Son las 6:50 h y estoy sentado en uno de los peldaños de la escalera que conduce a la Sirena de Punta Almina. Justo a esta misma hora, de hace tres días, recibí la llamada telefónica de mi madre para darme la triste noticia del fallecimiento de mi padre. Nos pilló a mi mujer, Silvia, y a mí camino a Ceuta tras conocer el empeoramiento de su estado de salud. Quiso el destino, o más bien la Providencia, que mi padre partiera al Otro Mundo a la hora de la aurora. Su vida estuvo marcada por los amaneceres, pues su madre se llamaba Aurea y sus claros ojos azules nacieron para apreciar y disfrutar de los amaneceres, como el que yo ahora contemplo.
En el horizonte, cubierto por una tenue niebla, se expande un resplandor púrpura que anuncia el alba. No puedo contener las lágrimas al sentir a mi padre al lado mío. Mis ojos mortales no son capaces de verlo, pero sí lo hacen mis ojos del corazón. Cada vez que noto su presencia me invade una emoción que recorre todo mi cuerpo y estalla en forma de un incontenible llanto.
Son las 7:10 h. Quedan cinco minutos para la salida del sol. El rubedo se transmuta en amarillo para introducir al dorado de un sol renacido. Mi padre, como el astro rey, resucita tres días después de su fallecimiento renovado y atraviesa el puente de Cinvat para encontrarse con Jesucristo. Retengo esta imagen del sol naciente en mi memoria y la capto con la que fue la cámara fotográfica de mi padre y que yo he heredado. Es la primera vez que la utilizo para fotografiar el amanecer. De esta forma, prosigo una tradición que inauguró mi abuelo Diego, cuya cámara acompaña a la de mi padre para dar la bienvenida a las primeras luces del día.
Mi padre nos contó que un día mi abuelo Diego lo despertó de madrugada y le dijo que se vistiera. Mi padre, intrigado, le preguntó que adonde iban tan temprano y mi abuelo le contestó que iba a ver algo que no olvidaría nunca. Ambos se subieron a la moto de mi abuelo y se dirigieron hasta aquí, hasta el Monte Hacho, para presenciar la salida del sol. A mi padre le impresionó, según nos narró, el azul índigo del cielo en el instante en el que la noche y el día se dan el relevo. Un cielo añil sobre el que se proyecta la imagen de un caleidoscopio de tonalidades rojizas, anaranjadas, doradas, blancas y celestes. Esa imagen fue determinante en el despertar de su aprecio por la belleza de Ceuta y su afición por la fotografía. Éste no fue el único legado que recibió de su padre. Lo más importante y destacado fue su ejemplo.
No he conocido a una persona más buena que mi abuelo Diego. Era todo corazón. Llevaba los bolsillos llenos de caramelos para repartirlos entre los niños de Villajovita y luego, de los Rosales. Con sus nietos tenía verdadera pasión y nunca le escuchamos hablar mal de nadie, ni incluso de aquellos que no estuvieron a la altura de su bondad y generosidad.
Mis abuelos Diego y Áurea formaron su familia en un momento histórico muy difícil en nuestro país, como fue la Guerra Civil. Mi padre nació en el año 1937, en plena contienda, y de aquellas trágicas circunstancias le quedó, como recuerdo, una cicatriz en la ingle de la herida que le provocó la rotura de un termómetro. En la huida precipitada de mis abuelos hacia el refugio antiaéreo olvidaron que le habían puesto el termómetro y se le rompió entre las piernas. Unos años más tarde nació su hermano Rafael.
En aquellos de guerra y postguerra casi todos los españoles pasaron muchas penurias. Se padeció hombre, carencias materiales y miedo. Los recursos sanitarios y educativos eran muy escasos. Mi padre tuvo que empezar a trabajar muy joven, casi siendo un niño, como dependiente de comercio y de mancebo en una farmacia. Más tarde le llegó la oportunidad de entrar en la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Ceuta, entidad financiera en la que, gracias a su constancia y afán de superación, logró consolidar su puesto de trabajo e ir, poco a poco, asciendo de categoría profesional. La mayor parte de su carrera profesional la pasó en la oficina de la Caja de Ahorros en su barrio natal, Villajovita.
En su camino vital mi padre tuvo la enorme fortuna de cruzarse con mi madre, María Teresa, una mujer de carácter y decidida, con la que se casó y constituyó su familia. Ella le aportó la seguridad, que a veces le faltaba, para asumir algunos riesgos, como comprar una casa nueva; y la fortaleza para superar sus miedos y debilidades. Mi madre ha sido el gran sostén de mi padre en todos los aspectos de su vida y también durante estos últimos años de enfermedad.
Mi padre ha sido, para nosotros, sus hijos, un ejemplo de entrega, compromiso, lealtad y sacrificio. Somos lo que somos gracias a nuestros padres. Ellos nos han inculcado los valores de la honestidad, la decencia, la generosidad, la tolerancia, la compasión, la tolerancia y la responsabilidad. Si bien nos aflige una gran tristeza por la muerte de nuestro padre, nos consuela seguir disfrutando de la presencia de nuestra madre y nos alienta el recuerdo de la imagen de nuestro padre.
