Cuando el gurú George Lucas negociaba con los distinguidos ejecutivos de Twentieth Century Fox la financiación de Star Wars, tuvo que poner sobre la mesa una oferta que los sedujera para aportar el capital de una película en cuyas posibilidades no creían. Lucas renunció a sus emolumentos a cambio de un 40% de las ganancias en taquilla y de los derechos de merchandising. A la vez que parecía un buen trato para la productora, se trataba de un enorme riesgo por parte del creador del mítico universo intergaláctico, ya que asumía como propio el posible fracaso de que el público no supiera ver en esta cinta el casi infinito potencial creativo y de divertimento que posteriormente coparía las vidas de más de una generación. A toro pasado bien podemos quedarnos pasmados ante la habilidad de Lucas para copar los beneficios de todo lo que se ha vendido a lo largo de los años con la marca Star Wars, pero eran otros tiempos y el verdadero negocio de una película no residía en cuántas figuritas, pósters, pijamas o cualquier otro artículo imaginable pudiesen venderse en relación a ella. Este cuarto episodio de la saga (primero en ser rodado, y estrenado en 1977) cambió en gran medida el cuidado con el que se diseña una superproducción por todo lo que la rodea y la habilidad requerida para venderla en múltiples formatos.
Hace no demasiado hablábamos del efecto de los minions en el personaje de Gru (nuestro ¿villano? favorito) y del impacto mercantil de los mismos. Tampoco podemos hoy concebir El Señor de los Anillos o Juego de tronos (cada día existe mayor simbiosis entre cine y televisión) sin una legión de fieles coleccionistas de piezas de culto. Ni que decir tiene que harina de otro costal es el mundo de los superhéroes. Un padre podría olvidarse las llaves del coche unidas a un llavero del martillo de Thor, y entonces no poder llevar a su hijo al cine a ver el estreno de la última de Batman, y sería una pena, porque el pequeño se habría puesto con ilusión para el evento sus gayumbos de Superman y su padre andaría abriendo boca para la cita que ambos iban a disfrutar enfundándose la camiseta nueva de Lobezno…
Se hace necesario recordar que Disney (si de algo sabe es de hacer dinero consciente de lo que el espectador quiere ver) es actualmente la dueña de la marca Star Wars y de Marvel, las dos grandes ubres de donde sale la leche del mercado infantil, juvenil y talludito. También Disney (qué miedo dan los jodíos) engulló la compañía Pixar, y desde hace años cualquiera puede tener el muñeco de Buzz Lightyear a escala real o un peluche de Nemo o Dory.
Aunque existan datos más o menos fiables, el impacto económico de los subproductos siempre va a ser mucho mayor de lo que las cifras dicen, y yo siempre he sido de los que opinan que un buen negocio cinematográfico está por encima incluso de la misma película, y por mala que esta sea, si tiene posibilidades de venderse bien por otros medios se sigue exprimiendo. No sé por qué me viene justo en este instante a la cabeza la ya tercera parte de Cars, una saga mediocre que bebe de una idea mediocre y que aburre a estas alturas más de lo que divierte, pero no hay niño pequeño que no tenga algo con la imagen impresa del puñetero Rayo McQueen. En manos de los influenciables y tiernos infantes no solo está el futuro, sino también la capacidad para alimentar al mercado más voraz. Show business…