Anoche, desde la ventana de mi estudio, oía a los coyotes aullar más que nunca. Yo creía que era el eclipse de la luna que los había dejado sin luz en estas colinas de Hollywood. Parecía que las hembras pedían a gritos un trozo de luz para que sus crías pudieran ver y mamar de sus senos. Lo cierto es que a esas horas, antes del crepúsculo, los coyotes rompían con sus aullidos el inmenso vacío de la sombra.
Pero no era el eclipse de la luna o las crías buscando perdidos en la oscuridad la leche dulce de sus madres. Mis vecinos parecía que aullaban desesperados porque presagiaban que las palabras se rompían y caían de los libros, como una lluvia de tinta que agonizaba en el agua verde del lago. Sabían que la luz que veían cada noche de mi atelier se había quedado sin fuerzas para crear. La luna dejó de alumbrar porque durante el Jueves Santo había muerto el niño mágico de Aracataca, el hombre de las leyendas que conocí un día vestido de blanco. Los coyotes aullaban más que nunca porque se había ido el duende que vivía en los bosques de la metáfora. Cien años de soledad se hundían en mis recuerdos de él en Cuba.
Una noche del año 1986 me habían invitado a un concierto en el antiguo Teatro Federico García Lorca de La Habana. La voz de la soprano Victoria de los Ángeles nos conmovía a todos. A mi lado en el palco había un hombre vestido de blanco. Yo iba vestido de negro. Nos miramos los dos de arriba abajo y cruzamos una sonrisa. Comentamos la maravillosa voz de la diva española. Tenía la cara de un hombre afable, bueno, de aspecto sencillo; la guayabera que llevaba probablemente se la había regalado Fidel… Nos chocamos las manos. “Gabriel” – me dijo. “Ginés” –le dije a él. En el descanso de la opera subimos a una sala de invitados donde conocí a la soprano. Yo iba acompañado de la bailarina Alicia Alonso y de su marido Pedro Simón. Alicia caminaba como una gacela y deslumbraba a pesar de estar ciega. Allí, entre copas, hablamos más. Gabo y yo teníamos amigos comunes en Cuba, Colombia y México.
Dicen que la raza canina presagia cuando la vida se va a otro lugar. Hace unos días vi fotos de un perro que al atardecer se iba a dormir a la losa fría de la tumba de su amigo como si todavía lo sintiera respirar. El realismo mágico no muere. En Nayarit he visto al Marakame buscar a un lobo azul que lo conducía al camino de los dioses. Carpentier, Borges, Asturias, Cortázar…, los coyotes también lloraron cuando dejaron de hablar. Aquella noche, Pedro y Alicia me llevaron en su coche al Hotel Presidente. No vi más a Gabriel García Márquez hasta un año más tarde, en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano que se celebraba también en La Habana y que él presidía. Pero esa vez yo estaba absorto con la mujer que me tocó a mi lado, una de las mujeres más bellas que he conocido. Era Julie Christie, la actriz de la película Doctor Zhivago.
Me contaba que estaba rodando una película en Sudamérica pero no recuerdo más porque los colores de sus ojos me embrujaron; eran del color de los cristales manchados de sal que yo recogía de niño cuando caminaba por las playas de los mares azules de Ceuta. Los de Bo Derek, a quien conocí años más tarde en una de mis exposiciones en Santa Bárbara, y los de la modelo Lisa Patrick, la madre de mi hijo Paco, cuando los vi por primera vez en Sídney, también me cautivaron… Eran azules intensos, penetrantes, como el agua de poniente, profundos, seductores, llenos de fuerza… Absorto con su mirada, junto a aquella diosa que me llevaba en el tren a los lagos de Altai en Siberia, yo me sentía muy lejos de las palabras que Gabo decía en el escenario…, o de la retórica endiosada de Fidel, a quien nadie esperaba esa noche, pero que apareció de improviso y hablaba, hablaba y hablaba sobre el cine, su cine, su propia película… Yo veía a las gaviotas volando perdidas en el cielo negro del teatro con trozos de mar amarrados en sus alas buscando escaparse libres por el Malecón.
A mí me cautivaron los ojos de Miss Zhivago y a Gabriel le embrujaba un héroe mágico como Fidel, olvidándose que el uniforme militar que llevaba puesto el Comandante no era como el de su abuelo, aquel viejo coronel de la guerra de los Mil Días de Aracataca, sino el de un utópico gigante que había sido capaz de derrotar a Batista, limpiar el país de la explotación de los gringos, y convertirse al marxismo en una habitación de la enfermería de la Cárcel Modelo en la isla de Pinos. -- El joven Fidel, por haberse casado con una hija burguesa hija de un oficial de Batista, no fue llevado a aquella cárcel sin puertas como sus amigos guerrilleros. Estaba encerrado cerca de una clínica y allí oía cuando torturaban a sus compañeros nacionalistas.
