Opinión

La Matanza de Manila, el fin de la huella hispana

Tres siglos de historia compartida con sus debilidades y fortalezas, difícilmente pueden desvanecerse de la noche a la mañana y, menos aún, porque décadas más tarde la estela hispana continuaba estando presente en la antigua tacita de plata del continente asiático.

Es más, una estadística descriptiva perteneciente al año 1938 corrobora, que el 40% poblacional de los sectores más antiguos de Manila, conservaban el español como primera lengua, a pesar del ímpetu de la todopoderosa cultura americana.

Por aquel entonces, Filipinas, un país situado en el Pacífico Occidental con más de siete mil islas, atesoraba una diminuta, pero, prestigiosa colonia de españoles, entre las que residía numerosas familias de hacendados y dirigentes de la Compañía General de Tabacos, la principal Multinacional Española.

Ya, en los compases conclusivos de la Segunda Guerra Mundial (1/IX/1939-2/IX/1945), quedaba por conocer cuándo y cómo se disiparía el Eje Berlín-Roma-Tokio, que eran las potencias que administrativamente se contrapusieron a los Países Aliados, a la que mismamente, una vez emprendida la guerra, se vincularía Japón.

Durante poco más o menos un mes, entre el 6 de febrero y el 4 de marzo de 1945, se produjo la ‘Batalla de Manila’; sin duda, la más virulenta e instigada de las que se dilucidaron en la Guerra del Pacífico, dejando compartir a Manila con Varsovia, el indeterminado honor de ser la Ciudad más castigada y desintegrada por los efectos de la conflagración.

Unos años antes, en 1941, tras irrumpir los japoneses en Filipinas, recibieron consignas concretas de respetar a los españoles afincados en la zona. A pesar de todo, éstos proseguían llevando una vida relativamente normal dentro de las limitaciones contraídas por un país en guerra. Aquella España, la de don Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), era aliada de don Adolf Hitler (1889-1945) y, por tanto, estaba alineada con los Estados del Eje.

Entretanto, los súbditos de las naciones aliadas, es decir, los norteamericanos, británicos u holandeses, eran reclusos en un campo de concentración habilitado en la Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás en Manila.

Lo cierto es, que tal y como se estaban engranando los acontecimientos, una parte destacada de los miembros de la colonia española regresaron al viejo continente. En cambio, otros, al objeto de salvaguardar sus intereses en un tiempo cebado de fluctuaciones, optaron finalmente por seguir en Filipinas.

Así, en un horizonte tumultuoso se percibía la silueta de una España extenuada por la Guerra Civil, que irremediablemente había conllevado una fisura en la colonia hispano-filipina entre partidarios de la República y los franquistas. A la par, en Europa se oteaba la inquietante aproximación de las unidades nazis, con lo cual, el dilema de proseguir en Manila, se antojaba como acertado.

En este entorno, se estima que unos 2.000 españoles con cédula de nacionalidad, resistieron el pulso de la ocupación japonesa. Evidentemente, algunos se añadieron a la causa filipina, pero la mayoría, permaneció impasible sin saber qué hacer.

Es preciso incidir, que debido al ‘Pacto de Alianza’ entre la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón imperialista, al que se le unió en lo oculto la España franquista, con la invasión del archipiélago filipino, los españoles quedaron socorridos como aliados. Si bien, como más adelante expondré, este acuerdo se tornaría en sangre y fuego, porque los hispanos pasaron de ser eximidos a la ejecución más brutal.

Aunque algunos confiaban que los japoneses respetarían las reglas pactadas, se encontraron con la consternación más monstruoso: los soldados les obligaron a formar en fila y, uno a uno, lo asesinaron a bayonetazos para economizar la munición.

En 1945, conforme las fuerzas del General don Douglas MacArthur (1880-1964) se avecinaban a Manila, se propagó un enorme desasosiego e inquietud. La capital filipina, que agrupaba a unos 600.000 habitantes, se transformó como metafóricamente se interpretaría, ‘en la piedra del zapato estadounidense’, porque estaba convencida de lograr una impetuosa y resuelta victoria.

