Opinión

Maruja Lores

Maruja Lores Guitián tuvo que sobreponerse al asesinato de su marido, el doctor Enrique Santiago Araujo, ejecutado en la madrugada del 21 de agosto de 1936 con otros siete más. Había que comenzar de cero y pelear por la supervivencia en un ambiente hostil que no le perdonaba su pasado reciente, era la mujer del «médico rojo». Ser esposa de un fusilado le aseguraba el desprecio de una parte de la sociedad.

Se hizo cargo de la multa impuesta por el Tribunal de Responsabilidades Políticas el 27 de septiembre de 1939. A los sublevados no les bastó arrebatarle lo que más quería, buscaban además el ahogamiento económico. En Ceuta, fueron incoados más de dos mil expedientes de este tipo. El joven Enrique Santiago había conocido a Maruja en Madrid. Ella era gallega, de O Grove (Pontevedra), aunque siempre se sintió una ceutí más.

Enrique estaba cursando la carrera de Medicina y se alojaba en una pensión muy céntrica de la calle San Andrés, con vistas a la conocida plaza del Dos de Mayo. Poco después de llegar, comenzó una relación con la hija de la propietaria del establecimiento, Maruja, con la que contrajo matrimonio. Finalizados los estudios, regresó a Ceuta en torno a 1934 en busca de un porvenir junto a su mujer y su hijo Enrique. Vuelve con ideas muy distintas de las que se llevó; sobre todo, en lo referente a sus principios e ideales políticos. Su gran amigo, el doctor Sánchez Prado, influiría en su ideario político, y ambos también pertenecieron a la masonería local.

Dada su amistad con Sánchez Prado, trabaja con él en una clínica de accidentes de trabajo situada en la calle Alfau, y, además, atiende una consulta particular de oftalmología en su casa. Todos estos logros siendo un médico tan joven y tan dispuesto, generó en otros facultativos recelos y envidias; principalmente, entre los que tenían ideas políticas opuestas. Así, se tiene conocimiento de un fuerte enfrentamiento en pleno paseo del Rebellín con otro facultativo de ideas conservadoras en el que incluso llegaron a las manos (lo que, después, acarrearía consecuencias catastróficas para Enrique).

"A los pocos días de consumado el golpe, se personaron en su casa, en la calle Marqués de Santa Cruz, unos falangistas que procedieron a su arresto"

En poco tiempo, la figura del doctor Santiago Araujo consiguió destacar en la sociedad ceutí; especialmente, entre la clase obrera por su cercanía a los más humildes y, sobre todo, por su activismo social, sus charlas en la Casa del Pueblo de temas relacionados con la salud y las numerosas consultas gratuitas a ceutíes humildes con problemas oftalmológicos (graduaba la vista a obreros sin cobrarles y a algunos incluso les regalaba las gafas).

Pasan los años y en la tarde del 17 de julio de 1936, al tener conocimiento de que en Melilla se habían sublevado una buena parte del ejército, contactaría con su amigo el alcalde Sánchez Prado, cambiando impresiones sobre los acontecimientos que se estaban produciendo, este se muestra muy preocupado y le indica que va a celebrar a las siete un pleno que ya tenía programado.

A los pocos días de consumado el golpe, se personaron en su casa, en la calle Marqués de Santa Cruz, unos falangistas que procedieron a su arresto. Enrique tranquiliza a su mujer Maruja, y le dice que no se preocupe, tiene que ser un malentendido. Antes de bajar la escalera, besa a su mujer y a su hijo: «¡En unas horas estaré de vuelta!».

Lo llevaron a la comisaría de la plaza de los Reyes, en los bajos de la Delegación del Gobierno. Allí le tomaron declaración y encerraron en los calabozos. Le preguntaron por su hermano Rafael, la Policía no podía encontrarlo. Junto a las hermanas de Enrique, Maruja esperó el regreso de su joven marido manteniendo la esperanza de una pronta liberación.

