Porque voy a escribir una vez más a contracorriente, o debería decir a contra tsunami, visto lo visto y oído lo oído. Este humilde ciudadano que de vez en cuando junta palabras por afición va a atreverse a discrepar, al menos en parte, de clamores populares y de masas enfervorizadas. Quién me habré creído. Ya lo han adivinado, voy a hablar -cómo no- de la sentencia más célebre y controvertida de los últimos años, la de la desgraciadamente célebre “manada”.
No es preciso explicar de qué se trata; si a estas alturas de la película hay alguien que no lo sabe es que vive en Marte sin cobertura de internet. He tardado varios días en ponerme a la tecla porque me he entretenido en leerme, detenidamente, las 371 páginas de la dichosa sentencia.
Lo cual me ha llevado tres días, a razón de cuatro o cinco horas de lectura cada día. Como soy lego en materia jurídica, he tenido que recurrir a fuentes complementarias para comprender conceptos técnicos que desconocía, e incluso he acudido al Código Penal a leer artículos aludidos que podían ser de relevancia para la cabal comprensión de la sentencia. Aún así, me reconozco incompetente para discernir, con verdadero conocimiento de causa, si la sentencia es justa o no.
Así de lerdo soy. Sin embargo me ha asombrado comprobar que cientos de miles de ciudadanos de este país sí están plenamente capacitados. En este país, que figura a la cola de Europa en el informe PISA en lectura y escritura, cientos de miles han sido capaces de leerse la sentencia en apenas minutos desde su publicación. También me resultan admirable los profundos conocimientos de Derecho Penal de todos ellos, pues se lanzaron de inmediato a las calles y a las redes sociales para enmendar la plana a tres prestigiosos magistrados (de los cuales uno es mujer, lo que es este caso es reseñable).
Mientras que ninguno de los tres, en meses de instrucción del proceso, vistas, testimonios, cientos de veces de visualización fotograma a fotograma de videos disponibles, informes periciales de psicólogos, psiquiatras, médicos y todos los elementos que constituyen las garantías procesales ha encontrado probado (probado, repito, el matiz es importante) que se haya producido violación (según la describe el Código Penal), todos los manifestantes, opinantes, tuiteros, facebookeros y periodistas de toda condición y tendencia, no han dudado en afirmar, con absoluta convicción y asertividad que sí, que es violación, así que dan por hecho que los jueces o bien son unos totales incompetentes, o bien dictan sentencia movidos por intereses espurios (que a mí también se me escapan cuáles pueden ser, la verdad), y deben ser quemados públicamente en la misma hoguera que los cafres de la “manada”. Incluso algunos, con clarividente discernimiento, han deseado en las redes sociales que las hijas de los magistrados sean violadas.
En ese caso sí, las hijas de magistrados cuya sentencia desagrada pueden y hasta deben ser violadas en grupo. Qué edificante. Feminismo premium. Desactivado el modo irónico, que siempre puede llevar a la malinterpretación, trataré de que mi opinión sea más clara. A diferencia de otros casos, en este no hay ninguna duda de quienes son los malos y quien es la víctima.
Yo también, cómo no, siento toda la compasión y solidaridad con la víctima y toda la repugnancia del mundo hacia ese puñado de miserables descerebrados protagonistas de los abyectos sucesos
Por lo que sé de ellos, por sus mensajes de whatsapp, por su actitud vejatoria y degradante hacia una mujer, por su nauseabunda jactancia e incluso por sus caretos de chulos de mierda. Todo ayuda. Sabemos suficiente de ellos como para desear que fueran colgados por sus ya célebres genitales en plaza pública hasta nueva orden.
Es comprensible y propio de la condición humana desear lo peor para los indeseables, y lógico manifestar desagrado y hasta ira cuando a éstos, por sentencia judicial, no se les aplica el castigo que a nosotros nos gustaría. Pero esta comprensible pulsión social, este linchamiento espontáneo de las turbas hacia el criminal fue hace tiempo superado por el Estado de Derecho, por la delegación de la impartición de la Justicia a uno de los poderes del Estado.
Hasta el más abyecto de los criminales tiene derecho a un juicio justo y a la presunción de inocencia. Cuando por tecnicismos jurídicos, por defectos de forma, por ausencia de pruebas concluyentes e irrefutables, o porque el Código Penal está obsoleto y anacrónico, y los jueces no dictan sentencia conforme a nuestros deseos, la indignación es comprensible.
Pero el linchamiento público de los jueces no solo es primitivo e irracional, sino que supone una impúdica exhibición de ignorancia sobre el funcionamiento del Estado de Derecho y la separación de poderes del mismo. Los jueces no hacen la Ley, solo la aplican de acuerdo al Código Penal. Las leyes las hacemos nosotros, en el Parlamento, en el que delegamos nuestra representatividad a través de las urnas.
Si algún apartado del Código Penal no nos gusta (como se infiere del clamor popular exhibido estos días), cambiémoslo. Para eso está el Congreso de los Diputados. Ellos, -que somos nosotros- tienen la potestad de hacerlo, y no los jueces. Linchar a los jueces no es más que el absurdo y cruel pataleo de matar al mensajero. Y desde luego soy poco partidario de delegar el poder judicial en twitter y facebook, convertidos con frecuencia en altavoces de rebaños y jaurías ávidas de sangre y venganza, como aquellos que piden el descuartizamiento público de los reos, de los jueces que dictan sentencias que no son de su agrado y de paso la violación en grupo de sus hijas. Es peligroso, muy peligroso: la tecnología usada por turbas encolerizadas nos puede hacer volver a la Edad Media.
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