Opinión

Manuel Villar Raso

Manuel Villar Raso, (Ólvega, Soria, 1936 - Granada, 2015), profesor emérito de la Universidad de Granada y acreditado escritor, con más de veinte libros publicados, uno de ellos finalista en el Nadal de 1975, fallecido hace un año, no publicó en vida todo cuanto su pluma había producido. Ahora, coincidiendo con el primer aniversario de su muerte, su familia ha dado a luz un libro que amplía y completa su extensa bibliografía y, dado que en él toca muchos aspectos autobiográficos, también su biografía, especialmente sus años de infancia. Publicado en Soria por Editores Millán y las Heras y, precedido de un brevísimo prólogo de Andrés Calavia, periodista del Diario de Soria, lleva este significativo título: ‘La Soria de los sueños rotos’.
Se trata de una novela breve y densa que comienza en 1931 y termina en 1939. Comprende, pues, los ilusionantes años de la República y los desgarradores y ensangrentados de la guerra civil, los tres años más lamentables y tristes de toda la Historia de España. Ya he dicho que se trata de una novela breve y densa, como  breves  y densas son el ‘Lazarillo’, el ‘Torquemada’ de Galdós, ‘San Manuel Bueno y mártir’ de Unamuno y ‘Réquiem por un campesino español’ de Sender. En todas estas magníficas novelas se cumple el anhelo de Gracián: “lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
La novela de Villar Raso tiene un escenario campesino y decididamente rural y, aunque al comienzo no se nos dice el nombre del pueblo, no es necesario investigar demasiado para saber que se trata de Ólvega, pueblo de 3.800 habitantes, en la provincia de Soria, muy próximo al Moncayo. Pocas páginas después se precisa el nombre del pueblo así como otros pormenores de su geografía. La acción comienza el 15 de abril de 1931, cuando llega alguien hasta aquel apartado rincón de la geografía castellana con la buena nueva de que el día antes, en Madrid, se había proclamado la República. La noticia causa gran alegría en la población rural, que en seguida piensa que la República pondría fin a sus miserias y hambrunas que desde siglos atrás venían padeciendo, pero muy pronto se dan cuenta que, los que tienen en su mano el poder, no están dispuestos a ceder ni un milímetro del mismo. Esa misma noche los esbirros del cacique prenden fuego a la iglesia y al molino más importante del pueblo. Por si no fuera suficiente, también asesinan al molinero. Ya tiene la Guardia Civil, siempre al servicio de la autoridad, que aún continúa siendo el cacique, razones más que suficientes para ir deteniendo y apaleando a republicanos, socialistas y otras hierbas parecidas…
Muy pronto, en medio del torbellino de la política, aparece el amor. Dos adolescentes que se aman, pero, ay, ella es la hija del cacique y él, un tanto ingenuo y falto de experiencia, pertenece al grupo de los nada tienen y esperan todo de la República. Villar Raso aprovecha, tanto los  conflictos sociales como los idilios de amor para ofrecernos una certera panorámica de la España rural de los comienzos de los años treinta, que él, nacido en 1936, sólo pudo conocer a través de referencias de los mayores. Páginas desgarradoras, abusos de los poderosos, ignorancia y miseria. Todas las reformas sociales  que intenta realizar la República son anuladas por el entramado caciquil de las zonas rurales; cuando llega el bienio negro es el propio gobierno el que echa por alto dichas reformas. Pero lo peor aún no había llegado: llegaría en 1936 de manos de los generales sublevados.
En ambos bandos se cometen atrocidades, pero ninguna tan impactante para el lector como el asesinato de la viuda del cacique, lanzada por un hombre malvado a la zahúrda de quince o veinte cerdos y devorada viva por éstos. ¿De dónde procede este afán belicoso y homicida que tiñe de sangre todo el suelo de España? Tablón, uno de los personajes secundarios del libro, nos da la siguiente explicación:
En este país no podemos vivir sin sangre y destrucción. No pasan veinte años sin una sonada catástrofe, debe ser que lo llevamos en la sangre y que son cosas de nuestro temperamento.
Puede que tal pensamiento también sea el del propio autor que no encuentra explicación a tanto desatino y barbarie de unos y otros. Pero a pesar de todo, a nuestro autor siempre le queda un instante para ofrecernos, aquí y allá, un girón de ese paraíso perdido que debieron ser los aledaños del Moncayo en los meses de verano. Valgan de ejemplo estas líneas:
Azuleaban los montes por las alturas de Toranzo y los vencejos viraban, se revolcaban y zambullían  en el cielo tras los mosquitos de la balsa. (…) Las alondras aleteaban sin avanzar sobre el pastizal. Los verderones volaban a golpes erráticos de remo y caían al suelo sobre los cardos. Alrededor de la balsa, media docena de olmos, donde de vez en cuando, posaban las rapaces y por los que los jilgueros y verderones trepaban como ardillas. Cantaba un perdigacho en los lejanos trigos…
La arcadia perfecta que la guerra había transformado en un insoportable infierno de sangre y de odio. Para dar fe de aquel atropello allí estaban los ojos y la pluma de un gran escritor, Manuel Villar Raso, fiel notario de su tiempo, que a su escueto testimonio ha sabido añadir esa inconfundible gota de amenidad y arte que sólo el auténtico narrador logra concebir y parir.

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