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Memoria visual

U na sensación de nostalgia es la que me invade cada  vez que veo el espléndido programa, de precioso nombre, “Memoria Visual” –la ‘memoria que se ve’–, conducido por Salvador Jaramillo, un tipo cercano, entrañable, risueño, ocurrente y agradable. No quisiera que se confundiera esa nostalgia con algo parecido a la tristeza. Es, tan sólo, añoranza de un tiempo vivido, no necesariamente mejor que estos, pero sí eran los tiempos de una Ceuta diferente a ésta que nos ha tocado vivir actualmente. Tiempos aquellos en los que éramos mucho más jóvenes, claro, y, por eso, porque éramos más jóvenes, los añoramos cada vez que aparecen en la pantalla. En realidad, lo que se echa de menos acaso sea la siempre esplendorosa juventud compañera de aquellos tiempos.
Por la pequeña pantalla van desfilando cada semana personas, unas fallecidas, otras, más jóvenes, barrios que han desaparecido, calles que permanecen, pero que no se parecen a aquellas en casi nada, certámenes de elección de ‘misses’, pases de modelos con jóvenes de Ceuta, desfiles militares, partidos de fútbol de la Agrupación, inauguraciones de todo tipo, y un larguísimo y nostálgico etcétera.
Pero quisiera detenerme en un aspecto que se refleja en Memoria Visual. Es el elemento humano que desfila por la pequeña pantalla. Me refiero a los ciudadanos y, sobre todo, a las ciudadanas que vemos circular por las calles de la ciudad de aquella Ceuta y que, asimismo, podemos ver en cada uno de los eventos que se realizaban en aquellas épocas pretéritas. Ciudadanos y ciudadanas que en modo alguno se diferenciaban unos de otros desde el punto de vista de la procedencia, ya sea étnica, ya sea religiosa, ya sea cultural o de cualesquiera otras. No es preciso remontarse a décadas muy atrás, tan sólo a las dos últimas del siglo XX. Sin embargo, hoy es fácil adivinar quiénes pertenecen a esta o aquella etnia, a esta o aquella religión, o a esta o aquella cultura. No es difícil, no. ¿Y es bueno o malo eso? Pues, qué quiere que le diga, amable lector, si esa diferencia que se visibiliza, o enarbola, sirve para separar, para ‘diferenciar’, para poder decir ‘nosotros’ aquí y los ‘otros’ allí, entonces me malicio que quizá no sería deseable. Habrá algunos torpes que repitan el cansino ‘mantra’ de la sociedad multicultural, obviando que la dichosa sociedad multicultural ha sido un sonoro fracaso en todos los países occidentales que han recibido inmigrantes.
¿Qué ha sucedido para que no pocas ciudadanas de origen ‘arabo-beréber’ se signifiquen ahora de esa manera tal y como las vemos, es decir, completamente veladas y algunas hasta con una prenda tan infame como es el ‘niqab’? ¿Eso ha supuesto para ellas un paso adelante en la conquista de sus derechos personales inalienables? ¿Ello ha comportado algún tipo de renuncia? ¿Renuncia impuesta? ¿Cierta autocensura ante la presión del entorno, ya sea éste familiar, vecinal, o de cualquier otro tipo? Tal vez esas mujeres hayan sido convencidas para que mantengan una ‘identidad islámica’ diferente respecto de la sociedad en la que se hallan inmersas. Acaso hayan sido captadas por ese discurso en extremo rigorista, que contempla una separación, si no ruptura, respecto de la sociedad occidental.
Sea como fuere, ¿cuándo empezó todo esto? Me refiero a cuándo empezó a gestarse el cambio en la fisonomía de las mujeres, jóvenes y niñas. Porque no me diga, amable lector, que usted no ha notado un cambio en la sociedad ceutí. Es decir, una islamización lenta pero sin pausa. Me atrevería a insinuar que todo empezó en las postrimerías del siglo pasado.
También me atrevo a insinuar que fue cuando el movimiento rigorista islámico conocido como Tabligh tomó carta de naturaleza en nuestra ciudad. Movimiento que el libro de Pilar Rahola “La República islámica de España” lo califica como “artífices de la radicalización de la comunidad islámica ceutí”. Es más, la propia Rahola denomina a Ceuta y a Melilla como “las dos ciudades tótem de la radicalidad”. Estos personajes toman como referencia la sociedad de los primeros musulmanes del siglo VIII, no creen en la igual de sexos, ni en el debate religioso, ni en los derechos humanos ni, por supuesto, en la democracia.
Por eso, en fin, cada vez que veo el programa “Memoria visual” me  produce esa sensación agradable de nostalgia de la que hablaba. De todas maneras, gracias por ello, Jaramillo.

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