Escribió John Ruskin que “si bien la ausencia de amor a la naturaleza no es razón suficiente para condenar a nadie, su presencia es el distintivo infalible de la bondad de corazón y de la justicia en la percepción moral”. Por desgracia, en nuestra sociedad, no abundan las personas que aman a la naturaleza y actúan de manera coherente a este sentimiento. Son mayoría los ciudadanos que apenas tienen contacto con la madre tierra.
Este distanciamiento de la naturaleza trae consigo conductas poco respetuosas con nuestro medioambiente. Si no existe un sentimiento de verdadero aprecio a la naturaleza es difícil que echen raíces en la sociedad modelos de pensamiento basados en la defensa del bien común, el anhelo de conocimiento y la búsqueda de la belleza. Más que el aludido bien común lo que prima es el interés individual. No son muchos quienes dedican parte de su tiempo libre a alguna labor cívica.
Hay que reconocer que en el ámbito internacional y europeo se ha avanzado mucho en materia de protección y conservación del patrimonio cultural y natural. Parte de la sociedad civil lleva muchas décadas movilizada para impedir la destrucción de nuestros hábitats naturales y la herencia cultural. Ha sido esta presión ciudadana la que ha logrado importantes mejoras en la legislación y las políticas medioambientales. Para llegar hasta aquí ha habido que mantener una constante crítica vigilante y una permanente denuncia de todos aquellos hechos que ponen en peligro los bienes naturales y culturales.
La resistencia al cambio de paradigma ideológico ha sido y es muy fuerte por parte del poder económico y político. En países como España, cuyo motor económico ha sido el ladrillo, la lucha ha tomado un cariz dramático. Un tsunami de hormigón ha barrido el interior y el entorno de las grandes ciudades, así como las costas españolas dejando a su paso un rastro de destrucción patrimonial sin precedentes.
Siendo generalizada la resistencia de la clase dirigente a adoptar políticas respetuosas con el patrimonio natural y cultural hay que decir que determinados gobiernos autonómicos han implementado planes de gestión ambiental y cultural muy rigurosos y eficaces.
No es el caso, desde luego, de Ceuta. Los casi veinte años que llevamos implicados en la defensa, estudio y difusión del patrimonio natural y cultural ceutí nos permite hablar con fundado conocimiento sobre la actitud del gobierno de Ceuta respecto al medioambiente y a la conservación de nuestros bienes culturales.
A pesar de los cientos de escritos presentados, las alegaciones redactadas, las denuncias públicas y judiciales presentadas y los miles de artículos de opinión publicados no hemos logrado un cambio significativo en las políticas patrimoniales. Nuestros paisajes han seguido siendo alterados hasta hacerlos irreconocibles, nuestros montes siguen dejados a la suerte, siempre mala, y han sufrido importantes incendios forestales, han tenido que pasar varios lustros para que, por fin, se hayan decidido a redactar los planes de gestión de los hábitats incluidos en la red Natura 2000.
También podríamos referirnos a la sistemática aniquilación de los arroyos ceutíes, el abandono del litoral, la desprotección de las aves que nidifican en Ceuta, el continuo maltrato al arbolado urbano, la inexistente gestión de los residuos, el grave problema de la contaminación acústica o el despilfarro energético.
En cuanto a nuestro patrimonio cultural, seguimos teniendo abandonados muchos bienes inmuebles declarados de interés cultural. Sería necesario implicar al gobierno central en la protección de muchos de los edificios que gozan de esta singular protección legal, pues siguen siendo de su propiedad y, por tanto, responsables de su mantenimiento y custodia. Pero nadie se mueve en este sentido. Haría falta contar con un plan general de bienes culturales similar a los que elaboran y revisan ciertas comunidades autónomas, como nuestra vecina Andalucía. Uno de los temas importantes de este tipo de planes es la gestión museística. No puede ser que una ciudad de la importancia arqueológica e histórica de Ceuta no cuente con un museo de la Ciudad.
Hay que estar muy ciego e importarle muy poco la cultura para que nadie de este gobierno ni de la oposición llame la atención sobre esta importante carencia cultural. Los ciudadanos de Ceuta, y quienes nos visitan, necesitan un espacio en el que se muestre el pasado, el presente y el posible futuro de nuestra ciudad. Resulta crucial que un museo del siglo XXI sea capaz de contribuir al estrechamiento de los vínculos emotivos y simbólicos que unen a los ceutíes con su tierra.
De este modo, lograríamos satisfacer la necesidad íntima de todo ser humano de sentirse parte de una continuidad histórica y no simples eslabones perdidos de una cadena rota por la imparable aceleración de los acontecimientos.
Uno de los ejemplos más evidentes del anclaje ideológico de la clase gobernante ceutí en aguas del pasado es la sistemática destrucción del centro histórico de Ceuta. Aquí el gobierno del Sr. Vivas sigue permitiendo y alentando el derribo de inmuebles de interés patrimonial para así satisfacer el deseo de importantes y poderosos empresarios locales. De paso consigue hacer cajas, a base de impuestos, para mantener una administración desproporcionada en número y emolumentos. Este tipo de tropelías fueron defenestradas hace muchas décadas en la mayor parte de las ciudades españolas. Basta con darse una vuelta por el centro histórico de ciudades como Sevilla, Málaga o Granada para comprobar que las fachadas de los edificios del corazón urbano han sido respetadas.
Gracias a esta política se ha conseguido mantener la personalidad y la imagen de estas ciudades, además de revitalizar su comercio local. Aquí, por el contrario, se han eliminado calles enteras que gozaron de una belleza definitivamente perdida y arruinada. Entristece ver las fachadas marítimas de Ceuta. Lo que podría ser una bella estampa es ahora un abigarrado conjunto de edificios de estilo internacional sin una pizca de coherencia estética y armonía paisajística. Nada más que se ve cemento y más cemento, sin que asome un hueco con algo de vida natural.
Mucho del daño provocado al patrimonio natural y cultural no puede ser reparado. Se han abierto heridas tan profundas en esta tierra que tardarán muchos siglos en curarse, si es que alguna vez alguien toma la decisión de tratarlas.
Para que esta restauración sistemática de nuestros bienes naturales y culturales pueda abordarse sería necesaria, como paso previo, una reeducación de nuestra mente y una reorientación de nuestros ideales sociales, económicos y políticos. Nada de esto es posible sin que la ética y la política se reconcilien y sin que los ciudadanos dejen de ser sujetos pasivos y tomen la rienda de la sociedad.
Los ciudadanos podemos y debemos ser el motor sinergético de la comunidad cívica.
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