Opinión

Memoria de las memorias

Ayer me despedí de Manuel Abad. Los tanatorios suelen ser fríos e impersonales, una sala en la que la parca nos recuerda que, aunque no sea invitada a nuestra mesa, comerá de nuestro plato y brindará sin que nadie levante la copa.

Las condolencias, las lágrimas del rocío que no veremos en el último amanecer, los abrazos, las palabras que escribimos en el libro de despedida como un último aliento, como un epitafio improvisado que resuma ochenta años en una frase.

"Docendo díscitur" (enseñando se aprende) fue lo que dibujé con la tinta de un bolígrafo esquivo que no se decide a ser el que sellará la imagen que recordaremos esa tarde de otoño.

Conocí al profesor por su hija Paloma y por Pedro, un buen amigo que lo atendía cuando la ayuda cotidiana es imprescindible y los cuidados forman parte del aire que respiramos. La vejez nos va pidiendo apoyos. Nos hacemos lentamente dependientes aunque nos resistamos a reconocerlo.

Una buena tarde acompañé a Pedro a casa de Don Manuel Abad y allí, en una pequeña charla, supimos que teníamos muchas cosas que decirnos pero que la mirada, la voz, los ojos atentos y esa sabiduría ganada con los años nos emplazaba a una conversación pendiente que no podría esperar. La lluvia de gatos parecían goteras en toda la casa. Lo rodeaban como si Don Manuel fuera un Dios egipcio.

No volví a verlo, ya supe por Pedro y por su hija la evolución de los últimos días hasta que se dejó llevar renunciando a un combate inútil con el destino.

Amaba la música clásica, la literatura, el arte, la enseñanza y el compromiso político ¡Siempre a la izquierda!

Les decía a sus universitarios que las cosas que más valen son las que pasan desapercibidas. "Coged las rosas mientras podáis; mañana estarán marchitas”.

"Lean a Juan Ramón y acaricien a Platero, busquen el Olmo viejo y las lluvias de abril, viajen con Federico acompañando a Antonio Torres Heredia, besen los labios de fresa de aquella princesa de Rubén Darío y lloren el olvido habitado por Cernuda en los vastos jardines sin aurora".

Tal vez Don Manuel era como el profesor John Keating en la película 'El club de los poetas muertos' siendo el profesor que todos hemos querido tener: inspirador, inconformista, libre pensador.

Cuando vuelva al Museo del Prado visitaré Las Meninas y sonará la novena sinfonía de Beethoven. Me sentaré a su lado si visito una playa desierta mientras despliega el tocadiscos a pilas y me invita a una onza de chocolate negro.

"Llegó la hora de cerrar los libros; de abrir las ventanas y desplegar las alas", como una mariposa intrépida. Esa mariposa se posará en las manos abiertas de su nieta Marina que la dejará ir porque no nos pertenece.

Gaudeamus igitur profesor.

Seguirá sonando El Cañonazo de las 12 aunque no estés. Las ausencias también lanzan cañonazos hacia la memoria.

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