Categorías: Opinión

Mi primer maestro

En memoria y con mi recuerdo agradecido y emocionado de Don Antonio Rico Muñoz, nada más y nada menos que mi primer Maestro. El verano se acaba. Y con su final, las aulas de colegios e institutos que en junio quedaron despobladas, se vuelven a llenar de alegría por la presencia de nuevos y antiguos alumnos que con su presencia le dan razón a su existencia. Vuelven a mi mente cada año por estas fechas, recuerdos de aquel inicio de curso en el que yo comencé a ir a la escuela…

Creo que casi todos guardamos entrañables recuerdos de nuestra primera escuela, de nuestro primer Maestro. Al menos yo así los conservo. Mi primera escuela... Un viejo caserón a cien metros de mi casa donde mi madre me llevó antes de cumplir los cuatro años, pagando cinco duros al mes y con la lección bien aprendida:

Modafinil is an oral drug and similar to Nuvigil (armodafinil). It promotes wakefulness and cognitive function by stimulating the neurons and brain functions https://www.health-e-child.org. Although researchers have yet to fully understand the mechanism behind Modafinil’s functions, some studies indicate that it may work by raising levels of dopamine, histamines, and norepinephrine in the brain.

"Cuando el Maestro te pregunte cómo te llamas, le contestas: Me llamo Pepito, para servir a Dios y a usted".

Así le respondí cuando me preguntó creo que el Maestro quedó bastante complacido, le causé buena impresión. "Este niño parece bien educado", debió pensar.

Un viejo caserón a cien metros de mi casa donde anidaban las golondrinas y yo me preguntaba cómo en un pequeño hueco del tejado podían entrar tantas aves y por qué el Maestro no las echaba de allí. Hasta que un día nos explicó que las golondrinas dan buena suerte y que no se nos ocurriera apedrearlas ni intentar subir al tejado para robarles los huevos del nido.

El viejo caserón tenía una puerta, dos ventanas al este (desde una de las cuales yo podía ver mi casa) y tres al oeste, un pequeño cuartito (el servicio), varias filas de bancas con sus tinteros y, presidiéndolo todo, la mesa del Maestro flanqueada por una pizarra a cada lado.

No había patio de recreo y, por tanto, tampoco había recreo. Sin embargo, a partir del mes de Abril el Maestro nos dejaba salir a la puerta de la escuela un ratito a media mañana. Allí sentaditos nos comíamos el bocadillo bajo su atenta mirada, pendiente de que no nos bajáramos de la acera cuando pasaba alguno de los escasos coches que por aquel tiempo circulaban. Ya se notaba una calidez y un olor mezcla de aromas campestres y de mar a la vez, un olor que  a todos nos ponían más contentos y alegres, porque interpretábamos que esas señales anunciaban la llegada del buen tiempo.

Como se habrá podido deducir, la escuela no era sino un edificio más entre las viejas viviendas de planta baja que, contiguas unas a otras, se alineaban a ambos lados de la calle. Al entrar por su puerta se pasaba directamente de la calle a la escuela, cuya extensión se correspondía con la única aula donde estábamos todos los niños. Y lo más importante, mi Maestro, Don Antonio.

Don Antonio era manco, le faltaba el brazo izquierdo, el cual lo tenía cortado desde más arriba del codo. Pero con el derecho le bastaba, yo diría que le sobraba para todo. Primero venía todos los días conduciendo una vieja "Vespa". Más adelante traía su propio coche, un "Volkswagen escarabajo" negro, de los que estaban entonces de moda. Eso sí, se me olvidó decirlo antes. Don Antonio llevaba un brazo ortopédico.

La escena se repetía todos los días, pero no por cotidiana nos resultaba menos sorprendente. Don Antonio llegaba en su coche, abría la puerta y todos los niños entrábamos estrepitosamente en la escuela, raudos a ocupar cada uno su sitio para presenciar el acontecimiento. Don Antonio entraba, nos daba los buenos días y parsimoniosamente se remangaba el brazo ortopédico, desabrochaba las correas que lo sujetaban y lo guardaba en el cajón de su mesa.

No recuerdo exactamente cuántos niños había en la escuela, pero calculo que seríamos alrededor de cincuenta, ya que por entonces no creo que a Don Antonio le importara mucho la "ratio" de la que tanto se habla ahora. Los había de todas las edades y tamaños y yo observaba cómo Don Antonio tenía preparado cada día el trabajo apropiado para cada uno en su correspondiente libreta. No contaba con fotocopiadora, ni tampoco con ordenadores, ni nada de eso. El tampoco lo necesitaba. Algunos niños estaban aprendiendo a leer y escribir, otros ya conjugaban verbos y, los más adelantados, resolvían problemas, raíces cuadradas y ecuaciones.

Don Antonio también sabía que entre nosotros los había más torpes y más listos, pero no creo que supiera el significado del término "a.c.n.e.e.” (alumno con necesidades educativas especiales) que hoy tanto se utiliza en el ámbito de la educación.

