LOS nuevos ismos que sobresalen en la Europa de hoy y que se han ido modulando con una relevancia mayúscula son el fanatismo y el papanatismo, con el denominador común del consumismo masivo irracional, en estos momentos malherido. Estos tres sumandos suelen dar como resultado la estulticia generalizada de la sociedad.
Europa histórica y socioculturamente se glosa como un catálogo lánguido de ismos con su propia contradicción e insidia integradas: cristianismo, romanticismo, surrealismo, comunismo, fascismo, socialismo, liberalismo… Y así sucesivamente hasta la infinitud de las contradicciones e insidias. Europa secularmente se ha pasado la historia colgada de un ismo o se ha columpiado en él. Y al final lo que la ha salvado de caerse del colgamiento/cuelgue o del columpio del ismo ha sido el istmo de la ética, el asidero de unos principios y valores morales; tierra de la sensatez en la tierra.
Es un postulado sociológico incontrovertible, no es sólo una cuestión política, que sin una plataforma ética fiable, la democracia, ese sueño vapuleado, ni despega ni aterriza. La economía nos ha fanatizado, y no precisamente la productiva. El último ismo es más bien un seísmo: el del euro. Y el papanatismo, la ausencia de espíritu crítico, ha impregnado nuestro proceder y voluntades. Hemos pasado de súbditos subyugados a ciudadanos libres y de ciudadanos a prestatarios indolentes. Así se resume rápidamente Europa. Nuestra reciente etapa, la más fascinante, y encima, nos lo han tenido que decir los listos: vivíamos a crédito y hemos caído en el máximo descrédito. El listo es el que hace y deshace a sabiendas de las consecuencias y cuando el panorama se ha oscurecido irreversiblemente en lugar de proporcionar linternas útiles o primitivas teas: luz. Sale a la palestra con máscara de víctima, se encoge de hombros y tira de retórica profética para predecir las evidencias.
Normalmente el tránsito que sigue un ismo en Europa es el que va de la idea o abstracción. Lo que podemos llamar efecto agarradero, intelectual o espiritual. El ismo sirve, funciona y respira autenticidad. Posteriormente conoce un efecto lúdico y ritual y se convierte en colgadura ornamental. Y finalmente llega el efecto columpio, propicio para la ironía y el sarcasmo. El ismo se vacía de contenido y se infla altanero de aire vano hasta dimensiones insospechadas. Se institucionaliza, se esconde mezquino en los organismos oficiales y se pierde acomplejado en una burocracia enmarañada. El ismo ya no respira. No vive. Esto ha sido Europa exactamente con la misma idea: agarradero, colgadura y columpio olímpico. Y los pueblos en diferentes épocas han sido sus cobayas, sus arietes, y en el mejor de los casos, sus actores de reparto. Marx renegó del marxismo avisando de que él no era marxista. Y el propio Jesucristo no se adhirió ni al catolicismo ni al protestantismo, no le dio tiempo. Lo que sigue es un invento en fase colgadura o en fase final de columpio.
A mí me da el tufo histórico de que el Viejo Continente ha sido resistencia y valladar contra la barbarie, el atropello, la inhumanidad. Transformarlo única y exclusivael patrón omnímodo del euro como un burdo remedo de los Estados Unidos de América con su patrón dólar y la sístole y diástole de Wall Street ha conducido a desnaturalizarlo y traicionarlo. Y lo peor de todo este entramado-engañifa es que las soberanías nacionales, cuyas consecuciones costaron un alto peaje de sangre, cada vez se parecen más a una ficción borgiana.
Europa ha desideologizado y desacralizado su legado cultural en aras de lo económico y monetario y la Unión Europea ha menospreciado y puesto en almoneda el factor humano, cuando Europa, como una colosal fórmula antropológica, se ha explicado, ha muerto y ha resucitado espontáneamente por el factor humano, sin necesidad de ningún artificio o proyecto supranacional. Al capitalismo halagüeño se le han entenebrecido los neones y se le han descorrido los cortinajes del escenario, que han puesto a la vista los esqueletos que ha ido dejando por el camino. El comunismo sin libertad era un fraude moral. El capitalismo sin leyes responsables y solidarias es un hurto a secas.
Hay días que amanezco ebrio de irrealidad, tenebroso y fragmentado en la consciencia. Como sin patria propia. Saturado de frivolidades y deslocalizado como una empresa multinacional. Son los días más lúcidos. Jo, tú, qué chic y qué cool es estar despierto. Hay días, sólo algunos, que amanezco con una avaricia extraordinaria de individuo y mientras ando en esta percepción, y hablando de ismos, se me cruza por delante la extraña impresión de que en Europa estamos viviendo un nuevo, complejo y enrarecido feudalismo: los señores globales y los siervos de la globalización.
¿Dónde reside la clave de los valores literarios de este relato apasionado y delirante? En mi opinión, en tres rasgos fuertemente marcados: en primer lugar, en la intensidad y en el entusiasmo con los que el narrador y protagonista vive los sucesos cotidianos; en segundo lugar, en la riqueza y en la precisión léxicas de la prosa, y, en tercer lugar, en el generoso interés que nos despierta al hacernos partícipes de unas experiencias que, a pesar de ser insólitas, son verosímiles.
En esta novela A. J. Mainé nos muestra el profundo y el respetuoso amor que él siente por las palabras. Como ya puso de manifiesto en sus anteriores obras, las estudia con esmero, las analiza con rigor y las emplea con cariño. Él parte del supuesto de que el dominio del arte de la escritura supone afición y oficio, y no duda en dedicar pacientemente sus tiempos y sus esfuerzos a pulir sus textos para alcanzar esa difícil sencillez que -como ocurre con los frutos más jugosos- son los resultados de un dilatado proceso de madurez. No es extraño, por lo tanto, que en esta obra incluya una reflexión sobre la eficacia comunicativa e, incluso, “sobre la importancia de la cortesía verbal como principio regulador de la distancia entre los seres humanos cuando se comunican”.
Los episodios aquí narrados nos provocan una primera impresión de desconcierto por el choque que se establece entre los sentimientos vitales y, al mismo tiempo, mortíferos del protagonista, entre el silencio y la palabra, entre el amor y el odio, entre la luz y la oscuridad, entre la verdad y el engaño, entre la fortaleza y la debilidad, pero tengamos en cuenta que la vida humana es esencialmente paradójica porque se define por la muerte y la muerte tiene sentido por la vida. Reconozcamos que la experiencia vital es inseparable de la idea de la muerte y que los episodios que nos provocan deseos en última instancia siempre están relacionados con la oposición entre la vida y la muerte.
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