Parece llamativo que una serie como Stranger Things, cuyo propósito inicial fuera el de rendir homenaje a las películas de los ochenta, se haya atrevido en su última temporada a tratar un asunto tan delicado como es el de la depresión entre los más jóvenes. Y hay que reconocerlo, los hermanos Duffer han pasado la prueba de forma satisfactoria, porque no han caído en sentimentalismos ni en la tentación de presentar fórmulas simplonas para llevar a la pantalla lo que empieza a conocerse como “pandemia silenciosa”. Pero creo que sobre todo han acertado en la forma de condensar en una sola escena lo que una canción puede llegar a significar en ese momento. Me refiero a la escena final del cuarto capítulo, en la que una joven en duelo por la muerte de su hermano, atormentada por la culpa y enredada en unas espirales de pensamientos obsesivos, encuentra cierta calma cuando escucha la maravillosa voz de Kate Bush en Runnig up that hill, su canción favorita.
Tal vez la escena de Stranger things no sea sino otra versión de una mitología más antigua. Estoy pensando en el mito de Orfeo, para quien la música también fue importante a la hora de afrontar el dolor por la pérdida de un ser querido. En el caso de Orfeo, este desciende al inframundo para recuperar a su esposa fallecida, Eurídice. Se cuenta que durante su viaje logró con su música aliviar el tormento de las almas condenadas. También le ablandó el corazón a Hades, por lo que el dios griego le permitió llevar de vuelta al mundo de los vivos a Eurídice, con la condición de que no la mirase hasta que estuviera a salvo. Al final Orfeo no se pudo resistir y lo echó todo a perder de un modo trágico. Nada extraño en la mitología griega.
Empecemos con los griegos, siempre los griegos, en concreto con el pitagorismo. Los pitagóricos, una comunidad filosófico-religiosa fundada por Pitágoras a mediados del siglo VI a. C., no solo se centraron en el estudio de los números, que según ellos constituían la estructura del universo, sino también en la música. Se cuenta que Pitágoras sostenía que los astros siempre están cantando una melodía eterna por el sonido que emiten al moverse. Nuestros oídos están a merced de esta danza cósmica, solo que no la reconocemos porque estamos habituados a ella desde nuestro nacimiento. Pero si aprendiéramos a atender el silencio, escucharíamos, entonces, la sinfonía tejida por los cuerpos celestes. Según Pitágoras esta música de los astros tiene propiedades curativas para los males del alma, por lo que es esencial para la purificación ética del individuo. Los pitagóricos, como también los seguidores del orfismo, creían que el alma estaba encerrada en el cuerpo y presa en un ciclo de reencarnaciones por sus pecados. En este punto, la experiencia estética provocada por la música incita al alma a transcender sus lazos corporales y liberarse del circuito de la reencarnación, para así volver a la isla de los bienaventurados en compañía de los dioses.
Siglos más tarde el filósofo alemán Arthur Schopenhauer también quedó fascinado ante el efecto catártico de la música. En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer sostiene que la esencia íntima de las cosas es una suerte de pulsión volitiva cuyos deseos son inagotables y de la que somos meros instrumentos. Mientras nos entreguemos al apremio de esta voluntad cósmica no habrá calma para nosotros, solo sufrimiento. En este punto, nos dice Schopenhauer, uno de los caminos para escapar del deseo insaciable de la voluntad se halla en el goce de la música. Gracias a esta experiencia estética ingresamos en un estado mental próximo al éxtasis en el que se descorre lo que la sabiduría hindú llamó El velo de Maya, el espejismo de las apariencias, y nos reconocemos en todos los fenómenos del mundo como manifestaciones de una voluntad común. Tat tvam asi (“Eso eres tú”), dice Schopenhauer, haciendo referencia a la fórmula sánscrita. Y es en este fugaz instante, proporcionado por la música, cuando sentimos cierta calma.
Pero quizás sea el filósofo Friedrich Nietzsche el que más intensamente sintió el poder de la música. Su vínculo con ella se desarrolló ya en su infancia cuando se inició en su aprendizaje estudiando piano, un instrumento que le acompañó durante toda su vida. Se cuenta que el filósofo alemán se entregaba arrebatadamente a este instrumento durante horas, olvidándose del mundo y de sí mismo. De esta ferviente entrega surgieron varias piezas musicales, como el Himno a la vida, compuesta a partir de un poema que le regaló su amada Lou von Salomé. Son muchos los textos que podríamos citar en los que el filósofo declara su amor por la música, pero tal vez sea un breve aforismo, incluido en su obra Crepúsculo de los ídolos, el que mejor condense este sentimiento. Se trata del aforismo 33, en el que Nietzsche nos confiesa que su vida sin la música sería un error. Una confesión intensa y melodramática, pero así fue Nietzsche, no necesitaba recurrir a la ironía para hablar de las cosas serias. La música como justificación del mundo y de la vida, cuyo poder, cuando se apodera de nosotros, alivia la sensación de vacío, de sinsentido, aplaca ese “espíritu de pesadez” tan temido por el filósofo. La música como antídoto contra el pesimismo.
En definitiva, como hemos visto, estos filósofos reivindicaron el poder redentor de la música porque sintieron su magia. La misma magia que nosotros sentimos cuando escuchamos una canción que calma nuestros temores, nos consuela y nos permite soñar con que quizás falten cosas por hacer. La música como sensación de liberación, como el espejo que refleja otra versión de ti mismo. I’ll be your mirror, cantaba la buena de Nico con The Velvet Underground. Y ahora pienso en los últimos años de Nietzsche, incapaz de hablar ni escribir tras haber sufrido su gran colapso cerebral, pero que en los ratos en los que no estaba bajo los brazos de su madre, seguía tocando el piano, y creo que es una buena manera de perderse en la música.
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