Opinión

Mirar a Ceuta con los ojos del corazón

No es posible echar de menos lo que nunca hemos poseído. Nos hemos perdido mucho de lo que alguna vez fue Ceuta. Se han borrado, de manera deliberada o inconsciente, muchos versos del poema geográfico e histórico que es nuestra ciudad. Como escribió Henry David Thoreau al pasear un día de comienzos de primavera por su Concord natal, “estaba contento, hasta que, para mi disgusto, me llega la noticia de lo que escucho, lo que he leído, lo que poseo, es solo una copia imperfecta de la que mis ancestros han arrancado muchas de las páginas y de las mejores pasajes, mutilando en gran medida el conjunto. No me gusta pensar que antes de mí ha pasado por aquí un semidiós que ha seleccionado las mejores estrellas y se las ha llevado. Quiero conocer el cielo completo, la tierra completa. Todos los grandes árboles, las grandes fieras, los peces y las aves han desaparecido. Los ríos quizá también han menguado”.

Al recordar estas letras de Henry han emergido de mi mente la descripción que hizo Homero, en la “Odisea”, del entorno cercano a la isla de Oggigia, el actual islote del Perejil. Así lo describió: “había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupaban en cosas del mar. Allí mismo, junto a la honda cueva, se extendía una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Se veían en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón”. Esta descripción encaja a la perfección con la realidad que una vez fue la bahía de Beliunex. La investigadora María del Carmen Mosquera proponía en su trabajo sobre la Ceuta del siglo XIII que el nombre de esta hermosa ensenada, “Benyunes” (vignoles), deriva de las importantes plantaciones de viñas existentes en este lugar en época medieval.

De Ceuta dijo el poeta Ibn al-Jatib (s.XIV): “Ceuta es una preciosa niña blanca como la luz del alba, que descubre su hermosura y mira su cara reflejada en el cristalino espejo del mar…En esta ciudad lo bueno excede a lo malo”. Toda esta belleza de la que gozó Ceuta se arruinó en pocas horas con la llegada de los portugueses el 21 de agosto de 1415. Ese día la ciudad fue saqueada y, tal y como lo cuenta Jeronimo de Mascarenhas en 1648, “Hallose mucha especiera, drogas, escarlatas, paños, i seda q`los Moros no pudieron salvar con lo repentino del suceso. Estas riquezas aprouecharon poco con la barbara crueldad de los soldados, q`sin atender q`era ya ciudad suya, tratavan las haciendas como si fuesen de los moros, derramauan las especieras por las calles, quemaban los fardos de preciossimas ropas, i corrian arroyos de miel, aceite, conservas, i mantecas por las calles”.

La tan alabada “modernidad” que trajeron los lusitanos supuso para Ceuta su ruina económica, cultural y urbana. La zona de la Almina fue abandonada y en poco tiempo ofrecía un aspecto ruinoso, tal y como aparece representada en algunos planos del siglo XVI. La estrategia defensiva de los portugueses, ante los continuos intentos de reconquista musulmana, consistió en el mencionado abandono de buena parte de la ciudad y el reforzamiento de su sistema de fortificación. Estos cambios no sólo afectaron a la imagen urbana de Ceuta, la naturaleza también sufrió la presión de los nuevos pobladores y de los sitiadores. Así, -según explica Manuel Gordillo Osuna en su obra “Geografía urbana de Ceuta”-, “el suelo actual es en parte una consecuencia de la deforestación llevada a cabo durante más de tres siglos, tanto por los pobladores de la Plaza como por los musulmanes sitiadores, unas veces con fines bélicos, otras para proveerse de combustible. Los vecinos de la ciudad tenían prohibido sacar leña del Monte Hacho, y en cuantas ocasiones podían salían al Campo Exterior para proveerse de este artículo, entonces casi imprescindible”.

Estas talas indiscriminadas durante los últimos tres siglos, junto a los incendios antiguos y recientes, han provocado la pérdida de la capa vegetal y la excavación de profundas ramblas que han resultado ser heridas incurables en el tejido natural de Ceuta. De manera improvisada y con criterios desacertados se realizaron a mediados del siglo pasado una intensa labor de reforestación con especies exógenas, sobre todo con eucaliptos, que no han hecho más que empobrecer los castigos suelos de nuestros montes. Entre ellos, de manera milagrosa, han sobrevivido unos pocos castaños centenarios, algún que otro frondoso pino y algunas manchas de alcornocal. Son testigos vivientes de una Ceuta que hemos perdido para siempre.