Muy distante de ceder las armas con una rendición honrosa, los 15.000 soldados japoneses atrincherados en Manila, no tardaron en recibir el mandato de resistir a toda costa, con el propósito de demorar en demasía la irrevocable llegada a Tokio del Ejército americano.

Lo que estaría por llegar, de todos es conocido, originándose lo que se denominó en los libros de Historia como la ‘Masacre de Manila’; una eliminación indiscriminada de civiles a manos de unas fuerzas ofuscadas por la inclinación homicida de venganza, ante su más que innegable fracaso. Los sacrificados fueron tanto filipinos, como alemanes, suizos, chinos y españoles.

Los japoneses, no pudiendo soportar que la humanidad contemplase su degradación, prefirieron calcinar estas tierras y con ellas exterminar indiscriminadamente a sus moradores. Los números deplorables lo dicen todo: 100.000 muertos, cifras muy cercanas a las que se producirían con los bombardeos atómicos de Hiroshima o Nagasaki (6-9/VIII/1945).

Manila, por debajo de Varsovia, sería la más hostigada en el conflicto. Las evidencias constatan, que nos estamos refiriendo a uno de los mayores crímenes de guerra perpetrados por el Ejército Imperial Japonés, desde la invasión de Manchuria (19/IX/1931-27/II/1932) hasta la consumación de la Segunda Guerra Mundial.

En escasas jornadas, la victoria aliada sobre los japoneses tuvo un terrible coste humano, eclipsándose todo un pasado colonial de impronta hispana. Con lo cual, este pasaje pretende recapitular el 75º Aniversario de un hecho sin parangón, que no ha tenido la evocación que merece, como uno de los atentados a la inviolabilidad de la Representación Diplomática Española en la Historia Moderna.

En breves palabras que desenmascaren el preámbulo: En febrero de 1945, mientras la milicia americana tocaba a las puertas de Filipinas, los japoneses materializaron una aniquilación sistemática de la población, con independencia de su nacionalidad, religión o afiliación.

En este contexto terrorífico, el Consulado de España iba a ser testigo directo del asesinato bárbaro de individuos de distintas patrias, entre ellos, 257 españoles que cayeron apuñalados con bayonetas.

Con el transcurrir de los trechos, Filipinas se abanderó como la vía preferente del ataque aliado en dirección a Tokio; o lo que es igual, volvería a constituirse en el escenario de otro acometimiento decisivo; en esta ocasión, para desalojar a los japoneses. Comparativamente, era una misión supuestamente accesible, gracias a la supremacía tecnológica y al material que exhibía los Estados Unidos.

De hecho, al hilo de lo fundamentado, con anterioridad, la Marina de Guerra Oriental caería destruida en la ‘Batalla del Golfo de Leyte’ (23-26/X/1944), también conocida como ‘Segunda Batalla del Mar de Filipinas’, en una pugna diferencial donde los norteamericanos persistieron en su anticipación, sin entorpecimientos. Toda vez, que las tropas asiáticas retrocedieron camino de las montañas.

Manila, emplazada en la Isla de Luzón, la mayor y más importante Isla de Filipinas y la más colindante a Japón, era perceptible que su acomodación territorial la evolucionaría en un hueso duro de roer, con cerca de 5.000 súbditos de estados aliados que, como ya se ha citado, estaban confinados en la Universidad de Santo Tomás.

No habiendo sido reforzada ante lo que le sobrevenía, el Ejército de Tierra japonés procedió a la evacuación de sus residentes. Pero, lo que nadie sospechó, que a partir del 3 de febrero de 1945, todo su conjunto quedaría extenuado.

El rescate, sin apenas el más mínimo indicio de intimidación de los occidentales centralizados en el campus del barrio España, podría considerarse como un lucimiento cumplido. Vertiginosamente, se desataron expectativas desproporcionadas y MacArthur, en seguida comunicó que a las 6 horas y 30 minutos de esa misma mañana, Manila se había ocupado.

Indudablemente, para este hombre se priorizó el engreimiento desbordante de vanagloriarse con un desfile proyectado inminentemente, en vez de tantear prioritariamente los importantes desafíos que aún permanecían en curso.