Recuerdo que el tiempo transcurría muy lentamente. Comenzábamos las clases en septiembre y volvíamos a la escuela alegres, revoloteando como las golondrinas de su tejado, aún con ropa de verano y la piel bronceada por los baños en el mar. Pero después venía el invierno, un invierno que parecía eterno, un invierno más "de verdad" que los de ahora, donde los días de lluvia se sucedían uno tras otro pareciendo no tener fin. Y yo me pasaba largos ratos mirando caer la lluvia a través de la ventana del colegio.

Teníamos clases de lunes a viernes mañana y tarde y los sábados sólo por la mañana. Pero los sábados los dedicaba Don Antonio a enseñarnos Historia Sagrada, en la que casi siempre aparecía la vida y proezas de un personaje del Antiguo Testamento, que después nos preguntaba. El tiempo restante lo empleábamos en cantar las canciones que nos enseñaba. Formábamos una especie de coro, con todos los niños sentados en las bancas, y el Maestro de pie frente a nosotros, ejerciendo de director. Recuerdo dos canciones que a mí me gustaban especialmente: "Pepito Perdiguero" y "María de la O". El estribillo de la primera decía algo así como:

"Soy Pepito Perdiguero

soy una ciencia española,

soy el primero en la clase,

empezando por la cola".

En la de "María de la O" había que omitir algunas palabras que se sustituían por gestos, como llorar, reír... Cuando llegaban estas palabras, Don Antonio dramatizaba sustituyéndolas por el gesto correspondiente, haciendo las delicias de los niños.

Y después de las canciones, para cerrar la semana, ayudábamos a Don Antonio a limpiar la escuela. Barríamos, fregábamos, quitábamos el polvo... Pero lo que más nos gustaba, incluso nos peleábamos por hacerlo, era limpiar las dos pizarras con un trapo húmedo y ver lo bien que quedaban con un resplandeciente negro azabache.

Y así, entre largas horas de estudio, viendo cómo entraban y salían las golondrinas del tejado, la lluvia tras los cristales en los inviernos eternos, los cánticos y la limpieza de los sábados o los originales recreos en primavera, fueron pasando el tiempo y fue pasando también mi infancia. Hasta que llegó el día que, cumplidos los diez años, tuve que dejar mi escuela para pasar al Instituto. Sin embargo, seguí asistiendo a clases particulares con Don Antonio, y con su hijo Antonio, al que familiarmente todos llamábamos Nono, que también se hizo Maestro y que por aquellas fechas ayudaba a su padre. A Nono todavía tengo el placer de saludarlo de vez en cuando por la calle. Allí seguí dos o tres años más hasta que Don Antonio cerró la escuela.

Han pasado los años y ¡las vueltas que da la vida!, mira por dónde resulta que hoy el Maestro soy yo. A mis alumnos, sobre todo a los que he tenido de entre siete y diez años, a esos a los que están en una edad que se les puede contar cosas porque las entienden y, sobre todo, se interesan y entusiasman, les he contado todas estas anécdotas y recuerdos imborrables de mi infancia.

El viejo caserón sigue a cien metros de la casa de mi madre, no se ha movido ni un palmo. Después de la escuela fue un almacén y ahora es una enorme casa de dos plantas. A veces paso por allí y me quedo con ganas de llamar a la puerta y decirle a su propietario:

- "Mire, resulta que esto que hoy es su casa, cuando yo era un niño era una escuela. Nada menos que mi primera y única escuela. Donde pasé los momentos más memorables de la etapa más memorable de la vida de una persona: la infancia. Y si un niño tuvo la suerte de nacer en una familia que supo hacerlo feliz, y además vino a parar a una escuela donde un maravilloso y original Maestro supo encauzar su insaciable curiosidad y sus deseos de aprender, que fue la causa más directa de que luego él se pudiera considerar una persona afortunada en la vida, pues resulta que ese niño tendría mucho que agradecer al espacio que encierran estas cuatro paredes. Y como además resulta que el niño al que me refería antes soy yo, me atrevería a pedirle un favor que sería de gran trascendencia para mí y por el cual le estaría eternamente agradecido. ¿Sería usted tan amable de dejarme entrar y recorrer, quizás por última vez, todos estos rincones que tan importantes y familiares fueron para mí en otro tiempo?".

P.D. Gracias a “Nono” (como cariñosamente hemos conocido siempre al hijo de Don Antonio) he podido rescatar las dos fotos que ilustran este artículo. Una es una foto de niños y niñas de Primera Comunión en la Iglesia de San José, con Don Antonio en el centro, por detrás de los niños. Puede ser de 1963 o 1964. La otra es de un acto de homenaje a algún Maestro-as en el Ayuntamiento. Don Antonio es el que está en el centro a la izquierda.

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