le ha de acompañar en su recorrido por las clases. La luz que penetra por el ventanal cerrado, para  evitar la algarabía del Paseo Colón, ilumina el escaso mobiliario del lugar: aparte de la mesa , donde figuran su mismo retrato y el del pianista Leopoldo Querol, una pequeña librería donde se observan unos pocos ejemplares de partituras, métodos y teorías con una enciclopedia de la Música, una docena de sillas y un perchero. En la habitación de al lado se oye la máquina de escribir del Sr. Quiroga, funcionario del Ayuntamiento con extensión laboral en el Conservatorio, que, a cuestas con su papeles apiñados en la mesa, conversa consigo mismo sobre el retraso de las nóminas de este año.
El niño se voltea para cerciorarse que lo ha examinado todo. Pone camino hacia la salida, baja la empinada escalera, se detiene en la barandilla del primer piso para observar los ruidos de voces y cucharillas agitadas que ascienden de la cafetería, donde las ropas occidentales se mezclan con las chilabas de las gentes del territorio vecino a la espera de los autobuses de la Zona. Termina por descender y salvar la puerta. Queda atrás el Conservatorio, con su descuidada puerta y su cristal superior medio roto donde se lee “Conservatorio Oficial de Música y Declamación”. Enfila hacia el Revellín, pensando en la película que ponen en el Cervantes y en el cubilete de merengue que se comerá en La Campana.