Desde el 17 de julio de 1936 albergaba a un grupo de mujeres ceutíes en la cárcel pagando muy caro sus supuestos delitos, presentaba unas deplorables condiciones materiales y sanitarias. Sin embargo, eso poco preocupaba a los sublevados, y aquellas hubieron de sobrevivir durante años al hambre, la epidemia de tifus y el sufrimiento físico y anímico entre sus muros llenos de humedad al estar pegado al mar.
Hacían su vida fundamentalmente en el patio y en la azotea del ruinoso edificio, cosiendo y compartiendo la deplorable comida, los malos tratos y las vejaciones de que eran objeto por parte de algún que otro falangista. Una de estas detenidas fue Laura Trillo, esposa del presidente de las Juventudes Socialistas, Antonio Parrado, que explica las condiciones de hacinamiento que debe soportar en una carta dirigida a su marido, también encarcelado en el Hacho: «Mis compañeras de prisión me tratan muy bien, pero está repleta de detenidas, y tenemos que dormir seis en una cama, que, aunque es grande…».
Incluso así, fuertes lazos de solidaridad se crearon entre las mujeres detenidas compartiendo tanto la información como los paquetes que recibían de las familias, enseñando a las analfabetas, incluidas presas comunes, y apoyándose las unas a las otras en sus ideales frente a los sublevados. Como en otras prisiones peninsulares, las condiciones en el Sarchal eran despiadadas.
El pequeño patio interior, la azotea, los corredores y las celdas constituían los ejes vitales de la vida carcelaria. Cuando la hora de visita se acercaba, las internas subían a la azotea, tal y como unas cartas narran, desde donde veían a sus allegados bajando la cuesta del Recinto, por el camino de tierra, y la que tuviera niños podía, a gritos.
"Desde el 17 de julio de 1936 albergaba a un grupo de mujeres ceutíes en la cárcel pagando muy caro sus supuestos delitos, presentaba unas deplorables condiciones materiales y sanitarias"
En la puerta de la prisión, los familiares formaban una gran cola para llevar cestos a las reclusas con ropa limpia y comida, una tarea cotidiana que podía suponerles varias horas de espera hasta que los cestos les eran devueltos vacíos. Los apuros que una familia pasaba para sobrevivir sin la figura y el trabajo de las madres apenas podían ser superados con el apoyo de otros parientes.
Muchas de esas familias se encontraban desamparadas. En no pocas ocasiones, los maridos o compañeros habían sido fusilados, estaban detenidos o, con suerte, habían podido escapar. Sea como fuere, los hijos se quedaban en el más absoluto desamparo.
Desde la sublevación, los jefes y oficiales del Ejército quedaron facultados para ejercer como jueces, defensores y secretarios judiciales, siendo responsabilidad de la Junta de Defensa Nacional resolver las posibles discrepancias que se produjeran durante las actuaciones o respecto de los fallos emitidos por los consejos de guerra.
Como se ha comentado anteriormente, muchas ceutíes con cierta formación, como María Borrego y otras, asumieron la tarea de enseñar a leer y escribir a las internas analfabetas, que eran mayoría. Al caer la noche, el miedo y la angustia se apropiaba de todas ellas, temerosas de las «visitas nocturnas» de los falangistas.
Tras el 17 de julio, las detenidas fueron acusadas de delitos tan insólitos como «rebelión militar», «auxilio a la rebelión» o «excitación para la rebelión». Sin aportar prueba alguna, esto era más que suficiente para involucrarlas en confusos procesos judiciales de los que apenas conseguían protegerse y que se resolvían con la pena de muerte, cadena de por vida o largas condenas.
Las edades concretas de aquellas, podemos aventurar que una parte importante de las mismas fueron jóvenes de entre 21 y 69 años; no obstante, la represión abarcó a todos los grupos de edad. Por un lado, encontramos a la ceutí Carmen Luque, de 15 años, que fue juzgada en octubre de 1937 junto a otras 42 mujeres, acusada de haber participado en la manifestación del 1º de Mayo de 1936. Por el otro, la vecina del patio Centenero, Rita Márquez, de 69 años, resultó arrestada junto a su hija Salvadora el 26 de junio de 1938 por haber insultado al general Franco de viva voz.
