Opinión

El mundo entre 1918 y 1939: Un período demasiado convulso

Inmediatamente a las cuantiosas calamidades de la Primera Guerra Mundial, anteriormente llamada, Gran Guerra, Europa vivió en los años veinte una etapa de esperanza. Con la derrota estrepitosa de Alemania y la creación de la Sociedad de Naciones, se presumió que nunca más, se volvería a una confrontación de estas dimensiones.

El restablecimiento del continente emprendido con ritmo acompasado, gracias a los préstamos conferidos desde los Estados Unidos de América, la cuestión laboral no faltaba y el afán en la vida diaria por algunos progresos tecnológicos, presagiaban notables expectativas en el avance económico y social.

Sin embargo, este supuesto deseo inicialmente reseñado, no era compartido por todos. La Alemania vencida convivía a duras penas en una crisis económica y de identidad, deshonrada por un tratado de paz severo. En cambio, otros estados, como Italia o Japón, a pesar de hallarse en el bando victorioso, por su ambición se sentían descontentos con los beneficios conseguidos, porque, en el fondo no les ayudaba a ser catalogados como potencias de primer orden.

Por otro lado, en Rusia comenzó a afianzarse el comunismo, un sistema político y económico dañino y perjudicial para los principios de las democracias liberales, que perceptiblemente se entretejía hasta inocular inclinaciones por el resto del mundo. De manera súbita y sin margen de retroceso, en 1929, se desencadenó el abandono de la confianza.

Y es que, una crisis financiera y económica prendió la mecha en los Estados Unidos, hasta terminar embutiendo a cada uno de los estados que pendían de sus préstamos e inversiones.

De cualquier manera, el espectro del desempleo y la penuria de la subsistencia circularon por el viejo continente, dejando en su estela una urbe consternada y apesadumbrada. Ahora, el capitalismo parecía haberse frustrado en su tentativa de crear una aldea global próspera y saludable. Por si fuese poco, la democracia estaba siendo seriamente catapultada ante fórmulas de corte totalitario, con propuestas enfocadas a enderezar la situación y recuperar el anhelo perdido.

Los grupos sociales destacados en el sistema capitalista retratados como la gran burguesía financiera, propietaria del mayor caudal de dinero y de los medios de producción, hubieron de decidirse entre amparar a las nuevas corrientes totalitarias, o bien, exponerse a que la insatisfacción de la muchedumbre terminase incitando a una revolución comunista al estilo soviético.

En esta disyuntiva, muchos países se decantaron por asistir a los círculos políticos envueltos bajo el postín del fascismo. En todos los casos, enmascaraban el nacionalismo extremado; el aborrecimiento a la democracia y la pluralidad de los partidos políticos; la apelación a la violencia como instrumento de combate político; el culto a sus dirigentes; el empleo mañoso en los modos de difusión y en una amplia mayoría de coyunturas, revestidos con el carácter racista.

La conquista fascista en patrias como Alemania e Italia, reabrió heridas sin cerrarse que dejó la Primera Guerra Mundial (28/VIII/1914-11/XI/1918). Las administraciones totalitarias quebrantaron los pactos de paz y en los años treinta acometieron una carrera armamentística, buscando armas más eficaces que junto a las exigencias territoriales punteadas, auspiciaba que cuánto menos se sospechase, volviese a irrumpir la guerra más sangrienta.

Con estos mimbres nos introducimos en un período aciago y a la vez, crispado, que acondicionaría la senda para otra Guerra Mundial; en esta ocasión, con armas más pujantes y destructivas.

Inicialmente, este tétrico lapso de espacio en el calendario, vaticinaba lo que estaría por llegar que, como es consabido, corresponde al curso de entreguerras o interbellum, término derivado del latín “entre” y “bellum”, guerra, que comprende la horquilla desde el año 1918 a 1939, respectivamente. Cíclicamente, se puede situar desde la finalización de la Primera Guerra Mundial, o séase, el día 11 de noviembre de 1918 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, o lo que es lo mismo, el 1 de septiembre de 1939.

