Analfabeto hasta los veintiún años, Mohamed Chukri es sin duda uno de los más conocidos escritores marroquíes del siglo pasado. La primera noticia que tuve de él fue por la inclusión de una de sus obras en la Biblioteca El Mundo (Las mejores novelas de la literatura universal contemporánea): el título, lógicamente, El pan desnudo.
Pese a que los volúmenes de esa colección se pueden encontrar aún fácilmente en librerías de lance y ferias del libro viejo y de ocasión –muchos de ellos los he visto en quioscos y librerías de viejo de Nador, Asilah, Alhucemas y todo el norte de Marruecos- no pude dar con él. Conocí la obra, años después, por la famosa y elogiada traducción al francés de Tahar Ben Jelloum: Le pain nu, adquirida en la Medina, una bulliciosa madrugada tetuaní, tras la ruptura del ayuno un día del Ramadán. Posteriormente la releí en español –con prólogo de Juan Goytisolo- en la descuidada edición de Montesinos.
La consagración internacional de Chukri, curiosamente, se debió a sus traducciones: la de Paul Bowles al inglés (1973) y la ya citada de Tahar Ben Jelloum al francés (1980). La publicación en árabe hubo de esperar aún nueve años: hasta 1982, como en español; pero la obra, debido a su descarnado realismo, por presión de los ulemas fue prohibida en Marruecos al año siguiente: no se revocaría este veto hasta el 2000. En los demás países árabes donde se publicó, por idénticos motivos, ocurrió igual.
Chukri ha contado muchas veces la singular forma en que Bowles hizo su versión de El pan desnudo: “Yo lo traducía en mi cabeza del árabe a mi español y se lo iba dictando. Bowles, que hablaba un buen español, mejor que el mío, lo iba escribiendo en español y luego lo traducía al inglés”.
La obra, antes de traducirse –según me contó mi amigo el escritor ceutí Mohamed Lahchiri que lo había entrevistado varias veces para una revista de Casablanca y tenía amistad con él-, bien por la citada crudeza, bien porque literariamente no les convenció fue rechazada por una editorial beirutí. El libérrimo árabe estándar utilizado, mezclado con el dialecto marroquí y el bereber del Rif, además, chocaba grandemente en la época.
La novela, ya desde las primeras páginas, es brutal: “Mi hermano llora y se revuelve, sacudido por el hambre y el dolor. Me da pena, lloro con él. Veo cómo mi padre se le acerca hecho una fiera. Se puede ver la locura en sus ojos. Sus manos son tentáculos. Nadie puede detenerlo. Me agarro a mi sombra y pido socorro, “¡Un monstruo! ¡Un loco! ¡Que alguien lo pare!”, pero el maldito le retuerce el cuello mientras la sangre rebasa su boca”. Recordemos que es una novela autobiográfica, en realidad unas memorias. “El cielo y las estrellas de Allah son testigos del crimen cometido por mi padre. Todo el mundo duerme en la ciudad”.
La lista de atrocidades, vejaciones y sufrimientos –contados, como procede, con el más sangrante de los lenguajes- sigue hasta la última página. Este realismo, este vocabulario y la conocida vida promiscua del narrador-autor –además de ateo e insaciable beberrón- hicieron que la obra en su día provocara un gran escándalo;
por el resto de sus obras publicadas y este comportamiento poco “ejemplar”, junto con Salman Rushdie y Naguib Mahfuz, fue condenado a muerte por el radical y reaccionario régimen de Jomeini.
Aunque previamente había publicado otras obras –Violencia sobre la playa, El loco de las rosas y La tienda-, a El pan desnudo siguieron Tiempo de errores y Rostros, amores y maldiciones, que constituyen su trilogía autobiográfica.
En sus años finales se dedicó a escribir obras en las que relataba sus recuerdos sobre esa serie de escritores –principalmente norteamericanos y franceses: Capote, Tennessee Williams, Burroughs, Jean Genet…- que desde los años cuarenta recalaron en Tánger o dieron en visitarlo con frecuencia; a alguno, como a Paul Bowles, pese a lo decisivo que fue, como dijimos, para su éxito internacional lo puso a caldo.
Era buen conocedor de la literatura española, a bastantes de cuyos autores tradujo al árabe: Bécquer, Machado, Celaya, Aleixandre… Su lengua materna era el bereber –había nacido en una aldea del Rif: Beni Shiker- y, antes que el árabe, en Tánger y Tetuán –era la época del Protectorado-, aprendió a hablar español.
Lo vi varias veces en Tánger, ya en los últimos años de su vida, en el Ritz –a pocos pasos de su casa-, adonde el escritor acudía a diario. Normalmente leía el periódico, observaba a la clientela y, de cuando en cuando, tomaba alguna nota mientras trasegaba uno tras otro wiskis, vodkas, rones y todo tipo de bebidas espirituosas. Nunca me decidí a acercarme a saludarlo, hasta que un día me topé con el periodista fecí Hicham Hamadi –de paso en la ciudad para hacer un reportaje sobre los inmigrantes subsaharianos-, con el que tenía amigos comunes, que también lo había entrevistado en varias ocasiones y tenía gran amistad con él y me lo presentó; sorprendentemente, pese al alcohol que llevaba ya en el cuerpo y con el que habitualmente desayunaba –no era aún mediodía- habló con gran lucidez de varios temas y me expresó su gran amor a España.
Acabo de releer estos días la obra, ahora en la excelente traducción, con valiosísimas notas, de Rajae El Metni que recientemente ha publicado Cabaret Voltaire; ya, más propiamente, retitulada El pan a secas. La impresión que me ha causado es idéntica a la de la primera vez que la leí.
Mohamed Chukri murió de cáncer el 15 de noviembre de 2003; después de tanto ninguneo, marginación, el rey Mohamed VI, al conocer que padecía esta enfermedad ordenó que lo ingresaran y cuidaran en el hospital militar de Rabat, donde falleció poco después: “Ahora que me estoy muriendo”, dijo “se dan cuenta de que soy un escritor marroquí”.
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