Hace unos días leí un relato que escribí de muchacho sobre la Isla. Y en el último párrafo escribí: «Agitación dentro de mí. No sé, pero creo que este jardín helado ha silenciado en el alma una idolatría inmensa, humilde, de hojarasca…» Y esta pequeña estampa poética de la Isla, ha estado guardada en una carpeta cerca de cuarenta años. Y no puedo, por tanto, dejar de emocionarme de estos versos escritos en prosa a la manera de Juan Ramón Jiménez, el poeta de la extrema sensibilidad, y al que yo veneraba como un santo del santoral católico. Era tanto mi afinidad con Juan Ramón, qué, en la mochila que portaba en bandolera y que me tejió mi madre, siempre guardaba el libro de «Platero y yo». Y a ratos, ya fuera en un jardín o en un banco de cualquier plaza, lo sacaba y la suerte mulana, me hacía abrirlo por cualquier página y empezar a leerlo sin que el mundo agitado de alrededor me impidiese lo más mínimo profundizar en su lectura. Yo he sentido en mi alma el roce extremadamente sensible de los versos de Juan Ramón, y he peregrinado en ellos buscando su palabra y su sentir doliente y a veces triste. Sí, Juan Ramón, es el poeta de la tristeza, de la belleza y de la nostalgia… Y para sentirlo, hay que lanzarse a su mar y bucear en sus infinitas aguas azules y verdes y dejarse llevar sin voluntad, sin disputa, entregado, por la corriente de sus alamedas y sus rosas únicas, en los caminos que ascienden en sus sueños de realidades imposibles… Si, Juan Ramón, es el poeta de la belleza imposible, solamente se encuentra en nosotros mismos, en nuestros sueños, en nuestros deseos, en nuestros propios versos que salen como un dardo de esperanza a clavarse en la belleza terrible de un ocaso que se desangra a cada instante entre un horizonte de fuego, de oro… a otro irreal de tonos rojizos, malvas y cenicientos…
Yo he vuelto a leer el relato que escribí de muchacho sobre la Isla. Y en otro párrafo dice: «Bajo y rompo con el pie mi figura reflejada, como una sombra lejana, en estos espejos de rumores huidos. Me tiro, ¡frialdad! Salgo tiritando de frío- de un frío azul-, que remueve el fondo de mis ideas meditabundas y olvidadas en la maroma de los años sin recuerdos». Y vuelvo a sentir, igual que antes, una emoción larga, profunda, que me hace cerrar los ojos, y trasladarme a aquel tiempo donde apenas tenía diecinueve años y el camino de la vida estaba aún por recorrer. He abierto los ojos, pero no puedo mantenerlos abiertos y, definitivamente, los he cerrados y me he dejado llevar por los versos que escribí al modo de Juan Ramón, mi poeta, a saber: «Desde la playa, por el camino de la escollera se llega a la Isla. Sus aguas, en la bonanza del Poniente son un palacio de frescura. Rincón donde la mar va a serenar sus ímpetus de temporal embravecido. Al mediodía, cuando el sol nos manda sus rayos en remansos de destellos verticales: ¡qué, maravilla!, cual un bosque naciendo en la espesura de una niebla verde oro, parece, de entre esas aguas infinitamente puras, resurgir. Por momentos, diríase que va a cristalizar una leyenda de ensueño, sensaciones extrañas en la quietud de mi soledad arraigada…
Hasta aquí llega, desde la ribera próxima, una algarabía desnuda; alegrías de niños saltando, brincando entre las olas como chispas de un fuego interminable. ¡Qué paz! Ora zambulléndose, ora derrumbados en los guijarros redondos de la orilla, los mayores dan un descanso a sus cuerpos bronceados por la quema celeste… ¡Qué sosiego…!
¡Qué paz! ¡Qué sosiego…!, he pronunciado sin dejar de cerrar los ojos. ¡Qué paz! ¡Que sosiego…! Y ya no ha hecho falta volver a leer el relato que escribí de muchacho, ahora, mi alma, sin titubeos, sin preguntarme siquiera, me ha abandonado y se ha ido a la Isla, junto a la escollera de la playa de la Puntilla…
La Puntilla era un saliente que hacía la costa junto a punta Negra, antes que desde punta Benítez, se curvarse en una larga ensenada que tenía su mejor expresión en la aplacerada playa Benítez; para después cerrarse por punta Bermeja -la punta más occidental-, en un abrupto peñascal de brava presencia al Estrecho. Y en este punto, se iniciaba la primera alineación del muelle de Poniente. Toneladas de piedras traídas de la cantera de Benzú -en un tren construido expresamente para ello-, se habían empleado para levantar la escollera de protección de los muelles. Y allí, junto a esta montaña de rocas se fue haciendo, con la ayuda del reflujo de las mareas, una playa magnifica, que si no muy grande, en cambio estaba a resguardo de los vientos de levante, que le daban el aspecto de una piscina natural, al lado mismo de nuestras casas. Y tuvo la causalidad, que la enfrentada norte de esa piscina natural, estuviese ocupada, como por arte de magia, por la Isla: ese peñasco que los tiralíneas en los planos de los ingenieros habían hecho rozar la soberbia escollera por su lado más al este. La Isla conservó siempre su nombre primitivo de antes de construirse el puerto, pero ya no era tal, y nosotros invadíamos su virginidad atraídos irremediablemente por el influjo de sus silencios y la belleza de su entorno…
Ente la playa y la Isla se situaban innumerables cuevas, que los grandes bloques en su caída desordenada al mar habían ido formando a su antojo. Y en muchas de estas oquedades el mar las había inundado dando lugar a unas increíbles pozas que los niños de la Junta, como en un dédalo mitológico, habían ido investigando y se conocían al dedillo. Ellos entraban y salían de este laberinto de roca viva sin que jamás perdieran la orientación; algunas de ellas, incluso tenían su adjetivo que las calificaban y las situaban en el tramo del rompeolas.