Políticamente, como ya se ha referido, este tiempo se define, entre otros, por el trance de las democracias liberales; el aumento de los fascismos y los regímenes autoritarios; cómo, del mismo modo, el apogeo de tendencias obreras de instinto socialista o comunista, que se movían en el logro bolchevique de la Revolución rusa.

Económicamente, vislumbró el resarcimiento de la Gran Guerra y una fase de optimismo financiero en los prolegómenos de los años 1920, que se vería cortada por el denominado ‘Crac del 29’ y una profunda crisis que discriminó el año 1930. Tradicionalmente, la historiografía ha distinguido este momento, como el preámbulo que fraguó la Segunda Guerra Mundial. De ahí, que décadas después, nuevamente entrara en erupción la conflagración.

Sucintamente, tras el desenlace de la contienda, al mirar a Europa, seguida de España y, posteriormente, América, la configuración del globo estuvo marcada en 1919 por las potencias aliadas en la Conferencia de Paz, celebrada en París. Si bien, ni mucho menos conjeturó el prólogo de intervalos, llamémosle, pacíficos; porque, en clave político-social, prontamente estuvo zarandeado por vicisitudes puntuales como la Revolución de Alemania, en noviembre de 1918; la Revolución de Hungría, en 1919; o la Guerra de Independencia turca (1919-1923).

Asimismo, España se vio inmersa en el malestar de la monarquía de Su Majestad el Rey Don Alfonso XIII (1886-1941) y la instauración en 1923 de la Dictadura de don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia (1903-1936), que contó con el respaldo de la burguesía catalana y el ejército; además, del escepticismo por parte de una buena porción de la ciudadanía.

A mediados de los años veinte, el triunfo en la Guerra del Rif (1920-1926) presumió una inyección de moral; pero, la crisis económica de 1929 y el descrédito de la forma imperativa de gobierno, terminaron induciendo a su desmoronamiento en los inicios de 1930. Su fin, también predijo que la Institución Monárquica se sintiera empujada a su declive, algo que era palpable en las elecciones municipales de 1931 y la espontánea proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de ese mismo año.

A pesar del acogimiento nacional, la República se vio perjudicada por el desequilibrio político-social, la herencia de la inestabilidad económica y los trágicos episodios como la Revolución de Asturias de 1934, o el malogrado Golpe de Estado de 1932. Ya en 1936, el contraste de un nuevo intento por la toma del poder, bifurcaría en una dictadura militar a manos de don Francisco Franco Bahamonde (1892-1975).

Y, por último, en América, este trecho se identificó por la euforia económica de los años 20; toda vez, que, como es sabido, en 1929 se produjo el desbarajuste con la crisis y la consecuente paralización de las economías de la demarcación, particularmente, las exportaciones de los estados hispanoamericanos a Europa.

La principal fuerza, Estados Unidos, cuya participación en la Gran Guerra había sido incuestionable, retornó al aislacionismo. La política exterior precedente de don Thomas Woodrow Wilson (1856-1924) se revirtió en su contra, cuando el Congreso estadounidense votó desfavorablemente a favor de la adhesión a la Sociedad de Naciones. Su manejo internacional se relegó a interposiciones militares ocasionales en territorios del Caribe, como las materializadas entre 1927 y 1934, en Nicaragua.

Referidos brevemente estos tres escenarios en el tablero mundial, inconfundiblemente, el transcurso de 1920 a 1929 puede catalogarse de positivismo con improvisaciones de actores dominantes como Estados Unidos, Gran Bretaña y, en menor calibre, Francia, por las pérdidas inmensas padecidas en su plano geofísico.

Los complementos técnicos de la industria proporcionados en el devenir de la guerra, se pusieron a disposición de la sociedad empleándose en fines pacíficos. Así, en un abrir y cerrar de ojos, los automóviles comenzaron a difundirse; la aeronáutica civil se extendió para la locomoción de viajeros y géneros; por doquier, la energía eléctrica se expandió; mientras, la radio y el cine se transformaron en expresiones multitudinarias.