Maruja deambuló en busca de su marido

Ella le llevaba ropa y comida a la comisaría en la plaza de Los Reyes hasta que un día le comunicaron que el juez lo había enviado a prisión, pero no sabían exactamente a cuál de ellas. Maruja deambuló de un lado a otro en busca de Enrique. Aquella triste y dura situación me fue descrita hace muchos años por los hijos del líder anarquista ceutí Pedro Vera: «Después de llevarse a nuestro padre los falangistas, nosotros, al igual que cientos de mujeres, ancianos y niños, deambulábamos días y días desde la fortaleza del monte Hacho a la prisión del Sarchal y García Aldave. Todos suplicábamos noticias de nuestros padres, esposos o hijos, según el caso, intentando saber sus paraderos, que nadie nos quería decir y, sobre todo, saber si seguían con vida. En una de aquellas correrías, al fin pudimos saber que estaban en García Aldave. Cuando llegamos allí, todos gritábamos de júbilo y exigimos poder verlos, y era tal el tumulto que la guardia militar intentó disolvernos, pero la multitud se resistió.

Última carta a Maruja

Maruja, junto a sus cuñadas, Carmela, Eloísa, Amalia y Josefa, subían al monte -donde se encontraba la prisión de García Aldave- para llevarle comida y ropa. Enrique no cesaba de enviarles cartas narrándoles los acontecimientos que se producían dentro del presidio, siempre quitando importancia a la gravedad del momento y sin darles a conocer las penurias que pasaba.

Se quedó sin recibir la última. La había escrito, pero no le dio tiempo a enviarla y la llevaba encima el día de su asesinato. Su familia aún conserva esa carta: «Queridos todos; vuestra ausencia es lo único que me incomoda, pero el trato, aunque serio, es bueno si se porta uno como una persona decente y sabe comprender las molestias que acarrea a presos y guardianes la aglomeración de gente de diferente pensar, sentir y educación, me recuerda esta vida los días de milicias aún recientes cuando teníamos retén (…) Decidle al doctor Galofre que no se olvide de mis enfermos y, si no puede él solo, que avise al doctor Gabizón. Por lo demás, tengo la conciencia del que nada malo hizo, no puede ocurrirle nada y algún día comprenderán mi inocencia y me dejarán libre, visto que no se tienen cargos contra mí. Por lo demás, no molesten a nadie pidiéndole favores, que si son amigos y me conocen pedirán por mí sin encargo alguno. Desde aquí se ve muy bien Ceuta y las calles cercanas a la nuestra. Todos los días miro para vosotros cuando salimos al recreo o paseo. Los jueves se tiende la ropa, así que si podéis ir temprano el miércoles a casa del doctor Velasco Morales y poneros de acuerdo para traer una talega con ropa limpia y yo os daré la sucia. Ya envié a casa de Velasco ropa sucia, no sé si la habéis recogido (…) Abrazos a todos de vuestro Enrique».

El doctor Santiago Araujo coincidió en los barracones de la prisión con un gran número de compañeros entre políticos, sindicalistas, maestros, etc. La vida en la prisión era dura, muy dura, y el único momento de tranquilidad se producía por la tarde, cuando a los reclusos se les permitía ir al patio. Durante esas tardes, Enrique Santiago Araujo mantuvo muchas conversaciones con su amigo el doctor Sánchez Prado. Luego llegaban las largas noches, con los falangistas rondando por las celdas y amenazándoles con llevárselos «para darles un paseo». Cualesquiera de ellas podían aparecer las patrullas y, a renglón seguido, cometer los asesinatos en el primer descampado que encontraran. Esta era otra forma de represión, otra forma de tortura, técnicamente hablando, que se aplica a las personas detenidas arbitrariamente: la tortura psicológica con el chirriar de las cancelas, el descorrer de los cerrojos o el ruido de pasos de los ejecutores hacia sus celdas en plena madrugada, lo que hacía presagiar a los presos la inminencia de una saca y la posibilidad de que ellos fueran los elegidos. Lo que tanto temían comenzó en la madrugada del 15 de agosto de 1936 con la primera de numerosas sacas, ejecuciones sin juicio realizadas por patrullas de falangistas. Ese día, casualidades del destino, se había producido en la ciudad el cambio oficial de la bandera tricolor por la roja y gualda. Tales asesinatos masivos no terminarían hasta enero de 1937.