La amistad de Gabriel García Márquez con Fidel le hizo ganar muchos enemigos en el pequeño Templo Saber de la literatura, unos por odio y otros por envidias. Susan Sontag, Octavio Paz y otros autores le criticaban por ser amigo íntimo de un dictador que había roto las alas del pueblo cubano. Pero el peor y el más triste incidente fue el que protagonizó el autor peruano Mario Vargas Llosa, quien en 1976, en un cine de México, le dio sin más un puñetazo a Gabriel García Márquez en el ojo izquierdo, y a partir de entonces nunca se hablarían más.
Y es que estos autores y otros, aunque después les concedieran los premios Nobel de literatura o los Príncipes de Asturias, no comprendieron jamás que el creador de Macondo no era tan buen escritor como ellos ... porque Gabriel era mucho más. Él fue un genio, un artista que escribía sus libros con faltas de ortografía. Y no lo entendieron jamás. Gabo hizo de la literatura su propia vida. Vivía inmerso en esa cosmología. No se tragaba las palabras como decía Neruda sino las usaba como hacía Picasso con sus pinturas. La literatura se convirtió en él en una metáfora de la vida misma. Él vivía en carne y hueso el realismo mágico. Y Fidel no era Fidel sino el protagonista que llevaba la máscara del héroe en su novela de la vida. Esa metáfora que no pudo escribir jamás pero sí vivirla, sentirla y recordarla hasta su último día.
Tuve también la fortuna de conocer a otro genio de la literatura. Para mí, el más honesto. Le bastaron un puñado de páginas para escribir Pedro Páramo y El llano en llamas. Los dos únicos libros que publicó en toda su vida pero que lo hicieron universal. A pesar de la constante súplica de sus editores a que volviera escribir, él confesó que no podía crear algo mejor, y se negó una y otra vez. A ese hombre maravilloso llamado Juan Rulfo lo conocí pocos meses antes de morir en el Instituto Nacional Indigenista (INI), en México D.F., donde él trabajaba como editor de libros sobre indios y yo trabajaba con los indígenas como asesor de las Naciones Unidas.
El Ministerio de Relaciones Exteriores del gobierno de Fidel me invitó tres veces, durante los años 1986 y 1987, a dar conferencias en la Academia de las Ciencias, en la Universidad de La Habana, en el Instituto Montané de Antropología, entre otros centros, y me pidieron que expusiera mis pinturas y cerámicas en el Museo de la Casa de las Américas. En La Habana hice un lienzo grande que titulé “Poema a Ceuta,” que años más tarde se vendió en el Japón. El Museo se quedó para su colección con la pintura “Nostalgia de Ceuta”. A finales del siglo XIX, en mi tierra natal, habían vivido presos conocidos rebeldes, escritores y poetas cubanos. En 1987, publiqué un artículo sobre el héroe José Martí en El Faro de Ceuta, titulado Ceuta y Cuba.
Yo no era marxista pero simpatizaban con el trabajo que venía haciendo desde hacía años con los campesinos e indígenas en México y sobre todo con mi labor defendiendo los derechos de los indios norteamericanos porque con la información que podían obtener de mí podían criticar al gobierno de los Estados Unidos. Pero el 23 de marzo de 1987, antes de salir hacia México, escribí desde La Habana:
“Anoche pasé toda la noche desde las 11 pm hasta las 6:30 am trabajando. Hice varias pinturas, una para el Hotel Presidente..., pero lo que me llevó más tiempo fue un informe que titulé “Indígenas cubanos actuales” dirigido a Fidel en donde avisaba al Ministerio de Relaciones Exteriores que urgentemente debían de apoyar al departamento de Antropología de la Universidad de la Habana para llevar a cabo un intenso estudio en zonas indígenas, principalmente en la provincia de Oriente, con la idea de mejorar sus condiciones de vida y crear un Centro indigenista que ayudara a respetar sus culturas y tierras." Y les ponía en aviso de las críticas que podían recibir de seguir manteniendo a estos grupos de indígenas en el olvido. No hicieron nada por los pocos indígenas que quedaban. Y a partir de aquella carta ya no me invitaron más y no tuve la oportunidad de encontrarme de nuevo con Gabo.
El mago colombiano de Aracataca terminó en gran parte recluido en su casa de México. Su obra quedará para siempre. La vida no tuvo límites en su universo.
Un día después de su muerte, un silencio sepulcral inundaba el bosque y el lago. En la noche del Viernes Santo no se oían los aullidos. Era asombroso. De la sombra nacían los colores verdes de los árboles y en medio del lago se reflejaban cientos de luces que flotaban en las aguas como pequeñas antorchas encendidas… Eran los ojos de los coyotes que lloraban a Gabo.
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