Medallas y partitocracia

En el ‘Rebellín’ del día 4 manifestaba mi particular desencanto sobre la forma de celebración del ‘Día de Ceuta’. La falta de espacio me hizo dejar para otra ocasión el tema de las medallas de la autonomía, tan consustancialmente unidas al tradicional acto del 2 de septiembre, desde que en 1997, la Asamblea, por unanimidad, acordara la institucionalización de dicho acto y, dentro de él, la entrega de las Medallas.
Un año después, los ex – alcaldes Ricardo Muñoz, Fructuoso Miaja y Clemente Calvo Pecino, este último a título póstumo, recibían las primeras distinciones autonómicas. Desde entonces muchos han sido los galardonados con alguna que otra concesión bastante discutible en las que, por razones obvias, no sería ético entrar a pormenorizar.
La concesión de las medallas de la Ciudad ha terminado por convertirse en una especie de números clausus, de forma fija, cinco en cada ocasión, excepto en 2006, año en el que, en plena generosidad, fueron seis. No es de recibo tanta condecoración por sistema. Ello ha podido dar lugar a que tan brillante concesión haya terminado por ensombrecerse, especialmente cuando las nominaciones están en manos de los partidos políticos. Como acertadamente apuntaba Juan Luís Aróstegui en su ‘dardo’, “siempre mirando de reojo los intereses electorales, han establecido un sistema de cuotas, que permiten a los partidos repartir proporcionalmente las condecoraciones en función del número de votos”.
Lo de las medallas es un exponente más de la partitocracia, una pandemia crónica en España, como acertó a definirla Emilio Lledó en ‘El País’. El reparto de cargos y prebendas está al orden del día. El fenómeno se extiende a todos los ámbitos. Los partidos controlan la sociedad civil o las grandes instituciones que precisarían ser libres de ellos y que, como sostiene un amigo que se mueve en las arenas del derecho, ello llega a generar suspicacias porque suena a una especie de alternativa a la democracia.
En el caso que nos ocupa, es el momento de revisar y modificar el vigente Reglamento para la Concesión de Distinciones Honoríficas de la Ciudad. Cabe esperar que así sea después del reciente anuncio de la consejera de Presidencia y Gobernación, Yolanda Bel, de forma que las decisiones vengan de la mano de una comisión de expertos externos. Yo añadiría que libres de toda vinculación política y de una probada independencia, de forma que se permita reconocer con la máxima transparencia y objetividad la labor o la obra de los ceutíes que sean merecedores de tal distinción en los más diversos ámbitos.
Después de trece años es hora de arrebatar esta prerrogativa a los grupos con representación en la Asamblea, con lo que, efectivamente, y coincidiendo con el decir de la consejera “se ganaría en independencia y credibilidad”. Porque en determinados casos se ha visto demasiado la mano de los políticos.
No devaluemos nuestra máxima distinción. No vaya a ocurrir como cuando, hace años y por sistema, se entregaba el escudo de oro de la ciudad a todos los maestros que se jubilaban en Ceuta sin reparar en los años de permanencia en ella. Se daba la circunstancia de que alguno que otro ni siquiera asistía al acto de imposición, y sé de quién, aún mereciéndolo, renunció a su escudo al considerar devaluada tal distinción.
Volviendo a las medallas confieso mi decepción personal cuando, a título de modesto ceutí de a pie presenté, a primeros de julio, una propuesta debidamente documentada en favor de un paisano que, aún residiendo desde hace muchos años en la Península, no olvida a su ciudad, en cuya defensa sale cada vez que ha sido preciso en la prensa nacional o en sus libros.
- ¡Menudo currículum el de este caballero!, me comentó, sorprendido, el funcionario del registro cuando lo presenté. Inocente de mí y del caballero a quien llegué a ilusionar con la iniciativa de mi propuesta. Qué razón tenía mi amigo el político cuando supo de mis intenciones.
- No te molestes, por esa vía no vas a ninguna parte y mira que bien merecería la medalla ese señor.
Así fue. Y sin una misiva de cortesía ni al candidato ni al proponente. ¡Dichosa partitocracia!