El pasado martes en la ciudad de Algeciras me encontraba dando vueltas por el mercadillo semanal que en ese lugar se celebra. Todos los del contorno le llaman el ‘piojillo’. Con mi sobrino y mi hijo, haciendo tiempo para que las mujeres de la casa o sea: mi madre, mi hermana y mi mujer pudieran buscar y comprar las cosas necesarias según los gustos de cada una de ellas. Mientras, los hombres de la casa también íbamos viendo los distintos stand que componen el conjunto, pero buscando dirección contraria para no coincidir.
Pasamos al lado de una mesa larga donde el cartel ponía tres piezas un euro. Les dije a mis acompañantes que íbamos a parar unos instantes para observar si hubiera o hubiese algo interesante. Mi sobrino seleccionó unos auriculares de color rosa, mi hijo una linterna y faltaba otro artículo. Estuve mirando y no me gustaba nada. Pero vi una caja pequeña en el suelo al final de la mesa y le dije al dependiente si había algo nuevo allí.
Entonces fue cuando me empezó a contar una mini historia que os voy a reproducir.
“Dentro de esa caja hay unos muñecos de barro que pertenecieron a mi familia. Son casi reliquias. Pero cuando hace falta jurdeles”, pues tengo que tirar de todo lo disponible. Dicen que son mágicos. Yo la verdad que no lo sé. Los tengo guardados para clientes muy especiales. Como veo que tú eres de esta clase te los voy a enseñar. Los observé y los vi muy interesantes. Mi sobrino lo primero que dijo al verlos es que eran muy feos. Pero a mí por ser raros me interesaron muchísimos. Eran de dos clases, uno parecía un salvaje y el otro un canijo. Me llevé dos de cada para completar 6 unidades y darle dos euros. Pero antes de irme me dijo: “Una cosa muy esencial te tengo de decir antes de entrar en la habitación donde los dejes a estos hombrecitos tienes que dar dos palmadas y decir en voz alta: ‘allí voy”. Para evitar sorpresas. Me quedé un poco pillado por esto último y ni pregunté por los motivos. Así que durante un buen tiempo pensé en las últimas palabras y llegue a la conclusión que se estaba quedando vilmente conmigo ese hombre que no llegaría a los treinta años. A los pocos minutos me llamo mi hermana para quedar en el parque de los niños para darle de comer a mi sobrino. Ya eran las dos de la tarde tenía que comer su arroz y sus filetes empanados. Nosotros ya llegaría el turno cuando llegáramos a casa. Recogimos las cosas y las llevamos a la casa de mi madre. Allí comimos y nos dispusimos a dormir la siesta. Ya era la hora de la cena cuando me acordé de los muñecos. Salí de casa dirección al coche cuando fui a coger la bolsa blanca de plástico donde estaban los referidos muñecos me di cuenta que allí no estaban. Mosqueado miré por los rincones del maletero y fui encontrando uno a uno a los muñecos. Me subí a casa y le dije a mi madre lo sucedido. Ella me respondió que con las vibraciones del viaje podían haberse desparramados los citados muñecos. Y fue cuando me acordé de la advertencia del vendedor. “Antes de entrar en la habitación donde estén hay que dar dos palmadas y decir en voz alta allí voy. ¿Había sido eso? ¿Eran mágicos?
Todavía no he reaccionado ante esta situación nueva. Lo único que sé es que los he dejado nuevamente en el maletero hasta pensar lo que haré con ellos cuando llegue a Ceuta.
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