Categorías: Opinión

Mucha gente lo hace

O reflexionas o te agarras al tópico. No hay medias tintas. Reflexión o tópico. Como reflexionar cuesta lo suyo, pues una idea ha de ir acompañada por su argumentación, y, además, sucede que, en no pocas ocasiones, esa idea puede ser una verdadera estupidez, una ocurrencia, una gilipollez que nos ha tenido cavilando no poco tiempo, pues, entonces, qué remedio, la gente del común echa mano del tópico, que no necesita demostración alguna ni mucho menos argumentación, ni te calienta la cabeza. Y quedas más chulo que un ocho. Así pues, el tópico nos ahorra tiempo, palabras y dolores de cabeza, aunque, eso sí, tópico es lo contrario de ingenio, que es, dicen, lo que hace avanzar a la humanidad. Pues eso. Los tópicos pertenecen a la familia de las frases hechas, estereotipos, clichés y muletillas. Los cinco son fácilmente reconocibles cuando son usados en conversaciones o en escritos. Todos ellos son “ganga verbal”, es decir, no aportan nada ni descubren nada, son eso, simple palabrería. Son vulgaridades, repeticiones de lo comúnmente aceptado. Carecen de valor. Quien abusa de los tópicos y de sus ‘familiares’ hace alarde de un argumentario escaso, inconsistente, feble. No aporta nada al encuentro de pareceres. Por el contrario, pensar es otra cosa. Pensar es, como se dice, “una faena”. Pensar requiere esfuerzo, alejamiento de lo convencional, encararse con lo ‘evidente’ para buscarle las ‘vueltas’. Pensar requiere argumentar, desvelar lo que permanece oculto al pensamiento inmediato, en cierto modo, demanda valentía y disposición de ánimo. Nada menos.
Uno de los más grandes tópicos divulgados por la izquierda política y sindical, amén de asimilados a ellos, es que la inmigración es absolutamente imprescindible y necesaria para el crecimiento económico. Otros tópicos se han puesto en circulación  respecto de la inmigración, recuerden aquello de que éramos un país de emigración, que íbamos a jubilarnos más pronto que tarde (¡), que la diversidad enriquecía (¡), que venían a hacer los trabajos que nosotros rechazábamos, y, en fin, otros muchos tópicos que, como hemos visto, se han disuelto como azucarillo en agua. Ya nadie recurre a ellos, pues si lo hiciera quedaría más en ridículo que el que asó la manteca. Pero, no crea, amable lector, todavía hay por ahí algún ‘cagapoquito’ que se deja caer con la manida frase hecha “no hay quien le ponga puertas al campo”, o, aquella otra, “al hambre no se le pueden poner puertas”. Pero, en general, ya nadie se atreve a recurrir a esos tópicos porque sabe que haría el más espantoso de los ridículos. Ahora te amenazan con la fiscalía para cerrarte la boca o te niegan que esto sea una invasión, aunque entren de cien en cien. Son tan sumamente obtusos que niegan como Santo Tomás. Estos empecinados, obstinados, en negar las invasiones de ilegales observan la realidad que les rodea con la lente de su propia subjetividad, y, así, claro, ven deformada la realidad ‘real’ y sólo atinan a ver la suya, la que quieren ver. Todo ello les conduce a una perturbación de la propia conciencia que les empuja a rechazar todo lo que no sea producto de esa conciencia perturbada. Niegan lo evidente, incluso cuando la evidencia les golpea en la cabeza. No se enteran, o no se quieren dar por enterados. Son así. Qué le vamos a hacer. Negar un hecho –decía Isaac Asimov– es lo más fácil del mundo. Mucha gente lo hace, pero el hecho sigue siendo un hecho. Son, pues, irreductibles en su obstinación.
Europa es un continente en almoneda, que, para su propia desventura, ha promulgado leyes que están cavando su propia tumba. Leyes con las que las hordas africanas, procedentes de la negritud y de la ‘morisma’, y asiáticas están tomando al asalto la ‘fortaleza’ europea como si de una ‘razzia’ medieval se tratara. Hordas que traen como ideario la destrucción de la, tal vez, más brillante civilización que la especie humana ha alumbrado. Una sociedad, la europea, que increíblemente aún no se ha dado cuenta cabal del peligro que se cierne sobre ella. Un Occidente, odiado y codiciado, a la vez, que se sabe débil con el enemigo en casa y que se ha entregado, como  puta en  harén, perfumado y sumiso. Un Occidente que ha hecho bandera de un pacifismo destructivo y devastador. Todo ello es el prólogo de la hecatombe de la civilización occidental.
Esos africanos negros que han asaltado la valla de Melilla, que, una vez lavados, vestidos y comidos, emitían alabanzas a España y a los españoles, y esos otros que fueron recogidos en el mar, en una balsa, –“Je suis très content”–, esos serán los mismos que, más pronto que tarde, nos llamarán racistas –como han hecho tantos otros– porque no se les envía a la Península o porque son repatriados. Muchos de esos africanos y asiáticos que viven en Cataluña salieron en la manifestación a favor de ¡la independencia de Cataluña! Démosles las gracias a esos cobardes y traidores políticos, sindicalistas, ONGs, obispos y curiales y su Cáritas que, sin vergüenza ni pudor, están entregando España y Europa a esas hordas, ante la ceguera de unos, la indiferencia y pusilanimidad de otros y la complicidad de muchos. Traición y traidores son palabras para calificar lo que han hecho y a quienes lo han hecho. Dejó escrito George Bernanos que las civilizaciones son mortales. Las civilizaciones mueren tanto como los hombres, y, sin embargo, éstas no mueren de igual manera que los hombres. En las civilizaciones la descomposición precede a su muerte, contrariamente a los hombres a cuya muerte le sigue.

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