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Médicos

Desde hace varios días la prensa y la tele vienen hablando de las repetidas agresiones a médicos y personal sanitario; también de los castigos que el nuevo código penal va a imponer a tales atropellos. Sólo en el año 2014 hubo en España 344 agresiones; muchísimas más si se incluyen los insultos y amenazas.

El Colegio Oficial de Médicos de Barcelona informa que, al menos la tercera parte de sus médicos, sufrió en los últimos años alguna agresión. El simple hecho de proporcionar una información distinta a la que el paciente o su familia quería escuchar o la negativa a certificar una baja o prescribir un medicamento pueden ser el desenlace de una conducta agresiva.
Cada vez que surge el tema de las agresiones a médicos –lo mismo cabe decir de los maestros y enseñantes-, siento una enorme tristeza y vergüenza. Tristeza y vergüenza porque estas agresiones son un implacable indicador del grado de civilización y educación ciudadana del pueblo español que, huelga añadirlo, deja bastante que desear. Verdad es que, frente a esos bárbaros y energúmenos que agreden a médicos y enfermeras, hay miles y miles de ciudadanos que, cada vez que tenemos necesidad, vamos a las consultas y nos portamos como personas civilizadas, pero bastan esos pocos violentos para que el perfil de todos los demás quede dañado, porque son estas cosas y otras como éstas las que dan el nivel de un país y no el que gane o pierda "La Roja" u otras memeces parecidas. Hace unos pocos años el denostado gobierno de Zapatero creó para las escuelas la asignatura "Civilización para la Ciudadanía", que habría ayudado a que en el futuro ésta y otras lacras parecidas hubiesen disminuido, pero, en cuanto el PP llegó al poder, la borró de un plumazo. ¿Para qué una educación ciudadana? –debieron pensar, cuanto más bestias sean los españoles, más fácil será para nosotros embaucarlos.
Antes, (hablo de hace un siglo más o menos) era la ignorancia el gran enemigo del médico. Esto se hacía evidente sobre todo en las zonas rurales. Pío Baroja, que además de escritor también era médico, en su libro "El árbol de la ciencia", nos cuenta el caso de Andrés Hurtado, un joven médico, alter ego del autor, que llega a un pueblo de la España profunda. Su primera visita (entonces eran los médicos los que visitaban a los enfermos) no puede ser más significativa. El joven galeno, después de auscultar al enfermo, pide que abran la ventana de la habitación para que entren el aire y el sol y entre ambos maten los microbios. El ama de casa no ha entendido ni una palabra de todo lo que dice Hurtado y pregunta qué es eso que él llama "microbios". El médico le explica que son unos animales muy pequeñitos que penetran en el cuerpo y producen enfermedades. "¿Las moscas?", pregunta la buena mujer. "No, más pequeños todavía". "¿Los mosquitos?" "No, más pequeños todavía". "Pero más pequeños no hay", concluye la buena mujer. "Claro que los hay: los microbios", vuelve a insistir el médico, sin saber que bastó esta afirmación para que en la aldea empezara a correr la voz de que estaba loco. Era mucho más fácil y asequible para la ancestral incultura del pueblo la explicación de las curanderas y milagreros de la zona: se trataba de un hechizo, un mal de ojo. La novela se publicó en 1911. Cuarenta años después, ya entrado el medio siglo, continuaba en la España profunda la misma ignorancia y yo recuerdo el caso de una mujer de mi pueblo que, para curarse el estrabismo que padecía, se lavó los ojos con agua bendita. El resultado fue que, aunque continuó igual de bizca que estaba antes del lavado, cogió una conjuntivitis que obligó al médico del pueblo a enviarla al servicio de oftalmología del Hospital Clínico de Granada. Esto le dio pie al médico a hacer, aquí y allá, algunos comentarios bastante jocosos sobre los "efectos curativos" del agua bendita; pocos días después le respondió el cura dedicándole un sermón completo el domingo siguiente. El argumento del cura no podía ser más evangélico: "Más vale entrar en el reino de los Cielos con los dos ojos averiados que en el infierno con los dos ojos sanos". Toda la domesticada tropa beateril del pueblo le dio la razón. Aquel incidente fue el comienzo de una larga y estéril guerra entre el médico y el cura que terminó con la victoria del cura: el médico se tuvo que marchar a otro pueblo, donde encontraría otro cura y otras beatas casi idénticos a los que se había dejado. Era la época de la ignorancia unida a la milagrería y por todos los pueblos por donde pasaba la Virgen de Fátima hacía el milagro de curar a un cojo. Siempre eran cojos que tenían las dos piernas paralíticas (para el que había perdido una pierna en la guerra o en un accidente no había milagros), que iban arrastrando sus muletas entre los fieles y, de pronto, después de besar las andas de la Virgen, tiraban las muletas y salían corriendo. ¡Milagro!, gritaba la multitud enardecida. Si alguien se hubiera atrevido a tildar de simple farsa la escena lo habrían apaleado.
Ahora, sin que los males de antes hayan desaparecido por completo, a la ignorancia milagrera, le ha sucedido el acoso y la violencia. Debe ser desolador para una persona que, entre los años de carrera, prácticas y oposiciones, se ha pasado diez o quince años de su vida estudiando, ver que un energúmeno le insulta, le amenaza y le agrede. Sólo una auténtica vocación puede hacer que, a pesar de todo, médicos y enfermeras permanezcan en su puesto y, siempre con su bata blanca, nos sigan curando. Son, junto a los maestros, los humildes funcionarios y otras profesiones que sería largo enumerar, los héroes anónimos de esta sociedad egoísta y hedonista que aún no sabemos a dónde nos quiere llevar. Para todos ellos y ellas yo pido el reconocimiento y admiración de toda persona honesta y de buena voluntad.

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