En la última sesión plenaria se aprobó, por unanimidad (¡faltaría más!), una propuesta (presentada por el PSOE) para crear una Mesa por el Diálogo Social. Su fundamento es casi un axioma en nuestra Ciudad.
El paro, la exclusión social, el fracaso escolar, la inmigración y la amenaza terrorista; además de otros fenómenos sociales subyacentes como el racismo, aconsejan la unidad incondicional de todos los ceutíes. En una situación de normalidad, este acuerdo plenario hubiera despertado un cierto interés y una justificada expectación. Sin embargo, en nuestro caso, ha pasado absolutamente desapercibida. Nadie ha prestado la más mínima atención. Por supuesto que desde las instituciones no se ha hecho movimiento alguno al respecto. La opinión recibe ésta, y cualquier otra noticia, con un llamativo desdén. La incredulidad se ha apoderado definitivamente de la ciudadanía, que lee las noticias a modo de pasatiempos, desde la firme convicción de que nada sucederá, nada cambiará. La vida pública local, en estado de profunda catalepsia, transita por derroteros indefinidos hacia horizontes imprevisibles.
Como en tantas ocasiones no es fácil discernir entre la causa y el efecto. Es difícil saber si la desesperante mediocridad que domina todas las esferas de la vida colectiva es la consecuencia de una sociedad intrínsecamente mediocre, o si por el contrario ha sido la proverbial mediocridad de sus dirigentes la que ha terminado por inocular el virus de la inanición intelectual que tanto daño está provocando. Pero lo cierto es que hemos llegado a un punto (no sabemos si de “no retorno”) en el que se ha traspasado la última frontera: el sentido del ridículo.
Lo más triste es que se tiene la sensación (acaso la certeza) de que todo puede ir a peor. Entre el cinismo con el que se conduce el Gobierno, y la incapacidad de la oposición para movilizar a la sociedad, la vida política se ha convertido en un gigantesco club de opinión. No se hace absolutamente nada para resolver problemas o mejorar la realidad social; pero todo el mundo habla de todo sin parar. Sin el menor rigor, sin coherencia, sin fundamento, sin más intención que aparecer en los medios de comunicación. Los partidos políticos no hacen cosas y las comunican; sino que la comunicación se convierte en una finalidad en sí misma. La propaganda sustituye a la acción. Así aparecen diariamente en la pasarela mediática una interminable catarata de ocurrencias, críticas, propuestas o iniciativas sin ningún alcance, más allá de permitir que determinados rostros o siglas salpiquen los informativos. Todo se desvanece al instante sin dejar el menor rastro en la vida real. Tanto unos como otros se han ido acomodando a esta estúpida dinámica. Los partidos de la oposición se estrujan su imaginación para justificar su propia existencia en los medios, ideando “algo que decir todos los días”. El Gobierno sabe perfectamente que el papel de la oposición se limita a este simpático ejercicio de emitir efímeros comunicados o ruedas de prensa, preñadas de su congénita frivolidad. Por ello no siente el menor reparo en dar la razón a la oposición “como a los locos” ante cada propuesta o idea que abunde en buenos propósitos. Nadie se las toma en serio. Todo esto forma parte de un patético guión que cansa y aburre sobremanera a la opinión pública.
La única incógnita es saber si existe alguna posibilidad de revertir esta situación en un plazo razonable. No se atisban indicios para ser optimista.