Categorías: Opinión

Los sonidos de aquella Ceuta

Frente a mi casa, cercana a la Plaza de Azcárate, se han iniciado hace algunos meses las obras de construcción de un edificio que llevará el nombre de “Palacio Real”. Sí, ahí, donde aquella larga miniperforadora cayó, atravesando la calle  y causando daños en un inmueble situado en la otra acera. Ni que decir tiene que los estruendosos ruidos ocasionados por la maquinaria utilizada en dichas obras ponen a la vecindad al borde de un ataque de nervios, pero todo sea por el progreso de Ceuta y por los puestos de trabajo creados.Ese constante machaqueo me ha hecho recordar, por una extraña relación de ideas, los sonidos característicos de la Ceuta de mi primera juventud, allá por los comienzos de los años 50 del pasado siglo, antes de que la televisión se introdujese en nuestras vidas y modificara profundamente los hábitos y costumbres de los españoles. Vinieron a mi mente los pregones de entonces, sobre los que ya escribí hace años: el sonido de la flauta del afilador; los reclamos de los vendedores de lotería; el del latero (“compone las latas y la porcelana”); el silbato de los recogedores de las basuras domésticas; aquel vendedor de caramelos con su “la bulla me come”; los concisos “Faro” que lanzaban al aire quienes vendían el diario por la calle; el “Pollos y gaínas” de aquel personaje cubierto con un fez, los reclamos de los vendedores de higos chumbos y de los de pescado fresco, y tantos y tantos más.
Recordé también el sonido de las camanas de nuestras iglesias, mucho más frecuente que en la actualidad, que repicaban a la hora del Ángelus, que tocaban con tristeza y dolor cuando había entierros, que celebraban con alegría las festividades religiosas… Rememoré igualmente las entonces constantes pitadas de las sirenas de los buques, pidiendo Práctico  o remolcador y la respuesta de estos últimos; el anuncio de  su presencia en días de niebla; la indicación de si iban a caer a babor o estribor al cruzarse entre ellos; los de pasaje –los correos, pero asimismo los grandes transatlánticos que entonces nos frecuentaban (la fotografía nos muestra a tres de ellos atracados en La Puntilla)- anunciando su próxima salida con las famosas primera, segunda y tercera; el intercambio de pitadas, saludándose, cuando pertenecían a la misma compañía. Algo que nos imprimía carácter de ciudad portuaria por excelencia, aunque hubiese quien se quejaba. Hoy, con los modernos sistemas de comunicación y con la obsesión de acabar con el ruido, aquel sonar de sirenas ha pasado a la historia, y bien que lo siento, porque ello nos ha supuesto una clara pérdida de personalidad.
También estaba el rítmico petardeo de los motores de dos tiempos que llevaban nuestros pesqueros –las traíñas-, así como el sonido producido por las fichas de dominó al golpear sobre mesas de mármol que nos llegaba por las noches, a mi hermano y a mí, desde el Nieto, el bar que estaba justo frente a nuestro dormitorio. Y las bocinas de los coches, menos numerosos pero cuyos conductores eran mucho más propensos a utilizarlas, pues no había norma prohibitiva ni control alguno al respecto.
Asimismo, aquel peculiar bullicio que producían los miles de soldados de reemplazo con el ruido de las botas que se usaban entonces –nada de suelas de goma- y con el runrún de sus conversaciones, cuando a la hora de paseo y en perfecto estado de revista invadían las calles, las pastelerías y los gallineros de los cines Apolo y Cervantes,
En las noches veraniegas, por las ventanas abiertas salían canciones de moda, bien de las radios, bien de aquellos gramófonos de cuerda o de los primeros tocadiscos que los sustituyeron. Los boleros de Antonio Machín, de “Los Panchos” y de Lorenzo González; las coplas de Imperio Argentina, Estrellita Castro, Conchita Piquer y Juanita Reina; Lola Flores con Manolo Caracol; Juanito Valderrama; Pepe Blanco y Carmen Morell; las voces de Bonet de San Pedro, de Jorge Sepúlveda, de Juanito Segarra…  También, en esas noches, llegaba a muchas viviendas el sonido atenuado de las películas que proyectaban las diversas y frecuentadas terrazas de verano.
Y siempre, siempre, el tradicional cañonazo de las doce. Que ni éste ni el repicar de las campanas nos falten nunca.  

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