Cabe tener en cuenta, que, en los preludios de la Gran Guerra, la humanidad había generado giros vertebrados en diversas perspectivas, siendo probablemente uno de los más significativos, el reconocimiento en la labor de la mujer. Ahora, quedaba consolidar esta confirmación con gestos, que, gradualmente fueron trenzándose con la consumación del derecho al voto, como aconteció en Gran Bretaña en 1918 o en Estados Unidos, en 1920.

Obviamente, Estados Unidos llevaba la batuta del planeta en lo que atañe a los adelantos tecnológicos y sus empresas y bancos, costearon la recuperación de Europa tras el estrago agravante de la guerra, que le hicieron adquirir importantes ventajas.

Tal era, la nueva órbita que se abría a nivel integral, que desde el supercontinente euroasiático se miraba con envidia la prosperidad americana, llegando hasta el punto, de incidir para que un sinnúmero de personas apostase por desplazarse al otro lado del Atlántico. En este contexto de júbilo, daba la sensación que el capitalismo conjugaría las amplias ganancias de los principales productores con un crecimiento en la calidad de vida de las clases medias y trabajadoras. La estela laboral no cesaba y ante los ingentes dividendos que adquirían los empresarios, se permitían el lujo de aumentar los sueldos y optimizar las realidades profesionales.

Quién mejor corrobora este ambiente de convicción y complacencia, es el presidente de los Estados Unidos don John Calvin Coolidge (1872-1933), que, en el debate sobre el estado de la Nación de 1928, expuso literalmente: “Ninguno de los Congresos de los Estados Unidos reunidos hasta la fecha para examinar el estado de la nación, tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos ofrece en los actuales momentos. Por lo que respecta a los asuntos internos, hay tranquilidad y satisfacción, y el más largo período de prosperidad. En el exterior hay paz y sinceridad, promovida por la comprensión mutua…”.

Pero, inesperadamente, en octubre de 1929, de la noche a la mañana la efervescencia e imputo del pragmatismo se vieron truncados con el desbordamiento del pesimismo, desánimo y malestar general, precipitándose en todos los sentidos.

Todo se promovió por el naufragio e inapelable hundimiento de la Bolsa de Nueva York, con su lógica mutación bursátil, que, en nuestros días, continúa ostentando un papel primordial en la economía globalizante.

De sopetón y simultáneamente, muchísimas gentes optaron por poner en venta sus acciones, pretendiendo rescatar el dinero invertido con las respectivas comisiones; amplificándose la especulación, que, si tantas personas transferían al unísono, era sin duda, porque de inmediato, los suculentos beneficios de las empresas comenzarían a empequeñecer.

Como la mecha que prende la pólvora, la calma se desvaneció hasta adueñarse la incertidumbre, con la premura de liquidar las acciones y convertirlas a toda prisa en dinero: vicisitud, que se enquistó en la amplia totalidad de los inversores.

Al existir tantas acciones a la venta y tan pocos decididos a adquirirlas, visto y no visto, cayeron empicadas. Algunos inversionistas, como grandes sociedades y financieras, se encontraron con la tesitura de un importe mínimo comparablemente al de su adquisición.

Luego, ¿dónde residió el origen de esta compleja adversidad? Lo cierto es, que el que más y el que menos, se había hecho con algunas de estas acciones mediante préstamos bancarios que urgentemente debían reponer: reconociéndose arruinados y dilapidando no únicamente la suma invertida, sino, igualmente, las propiedades que eran el saneamiento hipotecario de los préstamos en débito.

El relámpago de esta oscilación operativa en los Estados Unidos se desató el 29 de octubre, que ha pasado a la historia como el ‘martes negro’, porque, tal como indica la cifra que a continuación menciono, 33.000.000 de acciones se pusieron a la venta y no vieron comprador. Éstas, ya no disponían de valor absoluto y sus poseedores estaban por entero, en la ruina. En las jornadas que le siguieron al borde del precipicio, desesperados y sin un ápice de consuelo, no fueron pocos los que eligieron el suicidio.