La muerte de un padre es un hecho doloroso que trae a nuestra conciencia nuestra condición mortal y despierta el deseo de perduración. Tal y como expone, de manera magistral, el filósofo Javier Gomá en su último libro “Universal concreto”, el anhelo de la perduración humana se procura alcanzar mediante dos estrategias: la elevación de un “monumento” y la esperanza en la vida eterna. Al referirnos a un monumento no estamos aludiendo a una escultura que preside una plaza o una avenida, sino a la imagen de la vida que legamos tras la muerte y a las obras creativas que testimonian nuestro paso por la existencia terrenal.
En la vida de mi padre, como la de cualquier otro mortal, ha habido amor, gozo, esperanza, pero también frustración, miedo y decepción. No obstante, en términos generales, ha sido una vida muy dichosa. Ha tenido unos padres maravillosos; un hermano, Rafael, al que siempre estuvo muy unido; un trabajo estable y bien remunerado; una mujer bella por fuera y por dentro; unos hijos cariñosos y responsables a los que pudo ofrecerles la oportunidad de estudiar en la Universidad y que aprovecharon para cumplir sus respectivas vocaciones y conseguir una estabilidad profesional. Mi padre ha sido testigo de las bodas de sus hijos, del nacimiento de sus nietos y ha dispuesto de tiempo y muchos años de jubilación para cultivar sus aficiones y profundizar en su fe cristiana. Ha gozado, en definitiva, de una vida extensa el tiempo, gozosa y profunda en lo espiritual. Al fallecer nuestro padre se ha descorrido el velo que ocultaba la imagen de la vida de mi padre, como la de un monumento al que se procede a inaugurar destinado a perdurar.
Siguiendo lo expuesto por Javier Gomá, la vida de mi padre no solo ha sido feliz, sino también digna y ejemplar. De la vida de mi padre, pasada por un alambique, queda una esencia que sabe a bondad, cariño, generosidad, entrega, honestidad, respeto, educación y creatividad. De este último aspecto de su vida queda para nosotros su obra fotográfica, cuyo cuidado y preservación pasa a ser nuestra responsabilidad.
Además del bello monumento que es la vida póstuma de mi padre y su obra fotográfica, la esperanza es su perduración y se fundamenta en la fe en la vida eterna cristiana. Esta fe se fue incrementando año tras año en mi padre. La coherencia que siempre demostró entre su pensamiento y su acción vital le llevó a participar de manera activa en la vida de la iglesia católica. Durante muchos años mis padres siguieron el camino neocatecumenal hasta completarlo e impartieron cursos pre-matrimoniales a muchas parejas apoyándose en su fe y sirviéndose de su ejemplo.
En cuanto a la actividad cofrade, siempre estuvo presente en su vida. Siendo joven fue capataz de la Cofradía, y en tiempos más recientes, participó en el Consejo de Hermandades como tesorero y formó parte de la Junta de Gobierno de la Hermandad del Resucitado, al que siempre tuvo mucha fe.
Como escribió Carl Gustav Jung en sus memorias, “la cuestión decisiva para el ser humano es: ¿Te remites a lo infinito o no? Este es el criterio de la vida”. Mi padre en este sentido, captó lo esencial y entendió que su vida estaba unida a Dios. De esta profunda convicción religiosa partió su preparación espiritual para la otra vida, pues, como siempre nos repetía, “hay que tener las lámparas encendidas” (Mt 25,1-13), ya que nos sabemos ni la hora ni el día en el que dejaremos este mundo. No tenemos ninguna duda de que las lámparas de su vida estaban encendidas y que su luz siempre guiará nuestro camino hasta el día en el que nos reencontremos con él. Mientras tanto juntos en familia seguiremos cumpliendo el otro gran lema que nos ha legado nuestro padre: “la familia unida jamás será vencida”.
En nuestra familia se incluye a los ausentes y los presentes; su mujer, sus hijos, nueras y y yerno, sus nietos, su hermano y sus sobrinos; cuñado y cuñadas; sus primos y primas; y sus amigas y amigos. A todos ellos les agradecemos que hayan celebrado con nosotros la vida de nuestro padre. Nos hemos sentido en estos días muy arropados y enriquecidos por los recuerdos de mi padre que guardan y han compartido con nosotros.
Son las 9:45 h. Hace dos días, a esta misma hora, celebramos la misa funeral de mi padre en la iglesia de los Remedios. Poco antes habían montado un altar presidido por la imagen de la Virgen del Carmen que miraba en dirección al féretro con los restos mortales de mi padre. Ahora miro al mar azul que tanto le gustaba fotografiar. Mis ojos se hacen un mar de lágrimas por la pena que siento por la muerte de mi padre. No obstante, miro al cielo y al hacerlo me consuelo, pues sé que ya goza de la vida eterna y que desde allí velara por nosotros. Hasta siempre, papá. Siempre en mi corazón, siempre a mi lado. Te quiero mucho.
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