Categorías: Opinión

Mujeres

Me ha sobrecogido la entereza de Malala Yousafzai, la pakistaní de 16 años tiroteada por los talibanes en 2012, por defender el derecho a la educación de las niñas en su región; en su discurso en La Haya, el pasado 6 de septiembre, mientras recogía el Premio Internacional Infantil de la Paz. Sobre todo la profundidad del mismo. “Nada en el mundo es más importante para mí que el derecho de los niños a recibir educación”, nos ha dicho a todos.
Malala se hizo famosa cuando, a la edad de 11 años, comenzó a publicar en un blog de la BBC, bajo el pseudónimo de Gul Makai, en el que explicaba su pasión por aprender y las terribles condiciones de vida bajo el régimen del Thrik e Taliban Pakistan (TTP), grupo terrorista vinculado a los Talibanes, que cometió el atentado contra ella y que, previamente, en su intento de recuperar el control del valle del río Swat, donde ella vivía, buscaban reinstaurar el régimen que durante los años 2003 y 2009 cerró escuelas privadas y prohibió la educación de las niñas.
La educación es una herramienta eficaz para combatir la pobreza y la desigualdad, además de para mejorar los niveles de salud y bienestar social. Por ello el analfabetismo es uno de los principales males que afectan a la población mundial. Así de contundentes se muestran los organismos internacionales especializados en la materia. La UNESCO, en un informe de 2010 nos daba a conocer el dato de que en el mundo había 870 millones de analfabetos, de los cuales 500 millones eran mujeres. Según esta organización, con sólo 26.000 millones de dólares en la presente década, se podrían reducir dichas tasas a la mitad.
Es decir, combatir la pobreza es esencial para el futuro de la humanidad. Y una de las claves está en fomentar la educación, para así luchar contra el analfabetismo. Como en muchas cosas, también en esta, desgraciadamente, las mujeres se llevan la peor parte. Por ello la heroicidad de Malala, esa gran mujer, aunque aún sea una niña, ha impresionado al mundo. Y nos tiene que llegar a todos a lo más profundo de nuestro ser.
Aún recuerdo mis largos paseos por la Alhambra, del brazo de Federica Montseny. Eran los primeros años de la “transición española”. Federica, luchadora incansable por los derechos de la mujer, estaba curtida en mil batallas y se encontraba en la última etapa de su vida. Yo, entonces era un joven sindicalista, que se afanaba por beber de las fuentes y aprender de los viejos militantes del movimiento obrero. Ella había conocido a grandes mujeres, que también lucharon por sus derechos. Clara Campoamor, Teresa Claramunt, Victoria Kent,…y tantas otras. De ellas y de su concepción de la liberación de la mujer, hablamos largo y tendido. Como de tantas otras cuestiones de interés para el sindicalismo actual. Pero de todo, en lo que más insistía era en su rechazo a la política de “cuotas”, o al concepto de “discriminación positiva” a favor de la mujer. Ella consideraba que la lucha por la liberación de la mujer era esencial, pero había que enmarcarla en la lucha global de liberación de la clase trabajadora, pues para ella el problema fundamental de la humanidad era la desigualdad de las clases sociales. Y también me decía que debían ser las propias mujeres las que hicieran valer sus derechos, que tenían que pelear por conquistarlos, codo a codo con los hombres.
Han pasado ya treinta años de aquellas agradables conversaciones y enseñanzas. Si Federica viviera hoy y conociera los datos de la violencia de género, de la situación del analfabetismo en el mundo, o de la desigualdad laboral que se da en muchas empresas, quizás su opinión variaría en algo. Pero estoy seguro de que seguiría insistiendo en que la lucha ha de ser global y en que si la mujer no lucha por hacerse valer, nadie lo hará por ella. Por eso valoraría, como casi todos, la valentía y el coraje de la joven pakistaní.
Quizás estas reflexiones vengan bien en unos momentos en los que se habla de privatización de la enseñanza, de que sobran muchos titulados en España y en los que se ha de recurrir a las empresas privadas para que “financien” las becas de los alumnos más pobres de nuestro país. No tengan duda de que un país que descuida su sistema educativo, está poniendo trabas a su desarrollo futuro.

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