Opinión

Lucrecia, Íñigo Errejón y todos los demás

Nuccio Ordine dijo: "Los clásicos enseñan a entender el gran valor de la vida". Quedarnos ahí; detenernos, sentenciar sin demostrar sería un ejercicio inútil y, desde luego, impropio de los clásicos, empecinados todavía hoy en reivindicar que sin humanismo no hay humanidad. Y así es. Los que nos dedicamos a sostener, desde diferentes ámbitos, posiciones o motivos, ese valioso patrimonio intangible estamos más que acostumbrados a defendernos ante la acusación de no servir para nada. Nuestra repuesta es clara, un argumento irrefutable que nadie, a lo largo de la historia, ha podido contraargumentar: los clásicos no sirven para nada, pero sirven para todo. Emilio del Río, un gran divulgador del latín, afirma que «los clásicos nos ayudan a comprender el presente». En días como los de hoy, en los que la política parece conmocionada por los reprobables comportamientos de Íñigo Errejón, también podemos echar mano de los clásicos.

Ayer, el auditorio de nuestra ciudad albergó la obra «La violación de Lucrecia» con una maravillosa Lorena Ávila cuya solvencia en el difícil monólogo sobre el que se sustentaba todo el drama nos dejó a todos sin aliento. Tradicionalmente, el fin de la monarquía en Roma que dio paso a la época republicana, se relaciona con un episodio violento protagonizado por Sexto, el hijo del rey Tarquinio: la violación de Lucrecia, una patricia romana casada con un noble cercano a la familia real.  El suicidio de la joven tras el ultraje suscitó tal indignación que los romanos decidieron expulsar al rey.

Durante años, este episodio se ha conocido como el suicidio de Lucrecia, dejando la violación en un segundo plano. La literatura ha pasado siempre de puntillas sobre la violencia contra las mujeres. Siendo así, hemos leído sobre el rapto de las sabinas, la afrenta de Corpes, o los abusos del comendador en Fuenteovejuna. Solo de un tiempo a esta parte, nos hemos atrevido a llamar por su terrible nombre los actos abusivos que la literatura, manejada por el androcentrismo propio de las épocas, nos ha transmitido.

Lucrecia se suicida para librarse del suplicio, de la mancha. Prefiere la muerte a esa vida. Elige la negra oscuridad del final al silencio. Los clásicos, que no sirven para nada aunque sirven para todo, nos pusieron ayer en el auditorio ante una rotunda realidad que nos hizo removernos en nuestros asientos unas veces y apretar los puños, otras.  A lo largo de la historia las mujeres han sido violentadas, no solo por un perfil de hombre dominador que no entiende su papel en el mundo, sino por una sociedad que los cubre con el cerril e hiriente velo del silencio. El violador amenazó a Lucrecia con matar a un esclavo, desnudarlo y meterlo en su lecho para que todos en la casa la creyeran adúltera; una desvergonzada, una libertina, una fresca, una puta. Todavía hoy las mujeres nos vemos obligadas a justificar nuestras costumbres, hábitos y aspecto a la hora de denunciar una agresión. El agotador rosario de disculpas, como el silencio, pesa sobre las víctimas tanto como el desgarro moral y físico.

El caso Errejón ha destapado, de nuevo, a un tipo de hombre que, no siendo violento en su trato con otros hombres, hacen víctimas de su ego, presumiblemente acomplejado, a las mujeres. Sin embargo, también ahonda en otro pecado capital de los pueblos y sus sociedades contra las mujeres: el encubrimiento, el enmascaramiento, el disimulo.  Tarquino actúa contra Lucrecia porque sabe que puede hacerlo, porque es conocedor de que nadie lo delatará ante el rey sin poner en riesgo la vida. ¡Es tan cómodo el silencio y tan molesto el ruido que acarrea la verdad! Las actitudes de este político, como anteriormente de muchos otros hombres, y el silencio que los ha cubierto nos desnuda a todos como ciudadanos, como personas.

Habrá quienes, con una mirada corta y torpe, señalen a Errejón por pertenecer a un espectro político determinado. El error es rotundo y, de nuevo, nos daña a todas las mujeres. La violencia contra nosotras, en cualquiera de sus manifestaciones, no distingue colores políticos ni categorías sociales, tampoco tiene edad. Los abusos contra la mujer son la manifestación de una violencia socialmente generalizada y que, de manera inaceptable, sigue ganado terreno.

La sociedad necesita el escándalo para señalar y sancionar el mal. No debería ser así. Escandaloso debería ser el sufrimiento de una mujer contra un tipo de hombre confuso, inferior y violento, con independencia de su estatus social, clase o condición política. Todos los hombres de verdad deben acompañar, y lo hacen, a las mujeres en su lucha por la igualdad, que también implica acabar con la agresión sin la menor duda, justificación o reticencia.

Ayer Lucrecia, esa mujer casi diluida con el devenir de los siglos, se posó en cada uno de nosotros para recordarnos que su sufrimiento sigue siendo hoy el de muchas. Nos gritó, nos zarandeó, nos incomodó para implorarnos que rompamos el silencio. Paralelamente, en el epicentro del país, los poderes políticos se estremecían: unos por haber callado y otros por la golosa ocasión de reprobar. Las mujeres, mientras, seguimos desgarrándonos por dentro, unidas por un fino hilo que nos une a todas, a lo largo de los siglos, frente a la violencia.

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