En la otra cara de la moneda, Tokio, inmerso en el arrebato y la más absoluta discreción de resarcimiento, por medio del Ministerio de la Marina ordenó al Contralmirante don Iwabuchi Sanji (1895-1945), impedir que con los 15.000 integrantes que disponía, tanto Manila como su inmejorable puerto natural, estuviesen en condiciones mejorables de ser aprovechados en el asalto resolutivo a Japón.

Esta disposición en su réplica, a todas luces justifica algunas de las numerosas muestras en la competitividad interna entre la Marina y el Ejército. Porque, para sorpresa de los americanos, su progresión se paralizó en seco ante la intratable resistencia de unas tropas, que, sin coartada para evadirse, no sólo explotaron el diseño centenario de la etapa hispana como su mejor artimaña, sino que por momentos, monopolizaron a los civiles como moneda de cambio para contrarrestar su desenvolvimiento.

De pronto, aquel espacio colonial plácido como Manila, se hizo añicos en la agonía de la Segunda Guerra Mundial: los japoneses forzaron a cuántos escapaban horrorizados, a buscar amparo donde pudieran.

Gradualmente, en este intervalo de despropósitos, Manila se convirtió en una declaración estratégica de tierra de nadie, aplicada precedentemente por Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Iósif Stalin (1878-1953), incluso en el alto costo de las vidas que se catapultaron.

Por doquier, se sucedieron estragos como los que seguidamente referiré, con grupos de soldados valiéndose de los paréntesis en los fuegos cruzados, para imprimir si cabe, mayor cantidad de trastornos entre la urbe desamparada, que registró en su diario el Director del Colegio de San Juan de Letrán, don Juan Labrador.

Tal como se ocasionaría el día 10 de febrero en el ‘Club Price’ y ‘Club alemán de Manila’, dos construcciones con armadura de hormigón, que se erigieron en fatídicas ratoneras para los que buscaron en estos edificios su cobijo, ante los incesantes bombardeos.

Primero, una partida de unos 30 militares obligó a los refugiados reunirse en el patio, para acto seguido acribillarlos despiadadamente. El desenlace dramático no podía ser otro: 200 fallecidos, aunque al terminar la matanza se cuantificaron 278 víctimas.

Segundo, se padecería la destrucción más implacable en un inmueble de 4.000 metros cuadrados acomodado con dos plantas, presumiéndose que habría aglutinadas unas 800 personas en su interior, de las que singularmente se salvaron cinco.

Ahora, con una decena de soldados, se emplearon materiales inflamables para incendiar la cimentación y los que lo habitaban, disparando contra cualquier intento de evasión de las llamas.

Fehacientemente, la amplia totalidad sucumbiría abrasada.

Los españoles, como no podían ser menos, sostuvieron como el resto de los allí presentes esta mortandad y en algunas de estas escabechinas, concretaron la suma de los damnificados.

Ciñéndome en la colonia española, quedaría especialmente dañada. En gran medida, por estar yuxtapuesta en la esfera más desolada por las matanzas. Me refiero a Malate, localidad establecida en el margen izquierdo del Río Pasig.

Visto y no visto, las adversidades se precipitaban, pero habían sido muy pocos los que abandonaron el lugar. Las lógicas que ganan más peso subyacen en el pánico a los saqueamientos; o tal vez, a la credibilidad de un permisible retroceso japonés; o posiblemente, la falta de familiares en otras provincias cercanas a los que solicitar ayuda.

Del mismo modo, un razonamiento adicional inicialmente aludido, va encadenado en clave política: los españoles y alemanes supusieron que se les dispensaría por los vínculos de su país con Japón; pero, en febrero de 1945, cuando ya no había prácticamente futuro para los asiáticos, los lemas de Hitler o Franco no simbolizaban nada; o mejor dicho, no tenían fuelle ni las alianzas o los lazos de amistad.

Los que eligieron definitivamente guarecerse en el Consulado de España, ubicado en la Calle Colorado, estaban sentenciados a someterse a los más violentos incidentes. Esta edificación hospedó a varias familias españolas y filipinas que todavía confiaban en que las banderas del Eje les favorecerían en su seguridad.