Para mí era una novedad todo aquello, y recuerdo como si fuera ayer, la primera vez que Perico Masa, su hermano Luis y el Guille, me llevaron a la escollera a mariscar. Llevaban varios salabares a los que añadían carnadas de sardinas y jureles amarradas fuertemente con unas cuerdas, para a continuación ir introduciéndolos en las cuevas; al poco, pasado un tiempo, iban apareciendo camarones, cangrejos, peces, y alguna que otra centolla… ¿Cómo era posible que en aquellas cuevas apareciera toda aquella fauna marina? No podía creerlo y me quedaba asombrado de la maestría y la destreza con que Perico y Luis, manejaban los salabares y los desplazaban de una cueva a otra.
Después de varias horas, la cosecha del marisco tocaba a su fin, recogimos todo y en la playa encendimos un fuego y cosimos en una lata de atún grande todo lo que los salabares habían capturado; pero antes de coserlos, Perico, cogió un puñado de camarones trasparentes, a modo de trocitos de hielos, les quito la cabeza, y como Pantacruel, los devoró en un santiamén… Yo quedé con los ojos más grandes y abiertos que un búho; sin embargo, él, después de saborearlos, dijo:
- «Crudo están mejor, y saben más a mar…»
La Isla y su camino de rocas era un paraíso para nosotros, los niños; y, era tan grande que incluso tenía una pequeña laguna interior llena de algas donde los más pequeños se zambullían sin sobresaltos de perder pie. En unos de sus extremos existía una poza que se canalizaba unos metros por debajo, completamente inundada, hasta dar por fin con la boca de la salida. Algunas veces, los más audaces, con los arañazos del coral en los hombros y en los brazos, tuvimos la audacia de sumergirnos y, pasados unos segundos interminables, alcanzar la superficie. El paraíso también era compartido por los pescadores, qué, con sus cañas largas, se apostaban aquí y allá, esperando que entrara el mejor de los peces. Luis y Antonio, los hermanos del Nani, siempre estaban apostados con sus cañas del país en los diferentes pesqueros que su habilidad con el anzuelo había ido aprendiendo; y no había día que, a la vuelta, en sus cubos, no sobresaliesen las colas de unas magnificas capturas.
Desde la orilla, a veces, yo miraba a la Isla como un reto… Deseaba tirarme al agua y nadar hasta ella; sin embargo, el temor me impedía realizar mi deseo. No me atrevía, mas el deseo quedó ahí, aguardando su momento, y tanto va el cántaro a la fuente, que un día, sin que yo me lo propusiera, surgió la ocasión. Y quiso la ocasión, que aquella mañana llegué tarde a la playa y los chiquillos ya habían tomado, junto al muro de piedra, el camino de la Isla. Yo aún podía escuchar entre los bloques sus lejanas voces… Así, qué, sin pensarlo, me quite la ropa y me lance al agua nadando de manera frenética hasta la Isla. Mientras nadaba observaba como saltaban a la roca y señalaban mi presencia entre las olas… Nada más llegar experimente la satisfacción de haber cumplido mi deseo, y sobre todo que aquellas voces, las voces de aquellos niños me habían llevado a superar el miedo atávico de vencer lo nuevo, lo desconocido. Las aguas puras, vírgenes, transparentes de la escollera, camino de Isla, ya nunca me fueron prohibidas, y a cada brazada mis ojos se fueron colmando de la vida fascinante, de color, de silencios, de aquellos fondos…
¡Oh la Isla!, desde nuestra playa de guijarros grises y blancos, una avanzada en el mar que se sentía, como una aventura pendiente en nuestros corazones deseosos y deseantes… Desde tu roca, al pie de la escollera, copiábamos tu mirada al Estrecho, como una señal de que la vida era nuestra y que estaba ahí mismo, junto a las olas azules y de espumas, y unida a la brisa de salitre que se llegaba desde Tarifa, ¡desde Poniente…!
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