Es curioso que los colores del mundo real solo parecen verdaderos cuando los vemos en una pantalla.” Malcom McDowell - Alex DeLarge (La naranja mecánica)
14:00 horas: se abren las puertas del colegio Príncipe Felipe. Como en cualquier otro colegio, los niños revolotean, corren, respiran ese aire que huele a libertad, el que todos hemos olido de chavales cuando sonaba el timbre a la hora de salida. Mientras me ensordece el griterío, levanto la cabeza y, entre los niños, veo mujeres que cargan bultos mientras aligeran su paso, endeble pero firme. Miro a la derecha: hay una cola interminable de motocicletas que se distribuyen por el arcén y la calzada sin orden ni concierto; miro a la izquierda y me encuentro un grupo de vehículos cargados hasta los topes y que cargan el ambiente con humo negro y asfixiante. Remato mi incredulidad cuando veo un rebaño de ovejas cruzar la calzada; sería el sueño de cualquier animalista nórdico, si no fuese porque estamos en medio de un contexto que violenta, maltrata la mirada y resta oxígeno.
Es la última esquina de Europa, el último edificio público creado para nuestro futuro: los niños. Hasta ese momento, jamás había sido tan consciente del contexto que rodea a esos chavales, a sus familias y a los profesionales que cada día entran y salen por las puertas de ese colegio.
Durante el trayecto a mi casa no puedo evitar el recuerdo de mi niñez y las salidas de mi colegio, el San Agustín, recuerdo que empiezo a recuperar con nostalgia, hasta que ese sentimiento se transforma en enfado y muere en una profunda tristeza. Qué jodidademente injusto e inhumano es que, en una ciudad con tan pocos kilómetros cuadrados y en menos de 10 minutos, viaje de la anarquía total al orden, del fracaso a la oportunidad, del olvido al recuerdo.
Mi inconsciente me guía y esa misma noche vuelvo a ver, “La naranja mecánica”, una exaltación cinematográfica de Kubrick a la escuela conductista y a la violencia social, esa violencia que empapa el ojo de aquellos que se citan cualquier día entre semana a las dos de la tarde frente a este colegio, incluidos los niños. Niños de 3 a 12 años, cuya mirada debería ser pura, inocente y limpia, fuera de ese aprendizaje violento y anárquico, al mismo nivel que la de otros niños europeos.
A menudo, los adultos, cuando tenemos un problema, le damos vueltas durante el día, pero al caer la noche nos calmamos y pensamos: “mañana será otro día, ya vendrá la solución.” Y acto seguido nos plegamos sobre nuestro colchón y confiamos en que así será, mañana. Pues bien, esta misma actitud es la que tenemos con estos niños: obviamos su realidad, su crecimiento personal, su ilusión, sus sueños, los damos por perdidos y pensamos “ya se resolverá, mañana”. Y, unos años más tarde, cuando estos niños crecen y los sentimos como un peligro, juzgamos sus actos, repudiamos su conducta, esa que ensucia parte de la reputación de nuestra ciudad. Y yo me pregunto: ¿Cómo se puede permitir esta diferencia de oportunidades dentro de Europa?, ¿Por qué permitimos que nuestro futuro vaya en picado “al otro lado de la ciudad”? ¿Por qué no lo resolvemos hoy en lugar de mañana?
Durante estas últimas semanas se habla de este contexto, algunos de nuestros representantes políticos plantean soluciones estructurales, mientras la ciudadanía pide más de lo mismo: “Las personas y el futuro de nuestra gente ya se juzgará mañana, hoy toca abordar las quejas que llenan Facebook en forma de memes o parrafadas. Dejemos que la gente pueda ir a dar un paseo a Marruecos y que los empresarios del Tarajal no se molesten de más.” Esos mismos empresarios que no atienden a un modelo europeo de desarrollo, para los que eso de la responsabilidad social empresarial, cuidar el entorno y el impacto de su negocio, pilla lejos. “No se puede perder tiempo en pamplinadas, hay que aprovecharlo en embalar bultos y cargarlos sobre esas señoras sin voz ni rostro, sólo con espalda y piernas. El beneficio es hoy.”
Señores empresarios, ¿pueden dejar de pasear su caduco modelo comercial frente a nuestros niños? Se lo agradecería como ciudadano y, seguramente, los docentes que empeñan su labor en inculcar valores cívicos a estos niños, también. Son estos docentes los que, cada día, desde las 8:30 de la mañana, se esmeran en que los estudiantes hagan una cola, suban en orden a clase, cumplan las normas dentro de la misma, no tiren papeles y basura al suelo, no griten, lleven sus tareas al día y una infinidad de responsabilidades que, al salir por la puerta, se van de nuevo al traste. Se educa a estos niños como ciudadanos europeos mientras la primera acera que pisan al salir del colegio vive sumida en el caos, como si esos colores del “mundo real” que les pintan se quedasen dentro del cole, porque fuera todo es gris.
Me entristece y me genera bastante impotencia ver cómo la mirada de lo humano pierde adeptos mientras cotiza al alza la mirada empresarial. Me duele ver esta violencia engendrándose en estos niños que mañana quizá juzgaremos, porque al caer la noche y refugiarnos en nuestros hogares, volveremos a confiar en ese mañana incierto, lleno de posibles soluciones, de posibles realidades, de posibles verdades que sólo serán verdaderas cuando las veamos a través de alguna que otra pantalla. Y yo me pregunto: ¿cómo será la mirada de estos niños mañana?
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