Opinión

Con la mirada puesta en el horizonte

El día ha amanecido especialmente bello en esta mañana de viernes. Al asomarme por la ventana, antes de salir al trabajo, me he fijado que la luna había desaparecido del firmamento. Hoy es víspera de la luna nueva. Venus se debía sentirse sola sin la compañía de la diosa Selene. Ni una nube se atisbaba en el cielo y el mar estaba como un espejo de plata. En él se refleja la despejada costa europea y africana del Estrecho de Gibraltar. También lo hacia el mar generando una ancha franja azulada sobre el limpio horizonte. La belleza que contemplaba elevó mi ánimo y me hizo sentir un hombre afortunado por haber nacido y vivir en esta tierra sagrada, mágica y mítica. Tal era la animación de mi alma que aún por la tarde me sentía con ganas y fuerza para meditar sobre el futuro de Ceuta.
Cualquier análisis riguroso de la situación que atraviesa Ceuta parece arrastrarnos como un cinturón de plomo hasta el fondo abisal del pesimismo, pero me resisto a este fatal destino. Me deshago de este peso y empiezo a nadar, aunque sea a contracorriente. Es verdad que el panorama ambiental, económico y social no deja mucho margen para el optimismo, pero prefiero mantenerme a flote con la mirada puesta en el horizonte. Puede que la amplitud de miras adquirida gracias a mis conocimientos históricos me ayude a no perder la esperanza ni en los peores momentos. Sé que las condiciones de vida eran mucho peores en tiempos pasados. Mis padres, como los de mi generación, nacieron en plena Guerra Civil o en los inmediatos años de postguerra. Muchos pasaron hambre y las carencias educativas, sanitarias y materiales eran generalizadas. En estas circunstancias era comprensible que la esperanza de vida fuera más reducida que la actual.
En estos momentos nos enfrentamos a una grave pandemia que, además de causar un importante número de fallecimientos, ha hundido la economía y dejado a mucha gente en el paro. Lo peor de todo es la incertidumbre y el total desconocimiento sobre la fecha en la que acabará esta pesadilla. Sin embargo, esta crisis se ha convertido en el acelerador de importantes cambios que la inercia del sistema económico y social estaba retrasando. El parón en seco de la economía ha evidenciado la fragilidad de los cimientos de nuestro modelo económico, las debilidades del sistema sanitario y la desigualdad en el acceso a la educación y el trabajo telemático. En términos generales, se ha tomado conciencia de la facilidad de transmisión de una enfermedad que ha aprovechado los mismos canales por el que se mueven a toda velocidad y a la escala mundial tanto personas como mercancías. Asimismo, el coronavirus no ha hecho más que resaltar la urgente necesidad de cambiar nuestra manera de relacionarnos con la naturaleza y acabar con la extracción de recursos no renovables.
Si la resistencia al cambio es inherente a las instituciones políticas y económicas no lo es menos en el ámbito del pensamiento y la conducta individual y colectiva. Los seres humanos caemos pronto en las redes del conformismo y la rutina. Solo nos movemos cuando nos vemos impelidos a ello por unas circunstancias que no dejan margen a la pasividad. Nuestra ciega fe en la ciencia y la tecnología, alimentada por los medios de comunicación, nos lleva a confiar en soluciones rápidas y cómodas a todos los problemas. Los hechos contradicen los principios de la fe en el progreso, pero la mayoría prefiere ignorar la realidad y seguir escuchando la orquesta del Titanic mientras el barco se hunde. Lo inteligente, en una situación como la que nos ha tocado vivir, es hacer uso de la principal virtud de los seres humanos: nuestra capacidad de adaptación. No nos queda más remedio que adoptarnos a los cambios que ha traído el COVID-19 a nuestras vidas mientras que se mantenga la alerta sanitaria. El principio de prudencia debe prevalecer por nuestro bien y el de las personas que forman parte de nuestro entorno.
Por desgracia, una parte importante de la economía de España y de Ceuta depende de actividades que requieren muchos movimientos y grandes concentraciones de personas, como el turismo y la restauración. Pasar de estos sectores a los que se van a primar desde Europa, a través del plan de recuperación de la Unión Europa, no es una empresa sencilla. Todos los nuevos empleos que pueden surgir del empuje a la transición ecológica, energía y digital requieren cierto grado de cualificación y una rápida adaptación empresarial. Resulta evidente que en pocas semanas este cambio no va a ser posible acometerlo con alguna garantía de éxito. Puede que nuestro país, una vez más, pierda el carro de la gran transformación económica que ha acelerado el COVID-19. Tendríamos que haber empezado la transición al nuevo modelo civilizatorio hace mucho tiempo, pero aquí se ha adoptado la postura cómoda de apostarlo todo al turismo y la construcción.
No obstante, de nada vale lamentarse por lo hecho o dejado de hacer en el pasado. Es hora de ponerse a trabajar con una actitud firme y decidida. En nuestra mano está presentar a las autoridades nacionales y europeas un diagnóstico realista y certero de la situación ambiental, económica y social de Ceuta. Este diagnóstico tiene que ser el preámbulo necesario del planteamiento de un riguroso plan de transición ecológica y digital que incluya objetivos acordes a los nuevos principios ambientales por los que apuesta la Unión Europea. Hemos pasado de “quien contamina paga” a “ningún daño ambiental es tolerable ni asumible”. En Ceuta tenemos pendiente un cambio de giro en la orientación política de la Ciudad. Hasta ahora el centro de los llamados planes de inversión se ha situado en torno al ladrillo. Ahora le toca ocupar este lugar a los bienes naturales y culturales. Nuestros montes, nuestro litoral, nuestros monumentos y nuestros yacimientos arqueológicos están en muchos casos abandonados a su suerte. Restaurar nuestro maltrecho patrimonio natural y cultural tendría que ser el eje vertebrador de la nueva política a la que obliga los nuevos tiempos y exige la Unión Europea.
La reversión de todo el daño causado al patrimonio natural y cultural tiene que venir acompañada por una economía cuyo motor tiene que alimentarse con fuentes de energía renovables. La descarbonización del modelo económico es una prioridad absoluta de una UE empeñada en cumplir sus compromisos de reducción del CO2 y la lucha contra el cambio climático. Todos somos conscientes que las energías renovables no son capaces de satisfacer la desorbitada demanda de energía que requiere el vigente modelo económico. Por esta razón no queda otra alternativa que reducir el consumo energético e incrementar el ahorro. Buena parte de este consumo se produce en nuestras viviendas y lugares de trabajo, de ahí la gran inversión que la UE va a ser en la renovación de los edificios para hacerlos más eficientes desde el punto de vista bioclimático, energético y de consumo de agua. No menos importante va a ser la renovación del parque de automóviles para sustituirlos por vehículos eléctricos. Y, por último, queda la cuestión de la economía circular. Nuestro planeta no puede permitir la actual generación de millones de toneladas de todo tipo de residuos. Ceuta es un ejemplo de la “no-política” de residuos. Enormes contenedores cargados de residuos con un grado insignificante de separación selectiva son embarcados con destino a vertederos de la península, al mismo tiempo que muchos puntos de la ciudad se ha convertido en vertederos incontrolados de todo tipo de residuos.
Como pueden apreciar, y con esto terminamos, el trabajo que queda por delante es inmenso, pero las oportunidades de revertir la mala situación ambiental, económica y social de Ceuta son inmejorables si sabemos aprovechar la ocasión que ofrece el plan de recuperación económica aprobado por la Unión Europea. Demostremos a los incorregibles cínicos que la voluntad y el entusiasmo permiten superar los retos más complejos.

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