Ceuta no ha sido un lugar propicio para la agricultura y la ganadería. Nació con vocación de bosque bañado por el mar. A veces me dejo llevar por la imaginación y contempló a Ceuta como un bello remate verde de África que se dobla hacia el Estrecho para acoger en su seno al mar. Es una madre con dos grande hijas, igualmente acogedoras: la bahía sur y la bahía norte. También tiene hijas menores, que son todas las calas que encontramos a lo largo de su estilizada silueta. En mis sueños veo vestida a Ceuta con un manto verde decorado con tiras plateadas que son sus arroyos que vierten al mar.

Este bosque que era Ceuta estaba habitado por una infinidad de especies animales y de aves. Los mares que la rodeaban regurgitaban vida. Debían ser frecuentes el avistamiento de ballenas, delfines, tortugas marinas y atunes perseguidos por grupos de orcas. De este paraíso terrenal y marino poco ha llegado hasta nuestros días. Cuando todavía su fuerza era visible, los primeros pobladores de Ceuta debieron quedarse fascinados por el exultante poder de la naturaleza. Comenzaron así el culto a la Gran Diosa Madre y ubicaron aquí el árbol de la vida, cuyos frutos, visible entonces, garantizaban a quienes los probaban la eterna juventud. El mismo Ulises fue tentado por la ninfa Calipso a residir en este paraíso y gozar de la inmortalidad, pero decidió seguir su camino de regreso a Ítaca.

En muchas ocasiones me imagino paseando entre los árboles del bosque que fue Ceuta deleitándome con el melodioso canto de los ninfas; oliendo sus fragancias; tocando las calientes cortezas de los árboles; sintiendo la presencia de la Gran Diosa; bebiendo de los manantiales y comiendo los frutos del bosque.

Siguiendo el consejo del ingeniero Don Enrique Bernal he subido al Monte Hacho para contemplar “una de las vistas más extraordinariamente hermosas y de colorido”. Me mirado a Ceuta como el astuto zorro recomendó al Principito de Antoine de Saint-Exupéry: con los ojos del corazón. Y he vuelto a ver a Ceuta con su vestido verde y sus trazos de plata líquida.

Como me comentó mi amigo dominicano Ardelio López, la naturaleza ha dotado a Ceuta de muchos privilegios. Todos los días podemos observar el amanecer del sol desde el Monte Hacho, arquetipo de la razón, en la misma línea en la que se mezclan el frío Atlántico y el caliente Mediterráneo. Este mismo sol nos trae una luz esplendorosa que refuerza los colores, anima nuestra alma, eleva el pensamiento y sirve de aliciente a los artistas para fotografiar, pintar o esculpir. Esta luz se vuelve multicolor al alba. La paleta de colores es muy amplia y abarca desde el intenso rojo al tenue amarillo. No hay dos auroras iguales. Las nubes son las encargadas de la bella composición de los cielos ceutíes. A veces las nubes son tan densas que el espectáculo del amanecer queda oscurecido y deslucido. En estos días grises el viento de levante tapona el Estrecho de Gibraltar con nubes durante varias jornadas.

Con levante el mar, -elemento definitorio de nuestro paisaje y de nuestro carácter-, oscila, según la intensidad del viento, entre la calma chicha y el fuerte temporal. Las aguas del Mediterráneo, empujadas por el viento, se agolpan en el canal del Estrecho y en su precipitación por llegar al Atlántico forman altas y agitadas olas que golpean, con incontenible fuerza, las costas de Ceuta.

Dijo Víctor Hugo, “tal y como uno hace su sueño, uno hace su vida. Nuestra conciencia es el arquitecto de nuestro sueño. El gran sueño se llama deber”. Yo construyo mis sueños tomando como materia prima los amaneceres y atardeceres, el firmamento estrellado, las nubes viajeras, la intensa luz, el mar embravecido y calmado, las rocas frías en invierno y calientes en verano, los árboles, las aves, los animales y mis semejantes.

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