Mi niñez transcurrió en África… Mis primeros recuerdos son de Chaouen, un pueblo pintado de azul y blanco entre las montañas…Y los años se emborronan, se desdibujan y vuelven otra vez a dibujarse en Ceuta, en un lugar rozando el mar del Estrecho, junto al saliente de la Puntilla. En este punto se hallaban los pabellones amarillos de los obreros de la Junta, y pasado la carretera, bajo “El Monte” se encontraba “Las Barraquillas”, lugar donde por unos años sería mi hogar. Todas las casitas fueron edificadas a golpes de riñón, de sudor y de esfuerzo de los vecinos. Estos vecinos, gente sencilla y humilde, gente de este lado del corazón, construyeron sus casas con cemento, piedras, ladrillos, madera y tejados de uralita y zinc…
El lugar era delicadamente hermoso, todas las casitas se situaban debajo de un monte que en su pendiente hasta llegar a su atalaya -coronada por la residencia militar Galera-, trepaban pinos y arbustos de ricino; y en su vertiente más a poniente, descendía el antiguo jardín de la Junta jalonado con una serie de fuertes y erguidas palmeras que, al contraluz del cielo, conformaban un entorno mitológico, de ensueño… Hacia el Norte, una playita aplacerada, un peñasco solitario -la “Isla”- unido por un extremo a la escollera de la alineación del dique de poniente, remataba nuestro entorno.
La infancia, no tiene patria, ni lugar, ni tiempo; la infancia, yo diría, que es algo etéreo; algo que se presagia inexistente; algo que como las aves migratorias levantan el vuelo y arrumban a lugares recónditos más allá de nuestras miradas. Y sin embargo, cuando su recuerdo es ya meros trozos de olvido en nuestra frágil memoria, regresan al mismo lugar donde por primera vez abrieron sus ojos.
Podría contar tantas cosas de esos años… Podría contar como las nubes bajaban hasta casi rozarnos, para después dejarnos la lluvia al pie de cada casa, al pie de cada tejado, en cada camino, en cada árbol, en cada pétalo de aquellas flores… Sí, las nubes bajaban y nos dejaban su aguacero al pie mismo del “Monte”, del caño de agua del “Chorrillo”, al pie mismo de los vecinos…
Podría contar como subía la cuesta hasta las palmeras y luego asida a una palma blanquecina, a modo de columpio, dejarme ir hasta que el cansancio no me permitía por más tiempo continuar apretando mis manos contra ellas. Luego trepaba a otra palma, y luego a otra, y a otra…Y finalmente, empapada con las gotas de agua que la lluvia había dejado en las palmas, me bajaba adonde jugaban mis amigas…
Podría contar cómo saltábamos la comba; o cómo jugábamos al piso; o cómo se hacia saltar con la oquedad de las manos los bonitos cromos de mil colores, para que luego cayesen del lado del envés; o cómo éramos las mejores mamás de nuestro bebes-muñecos…
Podría contar cómo en primavera, después de un chaparrón pasajero, todavía con los árboles y la yerba mojada por la lluvia, nosotras, íbamos a recolectar, como hacen las laboriosas abejas, las mejores flores… Y recolectábamos campanitas amarillas de las vinagretas, los coloridos don diegos, las blancas y delicadas azucenas de la verja de la Hípica, las altas espigas aún verdes, las cárdenas malvas con su pequeña semilla de pan…e incluso alguna amapola que se pintaba, como unos labios rojos, para nuestros ramos. Y finalmente, guardad el secreto, os revelaré cómo, de una manera cuidada, sin apenas percibirse, dábamos a entender al niño de nuestra pasión, que nosotras éramos, sin lugar a dudas, la princesa que todas las noches, en sueños, él deseaba decirle que la amaba…
Es verdad, podría contar tantas cosas* de esos años de mi niñez…
(*) Amparo podría contar muchas cosas de esos años de niñez, sin embargo, yo les voy a contar una pequeña historia, que ella no se imagina que yo me acordara y que puedo dar testimonio, pues la presencie en más de una, de dos, de tres…ocasiones. Y he ahí, el pequeño apunte:
En casa de los Bermúdez, a Amparo le decían la”Guapa”, no es que las demás desmerecieran, sino que Amparo llamaba la atención, porque tenía la piel y los ojos claros, y el pelo rubio como el trigo maduro. En los demás niños el pelo y los ojos eran obscuros, y la piel era morena, morena de tanto tostarse al aire y al sol…
Cuando después de ver Bonanza, Caravana, Bronco o el Virginiano… íbamos saliendo de debajo de la mesa del comedor de Casa Mariquita -nuestro cine de barrio-, Bermúdez padre, siempre le apuntaba la misma sentencia a Amparo: «Me gustaría saber pintar como los “grandes maestros” para pintarte en un cuadro y dejarte ahí, pintada para siempre…
Después de oír este piropo, Amparo no sabía que decir ni que hacer… Ella se sonrojaba, y el encarnado de su cara le perduraba, aún, después de bajar del corredor y las escaleras, e incluso después de estar un rato sentada, con las demás niñas, en el poyete de la terraza donde jugábamos…
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