Al mes de la subversión, los juicios sumarísimos de urgencia se instauraron como vía judicial predominante para las «infracciones» cometidas por civiles en los territorios en que el golpe tuvo éxito. Por lo tanto, todas las causas instruidas por el estamento militar fueron tratadas con esta formalidad de ejemplaridad y celeridad, características recurrentes en las sentencias legislativas franquistas. En consecuencia, todos los «delitos» provenidos de la sublevación serán fallados en tales procesos sumarísimos.
Antes de la asonada, estos eran algo excepcional, pues el Código de Justicia Militar los reservaba para la esfera castrense, exclusivamente para infracciones militares y en situaciones muy puntuales. En cualquier caso, eran procedimientos sin garantías jurídicas cuya tramitación se llevaba a cabo por audiencias militares y que, inmediatamente, eran resueltos en los consejos de guerra, donde la presunción de inocencia simplemente no existía.
Cambio de bandera el 15 de agosto de 1936, se llevó a cabo de forma oficial el cambio de la bandera republicana por la bicolor en el balcón principal del palacio municipal y en todos los edificios públicos de Ceuta. Se repartieron banderitas entre la población para que las colgaran en lugar bien visible y se realizó una manifestación desde la plaza de África hasta la de los Reyes con la banda de música de la Legión.
Sin embargo, también hubo mujeres que, pese al riesgo, no lo hicieron e incluso mostraron públicamente su desafección con los sublevados, como la joven de 17 años Victoria Núñez, vecina del barrio de Las Latas, en La Puntilla. Un falangista, que siempre estaba por su barriada, comprobó que no había puesto la bandera bicolor y la recriminó por ello.
En otra ocasión, después de un bombardeo republicano, habló mal del «Movimiento»: «Ha sido detenida y llevada a la cárcel del partido por haber tenido una confidencia, de que esta chica habla mal del Movimiento Nacional y hace propaganda en contra (…) y que el día del bombardeo de los aeroplanos alarmó al vecindario diciendo ”Ya están aquí los nuestros”, arrancando las banderitas que había en las puertas de las casas».
Fue detenida el 14 de septiembre de 1936 y trasladada a la comisaría; tras declarar, el juez ordenó su ingreso en la cárcel de mujeres. Cuando llevaba cuatro meses en el Sarchal, el día de Nochebuena, se le realizó un consejo de guerra que la condenó a seis meses y un día de prisión. El tiempo pasa muy lentamente entre los muros del castillo, pero, a punto de cumplir condena, recibió la notificación de su libertad.
También Carmen Sarmiento, de 26 años, mostró abiertamente su oposición a los golpistas. El 18 de agosto de 1936 fue detenida y, después de pasar por la comisaría de vigilancia y de declarar, ingresó en prisión. Se comenzó a instruirle una causa por «infracción al bando» con las consabidas declaraciones de vecinos, policías, falangistas… Sus vecinas declararon ante el juez que no habían escuchado nada y que era una buena ciudadana. Tras más de un mes en prisión, fue puesta en libertad al no encontrar delito el juez militar.
"Muchas mujeres temían ser detenidas en cualquier momento por su vida política o sindical durante la República"
Otra joven ceutí que pasó por la cárcel del Sarchal durante los primeros meses de la sublevación fue Ana Sánchez. Un falangista que estaba de servicio en esa zona claramente de ideología izquierdista, la escuchó y acudió al cuartel de las milicias fascistas para avisar a sus compañeros. Estos, a los pocos minutos, se personaron para detenerla y conducirla a la comisaría de la plaza de los Reyes. En la denuncia, el falangista afirma que ella le insultó al arrestarla. Fue encarcelada en el Sarchal a la espera de juicio, pero este nunca llegó a celebrarse y quedó en libertad con cargos el 31 de agosto de 1936.
