Menor extranjero no acompañado. Nada que no supieran. Vi a un mena por primera vez en mi vida la misma tarde que llegué a Ceuta. Es curioso cómo, las más de las veces, hablamos sobre realidades que jamás hemos conocido lo suficiente, ni siquiera, como para nombrarlas. El mundo es todo aquello que somos capaces de explicar con palabras. Decía que hasta que no puse mis pies en este lugar, nunca antes, jamás, había visto un mena. Lo cual no quiere decir que de donde vengo o donde he estado no los hubiera. Simplemente, no reparé en ellos. Para mí eran, son, como para ustedes los inmigrantes, en general. Imperceptibles, hipocresía a parte. Uno se acostumbra a vivir en un escenario donde la ruina humana termina siendo tan frecuente, que acabamos insensibles a ella. La asimilamos como parte del decorado urbano: árboles, señales de tráfico, papeleras, farolas, pedigüeños, alcohólicos desaliñados, rebuscadores de basuras, daledales y todo un sustrato tan al fondo del agujero que incluso el marxismo inventó un nombre especial para ellos con la intención de colocarlos por debajo de la clase obrera. Lumpen. Habrá quien intente extraer de mis palabras una conclusión arriesgada: menudo pendejo el hideputa éste, tan insensible, tan incapaz de morderse el veneno de su propia lengua. Les contaré que el mayor de mis miedos consiste en terminar en la calle. Literalmente.
“Les contaré que el mayor de mis miedos consiste en poder terminar en la calle. Literalmente”
Nadie, ninguno de nosotros, ni ustedes ni yo estamos a salvo de esa tragedia. Basta un revés vital para que nuestra existencia se precipite hacia un fundido a negro. Una muerte inesperada, una pérdida irreparable, una separación, el desempleo a destiempo, la ruina económica o el descrédito personal son algunas de las incontables razones que empujan a una persona a lanzarse en los brazos del abandono de sí mismo. Cuando cruzas esa puerta, con mucha dificultad hay vueltas atrás. Te acostumbras a pordiosear durante el día y a dormir con una navaja bajo el cartón que te sirve de almohada, las horas te sobran y pierdes la noción del tiempo.
El animal que llevamos dentro emerge a la superficie y sobrevivimos en una jungla de asfalto y hormigón. La urbanidad desaparece y solo queda el instinto. Pues todo esto que tengo tan interiorizado, y a lo que temo como al peor de los males -sea por soberbia personal, sea por amor propio intelectual-, es una sensación similar a la que ustedes sienten con los mena. En esa primera vez, mi primera vez, mi acompañante tuvo que decirme “¿los ves? Son mena” porque yo era incapaz de identificarlos. Para mí, eran chavales jugando con un balón junto al puerto, aprovechando una agradable tarde de poniente.
“Pero cada día que paso aquí, no puedo dejar de preguntarme qué piensan de nosotros”
Estaban allí reunidos, seis o siete, dándole patadas a la pelota, como si de una pachanga se tratase. Para mí, no eran diferentes a esos otros niños, también de piel acaramelada que gastan las horas de su juventud en sobrevivir a la cornada de la vida. No fui capaz de encontrar las siete diferencias. Sin embargo, mi acompañante me advirtió de la peligrosidad de su presencia.
Aún no he sufrido ningún tropiezo con ellos y vivo como si no existieran. Pero cada día que paso aquí, no puedo dejar de preguntarme qué piensan de nosotros, qué sienten, por qué creen que son tan odiados. Y me gustaría parecer normal junto a uno de ellos, sentados en una terraza, charlando, mientras contemplamos la llegada de los barcos cruzando satisfacción a las necesidades de los más desfavorecidos de nuestro país. Será entonces cuando podamos afirmar que hemos dejado de “estar en la luna”.
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