A pesar de todo, los homicidas que realizaron la carnicería, debieron de sentirse más sugestionados por la aglutinación de gente a las que asesinar, que por tales indicadores de origen. La ejecución a bayoneta, el instrumento favorito de los soldados nipones, se perpetraría el 12 de febrero.

El último bastión en el avance estadounidense, Intramuros, la antigua capital amurallada en la ribera meridional y aledaño a los conventos de las Órdenes Religiosas, acumuló la desgracia con la muerte de misioneros. El día 18, al iniciarse el acorralamiento del perímetro fortificado, un centenar de hispanos y mestizos asistidos en la Universidad de Santo Tomás, se les hostigó a salir a las afueras.

El centenar de personas mayores de 14 años, incluyéndose a los religiosos, lo atemorizaron a marcharse de la estancia en dos filas; inmediatamente, se les forzó a introducirse en dos refugios adyacente al antiguo palacio del Gobernador. Uno, se utilizó meramente para los misioneros y el resto continuó caminando.

Todos, padecieron idénticas atrocidades: los recluidos fueron acribillados y les lanzaron granadas de mano por los conductos de la ventilación; los demás, habiendo sido amarrados de manos, le dispararon sin compasión.

Hoy por hoy, el testimonio más impactante que pervive, pertenece a doña Anna María Aguilella, la única superviviente de esta fechoría, que en aquellas circunstancias trágicas tenía 6 años y quedó huérfana de padres. Con el paso de los años, ha tratado de recomponer las piezas de este puzle, partiendo de lo que le describieron los equipos de rescate, porque, inexorablemente, su memoria hizo desaparecer estos segundos de espanto.

En consecuencia, la ‘Masacre de Manila’ selló el epílogo del influjo español en su colonia inmemorial. La infinidad de proyectiles caídos, como los implacables homicidios cometidos, aniquilaron la metódica arquitectura colonial y los decálogos que llevaron al disfrute de haciendas a los forasteros.


El 5 de junio de 1946, el vapor ‘Plus Ultra’ devolvió a España a los repatriados de aquel cataclismo colonial: los cientos de compatriotas que atracaron desconcertados e indecisos en el puerto de Barcelona, eran todo un poema de desolación.

Con la declinación progresiva del combate, Manila emprendió una nueva época. El germen hispánico era el más afectado: sus ciudadanos, menguaron contundentemente en proporción. De los 2.000 españoles predecesores a la guerra, desgraciadamente, 257 sucumbieron; conjuntamente, prescribieron otros miles de mestizos de cuna española que profesaban una doble fidelidad, tanto hacia su tierra que les vio nacer, como al asentamiento donde residían.

Era indiscutible, que el semblante de Manila había variado sustancialmente, pero, no sólo en lo que atañe a sus restos centenarios sepultados de manera categórica. Asimismo, se renunció al usufructo del idioma español; tal como aconteció en Malate, piedra angular de los hispanistas, donde un tercio de sus inquilinos, eran hispanohablantes. Una cuestión extraordinaria, cuando la media del estado rondaba en torno al 2,7%.

Posteriormente, en la posguerra, aquellos y aquellas que hablaban el español como lengua materna y tenían gran dominio sobre ella, ya no disfrutarían de sitios donde dialogar en ese día a día. La lengua española quedaba relegada al ámbito privado y a los amigos más directos. Filipinas, por medio de Manila, se deshizo del rastro hispano que le había equivalido para equilibrar el dominio americano, en un primoroso modelo de identidad colonial acaecida en modo anticolonial.

Sin embargo, lo más desgarrador de este relato lo acentuarían los historiadores, quienes con minuciosidad han estudiado la historia del pasado en el tiempo, preocupados por la menudencia narrativa e investigación continua y metódica de vicisitudes como las que aquí se evocan.

Revelándonos, que, hasta 1948, o séase, tres años después, muchos españoles no supieron de primera mano, lo que exactamente les sobrevino a sus seres queridos en esos días infaustos cargados de calamidades.

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