Te invito -querido Pepe- a que mires a tu alrededor y descubras el elevado número de mujeres que, sin alardear, luchan sin parar y sin gritar para transformar esta desequilibrada e injusta sociedad. Fíjate cómo se empeñan en abrir nuevos surcos en los que sembrar las semillas de la bondad, de la verdad, de la belleza y del amor. Mira cómo, dotadas de la verdadera sabiduría, entienden y viven su condición humana mejor que muchos sesudos pensadores situados en sus torres de marfil académicas. Estoy convencido de que la clave interpretativa de esta sabiduría reside en el roce cotidiano con los dolores, con los sufrimientos, con las enfermedades y con la soledad de quienes no son comprendidos ni ayudados. Más que con sus palabras con sus actitudes y comportamientos, nos explican la necesidad de luchar para mejorar este mundo.
Me refiero, sobre todo, a esas mujeres que, sin ocupar puestos de relumbrón ni espacios de representación en la política, en la sociedad, en la economía, en el arte o en la Iglesia, están desarrollado unas tareas decisivas en la construcción de una sociedad más libre y más justa, y están logrando unos avances realmente históricos. Hoy no me refiero a la activista Malala Yousafzai, a la científica Marie Curie, a la escritora Simone de Beauvoir, a la activista Rosa Parks, a la astronauta Valentina Tereshkova, sino a María del Carmen, a Carmen, a Nelly, a Lola, a Cristina, a Marina, a Ana, a Maribel, a Raquel, a Pepa, a María, a Paqui, a Luisa, a Asunción, a Antonia, a Josefina y a esas tantas otras que, sin levantar sus voces y sin aspavientos, mejoran cada día este mundo tan desequilibrado e injusto.