Desde niños bien pequeños se empieza a conocer los rincones de la vida; unos, evidentemente, mucho más importantes que otros pero que, en definitiva, dejan una señal en la mente y no pocas veces en lo más profundo del alma. Mi último bisnieto , por ahora, que se llama Nathan Ignacio y que acaba de cumplir un año el día 16 de este mes, ha empezado ese ciclo de descubrimiento de rincones en mi casa, pues es la primera vez que ha venido aquí ya que nació en Suiza y en ese país vive con sus padres. Ya sabe cual es mi butaca y la que usaba su bisabuela y sabe también cual es el mejor rincón para volver a encontrar el pequeño juguete que usó el día anterior. Para él la casa es todo un rincón que ha tomado en propiedad y que recordará siempre como un lugar en el que hacía lo que le apetecía con cosas que que, antes, desconocía.
Pero no todos los rincones son propiedad de los niños pequeños ni de esas cosas que un día quedaron allí olvidadas. Hay rincones que siempre tienen vida propia y que alcanzan su plenitud, cada año, en Navidad. Ese fue el caso de un rincón que hay en un restaurante que a mí me resulta muy acogedor, tanto por sus dimensiones como por el trato que en él se recibe siempre. El día de Navidad estuve allí con un número crecido de familiares y me emocionó ver en su rincón a un señor mayor, sentado a la mesa y sólo. Este año no tenía la compañía de su esposa, seguramente por haber fallecido, pero ese rincón en Navidad era el de "ellos" aunque sólo estuviera él. Ese rincón en Navidad, para esa persona tenía un significado especial. No sé lo que pensaría, concretamente, pero a mí me hizo pensar en el amor en el matrimonio.
En otra mesa, contigua a la nuestra, una señora mayor, sentada en una silla de ruedas, recibía la atención plena, para el almuerzo, de alguien que debía ser su hija y que estaba sentada a su derecha. Otras tres personas más completaba el número de comensales en esa mesa que, para mí, fue un lugar pequeño en dimensiones pero inmenso en caridad y amor. Es posible que esa familia se reúna más veces en su casa o en ese mismo restaurante que a mi me resulta especialmente familiar, y que en toda ocasión reciba la anciana señora ese trato amoroso que en el día de Navidad se me ofrecía para que yo pudiera ver, de forma concreta, un rincón de amorosa caridad familiar. Seguro que no es el único que de puede contemplar cada día en cualquier lugar, pero éste tenía el especial cobijo del amor de la Navidad.
Nosotros éramos catorce a la mesa. Me acompañaban hijos, nietos y el bisnieto del que antes he hablado. Era una mesa larga con dos sectores bien diferenciados; en uno de ellos los jóvenes de la familia y en el otro los mayores y en cada uno de ellos las cosas discurrieron de acuerdo con esa componente de edad que tanto significa en la vida de las personas, pero el conjunto era un rincón navideño en el que todos, menos el pequeño bisnieto, éramos plenamente conscientes de que nos faltaba la abuela - mi mujer - fallecida en Noviembre del año anterior. Se unía así la Navidad, que es Esperanza, con la ilusión propia de la juventud y con el sentido de la laboriosidad y entrega por parte de los mayores, así como el recuerdo, por parte de todos, de la forma con la que la abuela sabía hacer agradable cualquier hecho.
Esta Navidad me ha mostrado tres rincones de los infinitos que la Navidad ofrece. No son los únicos pues cada persona, en sus condiciones particulares, llega a encontrar los suyos; pero todos tienen un significado común, el del amor que une y que debe unir, cada vez con más fuerza, a toda la Humanidad.
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