Cuando apenas era un muchacho sentía la necesidad de conocer el mundo, sentía la necesidad de conocer otros límites más allá de donde abarcaban mis ojos, más allá del Estrecho. Así que como una llamada, en la mañana de los sábados o los domingos, mi madre me llenaba la mochila de frutas y de inmediato me lanzaba como un peregrino a andar el camino que se llegaba hasta las elevaciones que se encumbran en la frontera con Marruecos.
Atravesaba el barrio de las “Latas”, alcanzaba “Benítez”, y desde allí subía por la carretera del “Pantano”, hasta una pista militar que me dejaba cerca del fuerte de Anyera, para luego enlazar con la carretera y llegar hasta el “El Mirador”. Desde este lugar privilegiado, podía columbrarse como Ceuta, a modo de un temerario bajel, se sumergía en las aguas del Mediterráneo hasta que las olas besaban su roda más allá del Hacho, al pie de los acantilados del faro de Pta. Almina.
Algunas veces el camino elegido era otro, más corto, menos pretencioso; y desde la carretera del “Pantano”, por un atajo de tierra polvorienta, subía la larga cuesta que se llegaba por debajo del “Mirador”, hasta caer exhausto, sin aliento, en la menuda yerba que cubría la ladera colindante. Al poco abría los ojos y me dejaba llevar por las nubes que cruzaban el cielo. Ora se configuraban en un rostro, ora en un animal; a veces en un conocido objeto, más tarde en una imagen o en un juguete…; luego se deshilachaban y se tornaban primitivas, formando torres de algodón que pareciera que, de un momento a otro, iban a derrumbarse sobre el valle para advertir de su imperceptible presencia.
Cuando el tiempo de la contemplación llegaba a su término, descendía junto al cuartel de la Legión para a continuación encaminarme al monte del “Renegado”. Llegado a este punto la orientación del paisaje cambiaba en sus cuadrantes cardinales, de tal manera que ya no nos arrumbábamos a levante, sino al norte; y ya no era la ciudad el objetivo del encuadre, sino las barranqueras que descendían hasta las playas de Benzú y Calamocarro y, naturalmente, al azul marino y al verde intenso del Estrecho.
Gustaba de bajar por los cauces de las torrenteras, donde el agua serpenteaba con su lengua de plata lamiendo las raíces de los árboles que se adivinaban en los tajos desnudos de la tierra. Gustaba de perderme en la arboleda, donde el sol, presuroso, se enredaba entre los pinos sin apenas dejarse entrever.
Cada semana, como un rito litúrgico, yo volvía a descender por esas barranqueras como si buscara en sus entrañas un misterio que yo no acertara a adivinar; como si en lo más intrincado de su espesura fuese a hallar el primigenio enigma que los hombres, desde la noche de los tiempos, nos emplazamos a encontrar.
En verdad era una búsqueda despiadada por encontrar las razones del “Ser” y de uno mismo. Sin embargo, no hallé ninguna respuesta, ni el “Grial” que yo ansiaba encontrar. Tengo que apuntar, que la respuesta vendría con los años… Pero, en aquellas torrenteras, en aquellos pinares, entre sus troncos, sus ramas y sus hojas, yo dejé parte de mi alma como albacea de mi búsqueda. Todavía no ha concluido la búsqueda, mas mi presencia, como algo natural, como algo inevitable que nada ni nadie pudiera sustraer, aún vagará por tiempo en este lugar…
Pensativo, quizás con la tristeza rozándome, con la amargura en la boca, comenzaba el regreso al pie de los guijarros grisáceos de Calamocarro hasta la playita de la “Puntilla”. Caminaba por toda la ribera, ora entre rocas, ora entre las arenas de la orilla; y observaba el mar como un sentimiento, casi como un amigo al que pudiera contarle mis deseos. Recogía piedras y las arrojaba con todas mis fuerzas pretendiendo que cayeran lo más lejos en el mar. Y en cada piedra lanzada, iba con ella un pensamiento hurtado a mi inteligencia. Era una manera de aliviar el estanque a rebosar del alma. Con cada piedra se marchaba también una tristeza, y el agua agolpada como una esponja en nuestra conciencia, volvía a fluir renovada, transparente, pura, por las fuentes donde nacen los sentimientos.
Antes de llegar, revolvía en la mochila, y sentado en una roca, saboreaba el jugo agridulce de alguna naranja. Hacía poniente, el monte del Renegado, el Mirador y la silueta soñolienta de la Mujer Muerta, emergían cárdenos, ingrávidos, invictos, ausentes de nosotros…
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