Opinión

El Manantial de Taleb

En tiempos del Califa Adherramán III vivía en la sierra de Córdoba un anciano llamado Taleb al que sus escasos vecinos tildaban de huraño y avaro. Taleb trabajaba en su huerto, que para su desgracia era asaltado con frecuencia por los chiquillos a los que gustaba sobre todo el fruto de sus ciruelos y almendros cuyas ramas al decir de ellos cubrían el cielo.

Conocedor de algunas artes mágicas, el anciano hizo un trato con un djin de aquellos lugares, el cual aceptó guardarle el huerto a cambio de que le cediera el manantial. Un escuálido caño la mayor parte del año, que corría entre guijarros en un extremo de la finca ,terreno cubierto de matojos que Taleb ni siquiera solía pisar. El anciano aceptó y creyó hacer un trato ventajoso, pues el agua del manantial ,por su mal sabor y pestilente olor ,no era apta para beber o apropiada para lavar o regar. Bajo la protección del djin, los árboles y hortalizas quedaron a salvo de la rapacidad infantil.

Un día llegó hasta aquellos parajes un rico comerciante enfermo que. en contra de todos los pronósticos, insistió en beber del manantial. Taleb le advirtió del desagradable sabor del agua, pero el otro insistió tanto que se bañó en la escasa corriente ayudado por sus criados. Al primer sorbo, dijo encontrar esa agua como la miel y, al acabar de apurar la copa, logró ponerse de pie y rehusó la litera donde hasta el momento había sido llevad para asombro y alegría de quienes le acompañaban. Taleb le preguntó a cerca de la persona que le había recomendado su manantial El otro, mientras los sirvientes llenaban todas las cántaras que traían, repuso que un médico cordobés llamado Sabur Ebn-Sahl le había hablado maravillas de ella. El anciano quedó convencido de que ese médico mantenía tratos con el djin, pues médicos, teósofos, alquimistas y djins, por lo general, eran uña y carne y, aunque recibió unas monedas aún le pareció poco y , quedó ceñudo porque creyó que el dijin lo había engañado Obligó al djin a presentarse y le reprochó el engaño de que le había hecho objeto. El djin repuso que en nada lo había engañado y en nada podía cambiar él la naturaleza del manantial y que si deshacía el trato ningún otro djin volvería a presentarse ante él y le sucedería con los djins como con sus vecinos, que ninguno de ellos quería saber nada de él .El anciano, furioso, deshizo el acuerdo.

Desde ese día, el sabor del manantial se volvió más amargo que nunca, y su olor más pestilente si cabe.

Meses más tarde, un carro se paró ante la puerta de la cabaña y de él cayó más que bajó el hijo de Taleb. El conductor del carro dijo que lo había llevado hasta allí por pillarle de camino y que no podía hacer más, habiendo sido herido el joven durante una pelea en un callejón de los que solía frecuentar.

El anciano llevó como pudo al hijo al interior de la cabaña y allí examinó la herida que bajaba de las costillas hacia el costado derecho. El anciano lavó la herida con jabón y la cosió con cris de caballo, rezando a continuación todas las oraciones que había aprendido desde pequeño. Esperó la mejoría, pero el joven empeoró. Desesperado y sin nadie a quien recurrir, recordó la prodigiosa curación a la que dio lugar el agua del manantial e invocó al djin para hacer un nuevo trato. Pero por más que insistió, el djin no se presentó ante él.

"Desde ese día, el sabor del manantial se volvió más amargo que nunca, y su olor más pestilente si cabe"

Convencido de que el aciago destino de su hijo no tardaría en cumplirse, le mintió con el fin de darle ánimos a cerca de las propiedades de aquella agua y, orando lo mejor que supo, mojó los labios exangües del joven en el agua del manantial y después le dio a beber el contenido de su copa. Cada día repitió la misma operación comprobando que la muerte se alejaba poco a poco de su hijo. Una mañana, el joven pidió de comer y tuvo fuerzas para sentarse a la entrada de la cabaña, donde habló de algunas de sus aventuras. El padre no cabía en sí de satisfacción, orgulloso como hombre en declive de la creciente pujanza del vástago. Este llegó incluso a decir que había pensado poner en cultivo la parte de la finca que estaba en barbecho y más adelante abrir un puesto en el mercado donde vender sus coles, berenjenas y almendras. El padre agradeció estas palabras pero las tuvo en nada porque luego de muchas promesas incumplidas y desatenciones, el hijo le robo cuantas monedas atesoraba, marchándose a gastarlas y dejándole solo.

En cierta ocasión, el hijo se refirió a los chiquillos que merodeaban por los alrededores del huerto. El anciano dijo que había de estar atento y contó algunas de las travesuras de aquellos pilletes. Ambos rieron de buena gana, y , al cabo, fue el mismo hijo el que los alejó pues en verdad eran rapaces.

Un día, el anciano atendió a una hermosa joven, vecina de ellos, la cual había salido a la desesperada debido a la hambruna que padecía su familia. Puso Taleb sobre el pollino dos sacos de trigo y el hijo se ofreció a acompañarla y arreando al rucio, se alejó con ella. El anciano, en tanto que cardaba las hierbas que con los descuidos habían brotado por doquie, por un lado se sentía en paz al dar al necesitado lo necesario y aunque su interior era áspero, rebosaba satisfacción. Por otro lado, le fastidiaba que el tarambana de su hijo fuera a embaucar a una joven tan excelente. Ella era pobre sí, pero trabajadora como la que más. Él mismo la había visto de pequeña, cuando apenas se sostenía a aún sobre las piernas, aferrar el almocafre dispuesta ya a la labor en aquellas duras tierras.

El hijo podía decir todas las buenas palabras que le vinieran a la boca, pero al llegar la hora de la verdad daría el quiebro como liebre escurridiza ya que siempre había sido así.

Al regresar su hijo Taleb , hallábase enfurruñado con él y acuclillado sobre la tierra no dejaba que le viese la cara.

El hijo podía haber echado la perorata pero se limitó a quitarle la azada de las manos y tomó su lugar de trabajo. Durante el almuerzo, el joven comentó que los frutos de aquel huerto eran tan dulces como el agua del manantial, la cual le dio fuerza desde que la probó y de la que ahora bebía cuanto se le antojaba.

Muy extrañado por las palabras del vástago, se acercó Taleb al venero y bebió de él, resultando que no había probado agua mejor que aquella pues el sabor del almíbar se quedaba corto para describirla. Abrumado y emocionado por el prodigio, abrazó a su hijo y entre lágrimas le contó lo sucedido, agradeciendo ambos las bendiciones de que habían sido objeto.

El hijo tomó a la joven como esposa y pronto los vástagos corretearon por el huerto ante la satisfecha mirada de Taleb. Muchos fueron los esfuerzos que tuvo que hacer y los malos ratos que pasó a causa del hijo, pero estos habían dado fruto por fin y es que no se puede subir a la montaña por caminos llanos.

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