Muchas mujeres temían, tras la sublevación, ser detenidas en cualquier momento por su participación en la vida política y sindical de la ciudad durante la República. Tal fue el caso de las vecinas del barrio de Las Latas (La Puntilla) Felipa Carrasco Lucas y Josefa Espinosa San Juan. Desde julio de 1936, Felipa era secretaria de administración y Josefa secretaria política de la célula número 7 del Partido Comunista. Sus peores presagios se cumplieron: el 23 de septiembre de 1936, las dos fueron detenidas e internadas en la cárcel de mujeres.
Muchas ceutíes destacaron en su lucha por la igualdad durante la República, y Francisca Jiménez Salazar, de 24 años, fue una de ellas. Poseía un local de prensa y golosinas frente al garaje de las obras del puerto, en la barriada de San Amaro. Tras el golpe, era una de las señaladas por las nuevas autoridades militares por su participación en manifestaciones, mítines y asambleas que se celebraron en Ceuta durante el régimen republicano. Su militancia en partidos de izquierda era más que evidente, y su compromiso feminista también.
A primeros de septiembre de 1936, pasó lo que ella tanto temía: que la detuvieran. Registraron su quiosco y no dejaron un rincón del modesto local sin supervisar, de manera que localizaron varios documentos y folletos de la Confederación Nacional del Trabajo; no se había deshecho de ellos tras la sublevación pensando que pasaría desapercibida. Acabados los duros interrogatorios, el juez dictaminó que pasara a la prisión de mujeres.
Josefa Polanco será una de ellas. Vivía en Villa Jovita. A las pocas horas, recibió la visita de unos agentes del Servicio de Vigilancia, que la detuvieron y condujeron a la comisaría. Después de tomarle declaración, ingresó en la prisión de mujeres acusada de «injurias al Ejército». Cuando llevaba más de un mes allí, se le instruyó una causa y un consejo de guerra tuvo lugar el 26 de noviembre de 1936. . El consejo falla que debe condenar y condena a Josefa Polanco a la pena de tres años de prisión.
Las detenciones se suceden en varios puntos de la ciudad, y los más castigados, obviamente, son los barrios obreros como Centenero, Sarchal, Las Latas o Huerta Martínez. En esas humildes barracas se concentraba un buen número de familias simpatizantes y militantes de partidos de izquierda. Por eso, durante los primeros meses de la sublevación, los falangistas no cesaban de dar batidas en esas zonas. Francisca Pérez y su marido vivían en el barrio de Las Latas, en La Puntilla. En septiembre de 1936, mientras se encontraba escondido en la zona del Tarajal, el esposo fue arrestado y llevado a la prisión de García Aldave, donde sería fusilado dos meses después. Ella sabía, muy bien, quién había sido el falangista que lo detuvo. Un día, se cruzó con él y le increpó con insultos y amenazas culpándole de su asesinato. Al día siguiente, volvió con otros falangistas y se la llevaron a comisaría, de donde fue trasladada al Sarchal. Quedó en libertad después de un mes en prisión al no haber testigos de los hechos. Ella no podía olvidar la muerte de su marido y, a los pocos meses, nuevamente se topó con el falangista. Una vez más, le gritó llamándole asesino y, una vez más, pasó por la comisaría y regresó al presidio. Se le abrió una causa, pero el falangista, en esta ocasión, buscó quien testificara sobre la militancia de Francisca en partidos de izquierda y consiguió un escrito del Partido Comunista, en el que ella había ingresado a principios de julio de 1936. Al año, se realizó el consejo de guerra sumarísimo que la condenaría a 24 años de cárcel: «Por el delito de excitación a la rebelión, doce años; por el delito de injurias a fuerza armada, seis, y por insulto de obra a fuerza armada, otros seis».
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