En la madrugada del 21 de agosto de 1936. Tras confeccionar un macabro listado, unos fascistas subieron a sus automóviles asegurándose antes de haber cargado bien las pistolas y se encaminaron a la prisión de García Aldave. Llegaron a la puerta del presidio tras recorrer los escasos cinco kilómetros que lo separan de la ciudad.

Los guardianes que cuidaban del lugar eran falangistas, de modo que les dejan pasar sin problema alguno; ya saben a lo que han ido. Seguidamente, se produce la misma trágica rutina: los ejecutores entran en las celdas, leen los nombres en voz alta y ordenan a los mencionados salir al patio, ya que les trasladan para declarar. Los prisioneros sabían que eso era incierto, pero tenían decidido que los designados no opondrían resistencia, ya que podrían comenzar a disparar indiscriminadamente allí mismo o llevarse a cualquier otro.

En un camión, los llevaban a un camino que salía de una curva relativamente cercana de la carretera que une la prisión con la ciudad. Actualmente se la sigue conociendo como «curva de las viudas». En un momento dado, les hacían apearse y ponerse de rodillas para, seguidamente, matarlos. Después, subían los cuerpos nuevamente al vehículo, eran transportados hasta el cementerio y, ya allí, los dejaban en el depósito de cadáveres.

Por la mañana, los empleados esperaban la llegada de sus familias para darles sepultura y avisaban a la comandancia militar para que levantase acta: «Según me comunica verbalmente el conserje del cementerio, se encuentran en el depósito de cadáveres del mismo ocho personas muertas, proceda a su enterramiento previo reconocimiento por el médico forense de la plaza y procurando a ser posible su identificación».

En un primer momento, al no tener conocimiento Maruja del asesinato de su esposo, este fue enterrado en la fosa común, pero a los pocos días pudieron exhumarlo a un nicho. En Ceuta, al contrario que en otras poblaciones, no existieron enterramientos de fusilados en descampados. La fosa común empleada se encontraba dentro del cementerio de Santa Catalina, y los sepultados allí llegaron a ser 169. Para su familia, fue fácil localizar a Enrique en dicha fosa, ya que el jefe del cementerio había dado detalles en la documentación: «Fosa tierra del 3º patio, 4ª tanda, centro adulto, distancia 3,50 metros y a continuación los demás».

Sacar adelante a su familia

Maruja Lores, la viuda, tuvo que sacar adelante a su familia con innumerables esfuerzos y sinsabores, y teniendo además que soportar ser señalada en una ciudad pequeña como la mujer del «médico rojo». Pese a su juventud, nunca volvió a casarse. Se marchó a Madrid para estudiar enfermería, de lo que sabía y mucho, pues ayudaba a su marido cuando tenía la consulta en Ceuta. Transcurrían los años 40. Enrique hijo permaneció en Ceuta con sus tías, las hermanas del doctor Santiago. Más que tías, llegaron a ser sus madres. Josefa solo había tenido una hija y Eloísa dos, 15 y 20 años más jóvenes que Enrique. Carmela y Amalia, no tuvieron hijos. Después, comenzó el Bachiller, que cursó interno en el Colegio de Huérfanos de Médicos de Valladolid y, ya finalizado, se marchó a Madrid para ingresar en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense, y entonces volvió a vivir con Maruja hasta la muerte de esta en 1965.

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