Opinión

Memorias de Ceuta | La aguadora y la conejera

África, la madre de Juan Antonio, nos había dicho el día anterior, que fuésemos a recoger una conejera que un familiar suyo tenía en uno de aquellos patios que conforman el laberinto de callejones y callejuelas, que alrededor del célebre Cebollino y la no menos popular calle Sevilla, van ascendiendo desde la altura de la iglesia de los Remedios y la plaza Azcarate, hasta las últimas casas que bordean la carretera que circunda el Hacho; y, que en un alarde de equilibrio, se recuesta sobre los precipicios del Recinto Sur. Más allá, el mar infinitamente azul… A veces, cabo Negro, se difumina sobre el horizonte blanquecino teñido de celeste, con trazos grisáceos sobre las cumbres de las montañas del Atlas…

Abandonamos nuestro patio en la calle Misericordia, la ramblilla, el puente Almina, subimos la calle Real, y nos adentramos en aquellas laberínticas callejuelas -remedo de aquel otro del Minotauro de Creta- , hasta dar con la casa del familiar de África; y, allí, apoyada contra el muro de la casa, se encontraba en espera la conejera que habíamos de transportar. Dicho y hecho, al momento nos pusimos uno delante y otro detrás y comenzamos a descender el pasaje empedrado camino de nuestras, ahora, lejanas calles.

Aquel cajón destartalado con dos pequeñas puertecitas cubiertas de tela metálica apenas si nos pesaba; pero mediado el descenso ya empezamos a sentir su peso sobre nuestras manos. Llegamos a la plaza Azcarate con la conciencia clara de que aquello no era una bagatela como pensábamos al comienzo de ponernos en camino; sino muy al contrario, aquel encargo nos iba costar sangre, sudor y lagrimas…

Después de descansar un buen rato, nos pusimos en camino con la mirada puesta en la iglesia de los Remedios; pero la iglesia no aparecía y nuestras fuerzas cada vez iban a menos; por fin llegamos y arrojamos la conejera contra el portalón de la iglesia: próxima parada la plaza de los Reyes.

Y de nuevo, un paso tras otro la procesión se puso en marcha con los costaleros abandonados de la mano de Dios… Era pertinente que Dios nos abandonara, pues aquella procesión por la calles de Ceuta, no estaba encomendada a ningún Cristo, ni a Virgen, ni a Santo alguno; por tanto, no debíamos esperar ninguna ayuda de las alturas. A trompicones, exhaustos, ausentes, y sin saber siquiera como nos llamábamos, alcanzamos la plaza de los Reyes; Juan Antonio, se sentó -completamente perdida la mirada- encima de la conejera; y yo, sin fuerzas para encaramarme, me senté en el suelo, apoyada mi espalda en ella.

Y, a pesar de la laicidad de nuestro Vía Crucis, Dios desde su palacio de cristal, se acordó de nosotros… De tal suerte, que nos envió un ángel redentor para ayudarnos en nuestra misión imposible. Y efectivamente el ángel se llamaba África (*), que al vernos tan abatidos y desarmados -como los ejércitos en retirada- la compasión habitó en ella, y como un trueno su voz exclamó:

¡Pero, niños a dónde vais con esa conejera, ese no es trabajo “pa” vosotros! -para a continuación afirmar:

-¿a dónde lleváis este trasto?

-Al Callejón del Asilo -respondimos al unísono los dos.

-Venga, ponerse detrás que yo me pondré delante. ¡Venga que tengo trabajo, venga...! -volvió a repetir.

Y al instante, arrebatados por las palabras de África, obedecimos sin rechistar sus palabras, como soldados enardecidos por una proclama. Y ella delante, nosotros detrás, bajamos la calle Real hasta alcanzar el Rebellín y el Puente, hasta que ella de -manera firme-, mandó parar; a continuación, encendió tabaco con la majestad de un personaje de novela: su figura, en medio de la calle, se presentaba erguida, firme, con la mano izquierda en jara a la cintura, y la otra sujetando entre los dedos un cigarro que pausadamente se lo llevaba a la boca, para luego aspirar una larga calada que de inmediato exhalaba en un remolino de humo gris. Para mí, África, en esos momentos representaba la fuerza y la libertad, y era tal la dignidad y la apostura que traslucía, que ni siquiera las estatuas del jardín de San Sebastián podían igualarse en presencia.

Abocamos el Callejón y llegamos por fin al patio; los vecinos, alertados por nuestras voces, se acercaron e hicieron un coro en torno a nosotros, y como siempre pasaba en estos casos, ya había un motivo para alterar la soñolienta tranquilidad de nuestro patio, con las discusiones que probablemente se producirían con la llegada de la conejera…

África, terminado el encargo divino, se marchó con un: ¡Bueno, niños, ahí os quedáis…! Y yo, la vi marchar ramblilla abajo, con la impresión de que África, África «la Aguadora», era algo más que una mujer…

(*) : Como ya hemos apuntamos en alguna ocasión, y en las imágenes del texto, en otras poblaciones, tales como: Palencia, Aracena, Ciempozuelos y otras,   se ha homenajeado con enorme cariño y respeto a la «mujer aguadora» con bonitas estatuas, que también se podría realizar en Ceuta, con África, una verdadera mujer donde las haya, hacerle justicia; porque durante años fue uno de los personaje con mas arraigo y mayor popularidad de la ciudad; de tal manera, que se la podía homenajear como se ha hecho en otras poblaciones de España, con la mujer aguadora; y de paso cambiar el feo apelativo de «macho», con la que algunos la nombraban -producto de circunstancias de otra época poco sensibles a rasgos y comportamientos singulares- por el de «aguadora», que es el oficio a lo que en realidad se dedicaba y gustaba de ejercer, África. ...

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