Aunque, el laberinto tornado en espiral se abordó como un tema concéntrico de los Estados Unidos, sus empresas y bancos tan prestigiosos, ante lo que se les aproximaba que no era poco, prescindieron de sus inversiones en Europa y avivaron la gota que colmó el vaso en otras entidades bancarias y compañías.

Otra ramificación de la crisis radicó en que las clientelas y ahorradores americanos, moderaron sus adquisiciones de efectos extranjeros, por lo que estas empresas europeas, valga la redundancia, quedaron sin clientes, teniendo que aminorar la elaboración, y, por tanto, la mano de obra.

Era indudable, que un sinfín de actividades comerciales a cal y canto desfondaran, cerrando el negocio y ocasionándose un incremento en la tasa del paro; con ello, se promovía el arranque de un compás de desdichas para las clases trabajadoras.

Llegados hasta aquí, se evidencia, que, a partir de 1931, la crisis económica menoscababa, conmovía y afligía a cualesquiera de los rincones de la Tierra, superponiendo una serie de secuelas con resultados nefastos y que seguidamente referiré.

Primero, los índices de desocupación se desorbitaron hasta ensancharse por el hormiguero arrasado de Europa. Se estima que en 1932, a diferencia de la ocupación habida en los años veinte, había más de 40 millones de personas carentes de trabajo.

Segundo, los haberes de las clases trabajadoras claramente decrecieron, con apenas posibilidad de colocarse y una avalancha de sujetos explorando un remoto resquicio, con tal de salir a flote, admitían remuneraciones insignificantes y jornadas más amplias en cuanto a horas de dedicación.


Tercero, aun habiendo un sistema económico liberal en el que el Estado se despreocupaba de las premisas laborales, la indigencia y estrechez en mayúsculas comenzaron aceleradamente a ganar protagonismo en tantísimos desamparados, sin que se acondicionara algún dispositivo de protección.

Cuarto, en un periquete la desproporción social se intensificó, frustrándose la clase media y trabajadora; e incluso, hubo propietarios que se sirvieron de esta envolvente, para acrecentar sus mañas de lucro.

Quinto, como no podía ser de otra manera, el agravio de las masas debilitadas se reasentó en la esfera política. Comenzando por los obreros que se radicalizaron, abriéndose la brecha a derroteros sediciosos que intentaban disfrazar la revolución soviética; a lo que le siguió, la clase media, que, no congeniando con el comunismo, se sentía desengañada con el liberalismo que le había encaminado a la decadencia.

No objetándose otra consecuencia capital, como la de emprender el pretexto de la compenetración con partidos consagrados a la aniquilación de la crisis; poniendo al Estado a merced de fuerzas políticas absorbentes que, al menos, pusieran un orden artificioso en el desconcierto imperante. Años más tarde, el desenlace rubricado en los libros de historia, persiste como aquel sistema liberal, que, realmente, no pudo continuar maniobrando como hasta entonces lo había hecho.

Ante estas circunstancias paupérrimas, quedaban dos opciones sumidas en este entresijo imbuido al mayor de los infortunios. Tal vez, modificando o asintiendo el descalabro del sistema liberal: eligiendo regímenes económicos y políticos de traza totalitaria, con inspección total del Estado en todas las áreas.

O, según y como, en este otro caso, confluyeron dos posibles vías: la dictadura comunista en la modalidad soviética; o el dilema anticomunista planteado por las partes fascistas, que por dondequiera trepaban a destajo.

En conclusión, Estados Unidos prefirió el camino de la reforma del sistema capitalista liberal principiado en 1933, porque el Estado se interpuso en la economía como moderador, previniéndose con recetas para la marcha adecuada de los bancos; además, sistematizó la competitividad entre los proveedores; decretó acotaciones al rendimiento agrícola e industrial, queriendo interesarse por las carencias sociales e impulsando políticas de actuación con tareas públicas, que validaron la plasmación del empleo y la simplificación del paro.

Esta es a groso modo, la radiografía que empotró al mundo en uno los mayores abismos jamás consabidos; un período conocido de ‘entreguerras’, con tiempos eclipsados, donde historias incontables siguen postergadas y sepultadas en las entrañas de la tierra.

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